David Peace

Tokio Redux


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es una lástima, una verdadera lástima. Porque le apostaría cien pavos, cien dólares de Estados Unidos, señor Sweeney, a que el bueno de Shimoyama hará como Cenicienta y estará de vuelta en casa antes de esta medianoche.

      —Parece muy seguro, señor.

      —Y tanto, señor Sweeney. Conozco a ese hombre. Trabajo con él cada día. Cada condenado día.

      —Suele ausentarse sin permiso, ¿verdad?

      —Le contaré lo que pasó: anoche mi secretario entró y me dijo que se había enterado por alguien de la oficina central de que Shimoyama iba a renunciar. No me extraña, señor Sweeney. Supongo que a usted tampoco. Lee los periódicos. Ese hombre está sometido a mucha presión. Por Dios, es el presidente de los Ferrocarriles Nacionales de Japón. Va a despedir a más de cien mil de sus hombres. A Shimoyama ni siquiera le interesaba el puesto. La verdad, a mí tampoco. El caso es que pillé un jeep y me fui a su casa con intención de hacerle cambiar de opinión.

      —¿Se refiere a su casa de Denen Chofu, señor?

      —Sí, por esa zona.

      —¿Y qué hora era, señor?

      —Poco después de medianoche, supongo.

      —¿Y lo vio?

      —Ya lo creo. Su mujer y su hijo todavía estaban levantados, así que fuimos a una vieja salita de visitas que tienen. Es una casa grande, ¿sabe? Una bonita residencia. En fin, nos quedamos él y yo solos en la salita y hablamos.

      —¿Habla nuestro idioma?

      —Mejor que usted y que yo, señor Sweeney. Pero estaba agotado. Ese hombre estaba hecho polvo. La presión a la que está sometido… Pero no hablo de la presión del sindicato, ni de los trabajadores. Esa presión existe, pero con esa puede. Con lo que no puede es con las intrigas internas.

      —¿Internas?

      —Dentro de la compañía. Ese sitio es un condenado nido de víboras, se lo aseguro. No les vendría mal alguien como usted allí dentro para limpiarlo, señor Sweeney. A ver, Shimoyama tiene una reputación impecable, pero no es como usted ni como yo; no es un tipo duro. Por eso no quería ser presidente. Por eso nadie lo quería. Demasiado impecable.

      —Alguien debía de quererlo.

      —Sí, claro. Pero todos querían para el puesto a Katayama, el vicepresidente. Sin embargo, el padre de su mujer está enmerdado en un escándalo. La prensa no se lo habría tragado. Así que eligieron al bueno de Shimoyama. Pensaron que era poco severo y blando. Sabían que iban a tener que despedir a todos esos hombres. Pensaron que Shimoyama les haría el trabajo sucio y luego también lo despedirían.

      —¿Y aceptó el cargo sabiendo todo eso?

      —Sí y no, señor Sweeney. Sí y no. Verá, la reducción de la mano de obra solo es parte del problema. Están perdiendo dinero a manos llenas. Para purgar mis pecados, me encargaron que encarrilara la organización. Ese soy yo, señor Sweeney: el coronel Encarrilador. Y luego que evitara que se descarrilase. Eso implica restructuración, una restructuración enorme. Todos los sobornos, los regalos, los días de paga extra y los chanchullos de siempre se tienen que acabar, hay que ponerles fin.

      —¿Y no les gusta?

      —Claro que no, señor Sweeney. No les gusta un pelo. Así que están dedicándose a marginar a ese tipo, a ningunearlo, a dejarlo colgado. Que se lleve él los palos de los sindicatos, que reciba él todas esas cartas de acoso. Que todo el marrón le caiga a él.

      —Entonces, ¿está usted al tanto de las amenazas que ha recibido, señor?

      —¿Ha visto los carteles repartidos por toda la ciudad?

      —Sí, señor.

      —Pues usted lo sabe, yo lo sé y todo el puñetero país lo sabe. Pero ya le digo que ese no es el motivo por el que él quería dejarlo, por el que quería largarse. El viejo Shimoyama es más duro de lo que parece.

      —Ha dicho usted que no es un tipo duro, señor.

      —Me refiero a que no es como usted ni como yo. Usted ha entrado en combate, ¿verdad? Pues la última fue mi segunda guerra, señor Sweeney. Shimoyama estuvo sentado detrás de su escritorio durante todo el conflicto.

      —¿Y es más duro de lo que parece?

      —Mire, él puede con las amenazas. Sin problema. Es con las intrigas internas con lo que no puede. Todos le siguen la corriente, todos están de acuerdo con sus planes, pero luego se cruzan de brazos y se dedican a maquinar contra él. Es una condenada cueva de ladrones, hágame caso.

      —Pero ¿fue usted a verlo anoche, señor?

      —Sí, ya se lo he dicho. Fui a su casa. Hablamos. Me dijo que la responsabilidad le pesaba demasiado. Se disculpó, pero me dijo que estaba harto. Así que yo le solté el rollo, ya sabe, que lo que está haciendo es muy importante para Japón, que está reconstruyendo el país… Que si dimitía, lo echaría todo a perder.

      —¿Y se lo creyó?

      —Ya lo creo, señor Sweeney. Podría venderle una biblia al mismísimo papa. Cuando me fui nos reíamos y hacíamos bromas.

      —¿Y a qué hora fue eso, señor?

      —Sobre las dos, creo. Supongo que no durmió demasiado bien, así que estará descansando en alguna parte, esperando a que se pase la tormenta. Aparecerá, señor Sweeney.

      —Parece muy seguro, coronel.

      —Desde luego. Me apuesto cien pavos, si todavía le interesa. Conozco a ese hombre, señor Sweeney. Trabajo con él cada día. Lo veo cada día. Cada puñetero día de la semana.

      —Menos hoy, señor.

      El coronel Donald E. Channon miró a Harry Sweeney a través de la mesa. Acto seguido echó un vistazo a su reloj, se levantó y dijo:

      —Tengo que ir al servicio, señor Sweeney. Y luego tengo que volver a dirigir mi ferrocarril.

      Harry Sweeney metió el lápiz dentro del bloc y lo cerró.

      —¿Puedo usar su teléfono, señor?

      —Adelante.

      —Gracias, señor.

      El coronel Channon se detuvo junto a la silla de Harry Sweeney. Posó una mano rolliza y húmeda sobre su hombro.

      —Créame, señor Sweeney. Aparecerá.

      —Le creo, señor.

      Harry Sweeney vio a Toda frente a la jefatura de la Policía Metropolitana, fumando un cigarrillo al lado de un coche. Se secó la cara y el cuello y encendió un cigarrillo mientras se acercaba a Toda.

      —¿Has descubierto algo?

      —Nada nuevo —contestó Toda—. La habitación Uno y la Dos están en ello, como si fuese el caso más importante desde el de Teigin. A las cinco lo harán público por la radio. Saldrá en los periódicos de la tarde. Así que ahora están sentados de brazos cruzados esperando junto al teléfono.

      Harry Sweeney tiró la colilla del cigarrillo al suelo, la pisó y señaló el coche.

      —¿Es para nosotros?

      —Sí —respondió Toda—. ¿Tú te has enterado de algo?

      —Puede que sí. Puede que no. No lo sé.

      —¿Lo sabe el jefe?

      —Está en una reunión.

      —Deberías llamarlo y decírselo, Harry.

      Harry Sweeney abrió la portezuela trasera.

      —¿Decirle qué?

      —Adónde vamos.

      Harry Sweeney subió a la parte trasera del coche. Se deslizó a través del asiento. Bajó la ventanilla. Se inclinó