el Orinoco a la altura de la desembocadura del Tomo para ascender, ya a pie, por un peñasco sobre el que se asentaba la caseta de los funcionarios del parque; junto a ella aún quedaban esqueletos de lo que fueron habitáculos para turistas antes de la llegada de la violencia a la zona. Nos introdujimos por una bonita senda de piedra que cruzaba arroyos pero que tenía el peligro a cada paso de hacerte perder el equilibrio por lo resbaladizo del suelo. Como a la media hora de marcha comenzamos a oír el rugido del río que nos anunciaba algo tan inminente como convulso.
Estábamos en la parte alta del raudal de Maipures, mucho más impetuoso que el de Atures que habíamos atravesado con la voladora; era otra vez un desnivel del Orinoco remarcado por grandes piedras que impedían la normal trayectoria del agua haciendo que esta se encabritara con un ensordecedor ruido que imprimía al cuadro que teníamos delante una visión a medio camino entre lo apocalíptico y lo fascinante. Algo así, pero elevado a la enésima potencia es lo que debió de experimentar el científico y aventurero Humboldt cuando en 1800 dedujo que esta era la octava maravilla del mundo; «un paisaje —escribió— que varía a cada paso en el terreno (...) y se encuentra allí, en un pequeño espacio, todo lo que la naturaleza tiene de más áspero y más sombrío con los más hermosos campos, los más risueños y pintorescos sitios».61
En efecto, era un punto privilegiado desde el que comprender el Escudo Guayanés; las rocas que pisábamos eran las más antiguas del planeta que se formaron con el magma solidificado que la tierra expulsó de su interior hace la friolera de cerca de tres mil millones de años. Pero es que, además, su aislamiento orográfico, lo inhóspito de su ambiente, la pobreza del subsuelo, los problemas de seguridad de la zona y la baja densidad poblacional, lo convierten en el ecosistema de selva tropical y de sabanas naturales mejor conservado del planeta; las estadísticas resultantes nos cuentan que aquí se contabiliza la tasa de deforestación más baja del mundo y la mayor superficie forestal per cápita. El Escudo Guayanés se expande por el otro lado del Orinoco y es ahí, en Venezuela, donde aparece con su cara más conocida, la del tepuy que cuenta con la cascada más alta del mundo, el Salto del Ángel, con casi mil metros de caída sin tocar roca.
Cierto es que en el año de estreno del xix cuando Humboldt estuvo aquí no se conocían muchos de estos detalles, pero eso no impide imaginar al explorador científico procesando con su privilegiada mente todo cuanto veía, observando cómo sobre las prístinas rocas crecen bromelias aprovechando las despensas de sus hojas para almacenar el agua que le niega la piedra, o la cantidad de orquídeas, líquenes, musgos y algas que brotan en cualquier recoveco, o acercándose a alguna gruta con murciélagos, guácharos, sapos y lagartos o a cristalinos caños que desembocan en caudalosos ríos de aguas negras, o viendo a zainos y capibaras huyendo de tigres y cocodrilos bajo el estruendo de los micos y el alboroto de pavas, patos, guacamayos y algún martín pescador. Qué no le pasaría por la cabeza cuando recorrió esta zona para que se quedara con una sensación de plenitud tan inabarcable que necesitó 34 volúmenes para escribir Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo continente, posiblemente lo mejor de lo mucho que publicó.
Le comenté a Silvia que me sentía pequeño al pisar este lugar tan emblemático para Humboldt porque a pesar de que está prácticamente igual, creía que no era capaz de ver ni la décima parte de lo que él percibía, ni de sentir todo el entusiasmo que le inundaría. Todo le interesaba, siempre llenaba sus bolsillos con piedras, plantas o papeles garabateados; por obvio que fuera, como si de un Sócrates total se tratara, lo preguntaba todo. Cuentan los que le conocieron que trabajaba, descansaba y comía con independencia de las horas, que confundía el día con la noche y que dormía lo menos posible ayudándose del café para no desperdiciar un solo instante. Aquí cartografió relieves, describió rocas, fauna y flora, teorizó sobre fenómenos atmosféricos, observó la indumentaria y anatomía de los indígenas, se interesó por los petroglifos que a menudo se ven por las orillas y por las piezas de arqueología, buscó diferencias de sabor entre ríos de distintos colores, identificaba árboles hasta con su lengua y miraba sin cesar las estrellas; nos contó que las orillas del río estaban repletas de enormes cocodrilos —hoy diezmados por la caza—, que se bañaban vigilando para que las boas no les atacaran, que vieron al esquivo tigre, que las islas estaban llenas de garzas, espátulas y flamencos... y también nos dejó por escrito que por mucho peligro que hubiera, en él se imponía sobre todas la imagen de la selva como un conjunto de «voces que nos reclaman que la naturaleza respira». Es un honor para el Parque Natural Nacional del Tuparro saber que fue Humboldt, el prolijo científico que puso su nombre en las más altas cotas de la ciencia, quien publicó los primeros estudios sobre su fauna, flora y afloramientos rocosos del Precámbrico.
Por señalar algunos ejemplos de su espectacular trabajo, de él proceden las isotermas que vemos a diario en los mapas del tiempo, la intuición de la teoría de la deriva continental al señalar que había unas fuerzas subterráneas que movían continentes, el descubrimiento del ecuador magnético y del geomagnetismo terrestre, la visión que imprimió a la botánica para buscar más relaciones que clasificaciones, los consejos tanto a su amigo Simón Bolívar como a los norteamericanos de hacer un canal interoceánico por Panamá y la descripción de los cambios que se experimentan con la altura al ser el primer humano conocido en subir los más de seis mil metros del Chimborazo, la que por entonces casi todos consideraban la montaña más alta del planeta.62
Y —pensé— todo eso germinaba mientras Humboldt contemplaba el raudal ante el que nosotros estábamos ahora. Hasta aquí había llegado en una pequeña balsa porque, junto a su amigo el botánico Bonpland, había diseñado una expedición con los mínimos posibles, algo poco habitual para la época; les acompañaban cuatro indios remeros de la zona y un experto timonel, además de un familiar del gobernador de la provincia y José de Cumaná, criado y amigo de Humboldt. Entre los rústicos pertrechos que portaban eran imprescindibles los que servían para conservar las plantas que recogían (prensas, lonas, lámparas, láminas corrugadas, marcos de secadora, etc.). Se aprovisionaban en las misiones y pueblos de indios que encontraban y pescaban, cazaban o recolectaban huevos siempre que podían; había tan poca gente por las orillas del Orinoco que cuando un misionero les avistó se ofreció de inmediato a ser su guía, lo que aceptaron gustosos. Además, nos cuenta Humboldt, en la pequeña embarcación había que hacer sitio a otros compañeros de viaje, esto es, a ocho papagayos, otros tantos monos, un tucán, un guacamayo, varias aves más y hasta un mastín vagabundo que encontraron, todo un «zoo ambulante» según sus palabras.
Pero hubo otro germen en Humboldt que, rociado por la humedad del Orinoco y tras varios recodos y revueltas, acabaría dando un fruto que cambiaría irreversiblemente la visión que de nosotros teníamos como humanos.
Posiblemente la intuición de esta revolución le llegara a través de ejemplos vividos por estas tierras como cuando en una apartada misión del Orinoco observó que los monjes iluminaban su iglesia con el aceite producido por huevos de tortuga y verificó que debido a ello estos animales estaban desapareciendo en la zona. O al percatarse de que los españoles, para curarse de la malaria, extraían la quinina cortando la corteza de la cinchona matando así a los árboles; era la tala de bosques y el regadío lo que había desecado el lago Valencia en Venezuela y no la existencia de cuevas subterráneas. Y también dedujo que el interés por el índigo para colorear los vestidos había sustituido en muchas partes los cultivos de maíz y encumbrado una planta que empobrecía el suelo.
Poco a poco iba intuyendo que la acción del hombre alteraba el normal proceder de la naturaleza porque en ella todo interaccionaba. De ahí sacó varias conclusiones a cual más profética; una, que el influjo humano, especialmente a raíz del colonialismo, podía generar un cambio climático debido a la vulnerabilidad de las interconexiones de los sistemas naturales y otra —la que más nos interesa ahora— que la naturaleza toda, más que un plácido paraíso, era un lugar en el que animales y plantas tenían que luchar para sobrevivir y que cualquier modificación derivada de esta lucha afectaba al resto del ecosistema.
Cuando años más tarde Darwin leyó estas reflexiones, estiró el germen intuitivo de Humboldt y encontró la clave con la que explicar el cambio que habían ido sufriendo las especies a lo largo del tiempo para llegar hasta nuestros días, cambio que posteriormente se aplicó a la tierra y al universo en su conjunto. Salvo para