como Humboldt, no veía un mundo estable sino dinámico y cambiante; como se diría con posterioridad, Humboldt era un darwinista predarwiniano. Algo muy grande había cambiado para el humano sobre su propia concepción: ya no habitaba el centro del universo ni era el rey de la creación; ahora, tras la etapa mágica e infantil de la humanidad solo nos queda, para bien o para mal, reconstruir nuestra identidad con las dosis de humildad aportadas por los datos que tenemos delante.
Sin llegar a este nivel de trascendencia, fueron otros muchos los que, personalmente o a través de su legado, han visto en Humboldt una roca sobre la que asentar pilares de su quehacer. Por ejemplo, su amigo Simón Bolívar (quien, por cierto, redactó su primera constitución en una canoa por el Orinoco) utilizó los mapas de Humboldt en sus maniobras militares; Goethe, con quien compartió días, amistad y correspondencia, se inspiró en la cercanía afectiva con que Humboldt trataba a la naturaleza y lo afianzó en la idea de que la poesía era una herramienta más de acceso a lo que nos rodea, algo similar a lo que le pasó a Thoreau quien no escribió «el Walden que hoy conocemos hasta después de que descubriera un nuevo mundo en el Cosmos de Humboldt»;63 Celestino Mutis, el botánico español domiciliado en Bogotá, con la experiencia que le daban los años y las expediciones, le reconoció en persona al berlinés el mérito que tenía; Jefferson, el culto y curioso presidente norteamericano, le pidió opiniones y mapas sobre sus vecinos al sur de su frontera; Napoleón, posiblemente por envidia, lo menospreciaba «¿le interesa la botánica? —dicen que le preguntó de forma capciosa—. Ya, mi mujer también se dedica a ella» se respondió a sí mismo; Lovelock, si bien separado por casi dos siglos, construyó su teoría Gaia basándose en la idea humboldtiana de la tierra como un organismo vivo.
Frente a lo que era costumbre en su época, el científico aventurero también argumentó en defensa de la igualdad contra la esclavitud y la diferencia racial y a favor de los indígenas a los que admiraba porque eran los mejores observadores de la naturaleza que había visto; de ellos veneraba sus lenguas porque podían expresar cualquier tipo de concepto por abstracto que fuera, sus monumentos y su sabiduría cotidiana de la que él era deudor de gran parte de su fama, como la del descubrimiento de la corriente Humboldt de la que decía que simplemente había sido el primero en medir y comprobar lo que los pescadores lugareños sabían desde siempre.
Andrea Wulf nos refleja la importancia de este excepcional hombre a través del reconocimiento que se le rinde. Nos dice que «tiene más lugares designados en su honor que ninguna otra persona» a pesar de que desgraciadamente hoy «sus libros acumulan polvo en las bibliotecas». Además de la famosa corriente Humboldt, nos sigue contando Wulf:
Hay una sierra Humboldt en México y un pico Humboldt en Venezuela. Una ciudad argentina, un río en Brasil, un géiser en Ecuador y una bahía en Colombia llevan su nombre. Existe un cabo Humboldt y un glaciar Humboldt en Groenlandia, y cadenas montañosas en China, Sudáfrica, Nueva Zelanda y Antártida. Hay ríos y cataratas en Tasmania y Nueva Zelanda, así como parques en Alemania y la rue Alexandre Humboldt en París. Solo en Estados Unidos llevan su nombre cuatro condados, trece ciudades, bahías, lagos y un río (...) trescientas plantas y más de cien animales llevan también su nombre (...).Varios minerales le rinden tributo —desde la humboldtita hasta la humboldtina— y en la luna existe una zona denominada Mar de Humboldt.64
Unas gotas de agua y el sonido del bravío torrente me sacaron del ensimismamiento humboldtiano en el que me encontraba; ya no tenía claro hasta dónde la octava maravilla del mundo se debía al lugar en sí o a los excepcionales ojos de quien así lo nombró. La amenaza de un aguacero y de la llegada de la noche hizo que retrocediéramos sobre nuestros pasos hasta reencontrarnos con la caseta del parque. Las piedras que antes estaban resbaladizas ahora se habían convertido en algo similar al hielo y Silvia tuvo un percance que le costó meses de dolor en su hombro. Ya con poca luz, cruzamos con la lancha hacia nuestro campamento base en la isla venezolana.
7
Nada puede con la señorita Sofía
Al día siguiente navegamos por las negras aguas del río Tomo, tan negras que si metes la mano te desaparece de la vista y caminamos por la sabana que justo al lado de la selva muestra su increíble variedad paisajística; nos bañamos, o mejor dicho, me bañé yo solo en una poza azul turquesa de la que todo el mundo contaba lo bonita que era pero donde nadie se quería meter por ancestrales temores a su dueño,65 y visitamos la comunidad Raudalito Caño Lapa.
Es la única de todo el Tuparro. Está compuesta por unas treinta familias sikuanis, aunque al llegar apenas vimos a nadie. Nos pidieron una pequeña colaboración económica porque habían decidido incorporarse al llamado ecoturismo aprovechando su ventajosa ubicación y, a cambio, nos mostrarían sus lugares y costumbres; en el libro de visitas constatamos que habían transcurrido más de dos semanas desde que dos bogotanos hubieran hecho lo mismo que nosotros. El poblado se distribuía en una serie de casas flanqueando las dos anchas calles con que contaba. Al final de una de ellas comprobamos por qué apenas habíamos visto a gente hasta ahora: todos estaban alrededor de una familia que elaboraba, con toda la paciencia requerida, el mañoco; las mujeres trabajaban, los niños jugaban y los curiosos platicaban de cualquier cosa alrededor del evento.
Toda la atención de la aldea estaba puesta en la fabricación de esa harina granulada salida de la raíz de yuca brava (una de las cincuenta variedades conocidas) que tan extendida está entre los indígenas de Colombia, Venezuela y Brasil que habitan las riberas del Orinoco y algunas del Amazonas.
El mañoco es su alimento base —el equivalente al maíz, el trigo o el arroz en otras culturas— y como tal lo utilizan para todo; generalmente se añade a viandas y bebidas hasta formar una masa a la que confiere un cierto sabor amargo, aunque de igual modo sirve como acompañante a sopas, sancochos, ensaladas y pescados, y de él también se extraen diversas bebidas llamadas yukutas. Con mucha paciencia y la alegría por ver nuestro interés, nos explicaron cada paso de su elaboración. Comienzan raspando la piel y lavando el resto para, a continuación, ser rallado en una tabla con salientes en forma de dientes hasta que la yuca queda bien desmenuzada; se deja fermentar unos días y después se introduce en un sebucán o utensilio hecho de fibra vegetal que se retuerce con la finalidad de que desprenda su líquido (la yuca brava contiene cianuro en la pulpa que es mucho más complicado de aislar que el de la yuca dulce que lo tiene en la raíz); este utensilio puede medir dos metros y se parece a una anaconda que se estira o encoge en la medida que tenga más o menos comida en su interior.
Cuando las mujeres han exprimido el veneno que la planta contiene, pasan el resto por un cernidor o criba hasta que la apelmazada masa queda reducida a pequeños granitos; a partir de aquí hay que tostar esos granitos al fuego sobre una especie de enorme sartén llamada budane mientras los gránulos se cuecen uniformemente. Si en este proceso se evita la fermentación y en el budane se da a la masa una fina forma circular de unos cuarenta centímetros de diámetro por uno de ancho, entonces, tras haberse deshidratado la harina, tendremos el cazabe, otra delicia orinoco-amazónica, a la que ya solo le queda secarse al sol.
El trabajo es realizado siempre por las mujeres que han aprendido el oficio desde muy pequeñas y cuya tarea es imprescindible para la manutención diaria de estos pueblos ribereños. Todos entienden que la yuca y sus derivados, aparte de contribuir a una buena digestión, son muy recomendables para combatir infecciones, luchar contra el estreñimiento, disminuir los dolores óseos y musculares, aplacar el de cabeza, reducir el colesterol y aportar una gran cantidad de energía para los trabajos diarios debido al almidón que contiene. Nada tiene de extraño que por aquí lo eleven a la categoría de oro de la selva.
Nos informamos bien del proceso y las virtudes del alimento, pero en absoluto nos pudimos imaginar en aquel momento que acabaríamos navegando con un vendedor de mañoco muy lejos de aquí.
Más tarde nos llevaron en canoa a unas preciosas y peligrosas pozas que utilizan para pescar y bañarse (ahí se había ahogado el hermano del que nos lo contaba), nos explicaron cómo funciona su vida comunitaria y hasta nos invitaron a quedarnos unos días con ellos. Silvia, por fin, vio cumplido uno de sus deseos, el de conocer una comunidad indígena; al final del viaje llegaría a parecerle