los grandes almacenes Matsuya oscuros. Harry Sweeney subió la escalera de la estación de la línea Tōbu, pero no tomó la segunda escalera hasta los andenes. Giró a la izquierda, salió de la estación a la calle y se detuvo. De espaldas a la estación, de espaldas a los grandes almacenes, con el bar Kamiya a la derecha, el río Sumida a la izquierda, las tiendas ya cerradas, los puestos recogiendo, vio a la gente que pasaba, la gente que volvía a casa. Harry Sweeney los vio pasar e irse. A la noche y las sombras. Hombres que desaparecían, hombres que se esfumaban.
Harry Sweeney se volvió y empezó a alejarse de la estación, a alejarse de los grandes almacenes, y cruzó la avenida R hacia el río, el río Sumida. Entró en el parque y atravesó el parque, el parque Sumida. Llegó al río, la orilla del río. Se quedó en la orilla y contempló el río. La corriente quieta, el agua negra. No había brisa, no había aire. Solo el hedor de las aguas residuales, la peste a mierda. Mierda de gente, mierda de hombres. El hedor siempre aquí, la peste aún aquí. Harry Sweeney sacó la cajetilla de cigarrillos y encendió uno. Junto al río, en la orilla. Las calles detrás de él, la estación detrás de él. Todas las calles y todas las estaciones. Miró río abajo, a la oscuridad, donde estaría su desembocadura, donde estaría el mar; al otro lado del océano estaba su hogar. Un perro ladró y unas ruedas chirriaron, en algún lugar en la noche, en algún lugar detrás de él. Un tren amarillo salía de la estación, el tren amarillo cruzaba un puente de hierro. El puente que salvaba el río, un puente al otro lado. Iba al este, iba al norte. Fuera de la ciudad, lejos de la ciudad. Hombres que desaparecían, hombres que se esfumaban. En la ciudad, de la ciudad. En sus calles, en sus estaciones. Sus nombres y sus vidas. Desaparecían, se esfumaban. Empezaban de nuevo, empezaban de cero. Un nombre nuevo, una vida nueva. Un nombre distinto, una vida distinta. Nunca volvían a casa, nunca regresaban. El tren que desaparecía, el tren que se esfumaba.
Harry Sweeney apartó la vista del puente y volvió a contemplar el río, el río Sumida. Tan quieto y tan negro, tan callado y tan cálido… Incitante y agradable, tentador, tan tentador… No más nombres ni más vidas. Recuerdos o imágenes, insectos o espectros. Tan tentadores, muy tentadores… Adiós a todo, adiós a todo. La pauta del crimen precede al crimen. La colilla del cigarrillo le quemó los dedos y le hizo una ampolla en la piel. Harry Sweeney lanzó la colilla al río. Ese río sucio, ese río hediondo. Mierda de gente, mierda de hombres. Se apartó del río, se alejó del río, el río Sumida. Volvió a la estación y bajó la escalera. Lejos del río, el río Sumida, y lejos de la tentación, lejos de la tentación. La pauta y el crimen. Desaparecer, esfumarse. En la noche, en las sombras. Bajo la ciudad, bajo tierra.
—Volvemos a vernos —dijo riendo Akira Senju, el hombre que no moría, el hombre que de verdad gobernaba la ciudad, su emperador secreto. A plena vista, en su palacio de Shimbashi, en el centro de su próspero imperio, en lo alto de su reluciente nuevo edificio, en su lujoso y moderno despacho, tras su antiguo escritorio de palisandro, ataviado con un traje caro hecho a medida, con su grueso puro extranjero, metió la mano en un cajón, sacó un trozo de papel y se lo dio a Harry Sweeney por encima de la mesa—. Esto debería tenerte ocupado, Harry-san.
Harry Sweeney miró el trozo de papel, la lista de nombres: nombres formosanos y coreanos. Dobló el papel por la mitad, lo metió en el bolsillo de la chaqueta y empezó a levantarse y a volverse hacia la puerta, la salida.
—¿No te quedas a tomar una copa esta noche, Harry? —dijo Akira Senju—. Claro que no, disculpa, eres un hombre ocupado. La verdad es que me sorprendió que me llamases. Creía que estabas muy atareado buscando a tu presidente desaparecido. Menudo descuido, si se me permite, Harry. Perder a un presidente. No se habla de otra cosa en todas las emisoras de radio y en todos los periódicos. Qué mala impresión, qué descuido. La gente se pone nerviosa, la gente se preocupa. Nuestros señores imperiales, nuestros salvadores extranjeros, van y pierden a su presidente, su perrito faldero, su mascota. Si no podéis proteger al presidente de los Ferrocarriles Nacionales, si pueden secuestrarlo a plena luz del día, entonces ¿a quién podéis proteger, Harry? Y si no podéis encontrarlo, ni salvarlo, ¿a quién podéis salvar?
Harry Sweeney se apartó de la puerta.
—Estás convencido de que lo han secuestrado, ¿verdad?
—¿Qué otra cosa podría haber pasado, Harry? Si despides a un hombre, tienes que esperar una reacción. Si despides a treinta mil hombres, tienes que esperar treinta mil reacciones, ¿no? Reacciones extremas, reacciones violentas. Un hombre no desaparece así como así, esfumándose como si nada. Bueno, algunos hombres sí. Pero no los presidentes. Los presidentes suelen… En fin, suelen ser asesinados, Harry.
Harry Sweeney sonrió.
—Ya veremos.
—Veremos, Harry, veremos. Me sorprende que no estés ahí fuera ahora mismo partiendo la crisma a sindicalistas y rompiendo huesos a comunistas. Eso es lo que yo estaría haciendo. Partiendo crismas y rompiendo huesos. Poniendo esta ciudad patas arriba, prendiéndole fuego, si no me quedara más remedio. Si es lo que tuviera que hacer, si es lo que hiciera falta para rescatar a ese hombre. Eso es lo que estaría haciendo, Harry.
Harry Sweeney volvió a sonreír.
—Bueno, yo no soy tú.
—No me digas —replicó riendo Akira Senju—. Bueno, sigue intentando convencerte de lo que quieras, Harry. Yo sé cómo son las cosas, entiendo cómo funciona todo. Pero recuerda: si alguna vez necesitas una lista de comunistas, de rojos, de crismas que partir, de huesos que romper, ya sabes dónde encontrarme, Harry. Ya sabes dónde estoy. Y estoy aquí para ayudar. Así que no te olvides de decirle al general, el general Willoughby, que soy a quien buscáis, Harry-san. Soy a quien buscáis.
—Mierda —maldijo Harry Sweeney en una cabina telefónica del vestíbulo del hotel Dai-Ichi.
Colgó y salió de la cabina. Cruzó el vestíbulo y le dio a la chica del guardarropa el sombrero. La joven japonesa le entregó un resguardo y le hizo una reverencia. Harry Sweeney sonrió, le dio las gracias, se volvió y bajó por la escalera al bar del sótano. Luces tenues y voces altas. Voces extranjeras, voces estadounidenses. Estadounidenses que jugaban a póker en un rincón, estadounidenses que jugaban a tenis de mesa en otro, estadounidenses que cantaban Roll Me Over in the Clover, estadounidenses que aplaudían y estadounidenses que reían; estadounidenses que bebían; estadounidenses borrachos. Harry Sweeney se sentó en un taburete de la barra y saludó con la cabeza al camarero japonés. El camarero se acercó con su camisa blanca y su pajarita negra.
—¿Qué te pongo, Harry?
—Lo de siempre, Joe —dijo Harry Sweeney.
Joe el camarero puso un vaso en la barra delante de Harry Sweeney. Cogió una botella de Johnnie Walker y llenó el vaso.
—¿Sigues sin decir que pare, Harry?
—Así soy yo, Joe. Sin hielo, sin soda, sin parar.
Joe el camarero llenó el vaso hasta el borde. Dejó la botella.
—Ella ha estado aquí pero se ha ido, Harry.
Harry Sweeney asintió con la cabeza. Alargó la mano hacia el vaso. Lo agarró entre los dedos. Se inclinó hacia delante y se encorvó sobre la bebida. Sonrió y asintió otra vez con la cabeza.
Joe el camarero negó con la cabeza.
—Y no la encontrarás aquí, Harry. Ya lo sabes.
—No se pierde nada por mirar, ¿verdad, Joe?
Joe volvió a negar con la cabeza.
Una joven con un vestido rojo recorrió la barra de una punta a la otra. Tenía los ojos y la nariz grandes y fumaba un cigarrillo con un vaso en la mano. Dejó el vaso en la barra junto a Harry Sweeney, puso la mano en el taburete de al lado y dijo:
—¿Espera compañía?
—Intento evitar las expectativas —contestó Harry Sweeney.
—Pero ¿no le importa?
—¿Si no me importa qué?
—Tener