ropa y carne, esparcidas y hechas jirones.
—Joder —exclamó Betz—. ¿Habéis visto…?
Un brazo cercenado entre la vía saliente.
—Joder —repitió Betz—. Pobre desgraciado.
En la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney no dijo nada. Harry Sweeney se quedó quieto, deseando que la noche terminase y la lluvia cesase, mirando a un lado y otro de la vía, tratando de ver lo mejor posible, intentando desesperadamente recordar lo mejor posible. En la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney sacó su bloc y su lápiz, y en la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney echó a andar por la vía, midiendo las distancias con pasos, dibujando la escena y anotando los detalles: la vía pasaba por debajo de un puente en el que había otra vía férrea; a unos dos o tres metros del puente, había gran cantidad de aceite en las traviesas y el balasto; a seis metros del puente, un tobillo derecho enfundado en un calcetín roto yacía en el balasto; a diez metros del puente, entre la vía, había una liga de un calcetín; aproximadamente a trece metros del puente, en la hierba que crecía junto a la vía saliente, había un zapato derecho aplastado; a diecisiete metros del puente, se encontraba el zapato izquierdo entre los raíles salientes; a unos veinticuatro metros del puente, entre los raíles salientes, Toda identificó una tira de tela como un fundoshi, o taparrabos, la ropa interior tradicional japonesa; a veintisiete metros y medio del puente, había una camisa blanca con la parte de atrás rota; a cuarenta y tres metros del puente, el tobillo izquierdo seguía en su calcetín sobre el balasto entre los raíles; a cuarenta y cinco metros del puente, entre los raíles, se hallaba la chaqueta de un traje, con la parte de atrás rota de forma parecida a la camisa blanca; a cincuenta y cuatro metros del puente, sobre el balasto situado entre la vía saliente y la entrante, se encontraba la cara de un hombre, seccionada de la parte de arriba de la cabeza hasta la barbilla, con un ojo todavía sujeto, mirando arriba, a la noche y la lluvia.
—Joder —exclamó Betz.
Toda asintió con la cabeza.
—Lo que un tren puede hacerle a un hombre.
Harry Sweeney no dijo nada; siguió andando y escribiendo: también había materia gris al lado de la cara; intestinos esparcidos entre los raíles a lo largo de los siguientes diez metros más o menos; a setenta metros del puente, el brazo derecho y parte del hombro yacían en el balasto entre los raíles salientes; por último, a ochenta y cinco metros del puente, en el balasto entre los raíles salientes, se hallaba el torso, desnudo y arqueado, con la espalda y las rodillas retorcidas contra el balasto, casi cortado por la cintura, la carne abierta y los huesos machacados.
—Joder —repitió Betz—. Vaya forma de morir. Santo Dios.
Harry Sweeney no dijo nada, observando una luz tenue que se difundía hacia el este y hacía resaltar los pedazos blancos de piel húmeda y los trozos grises de carne mojada esparcidos y desperdigados por la vía. A la luz más gris y bajo la lluvia más calma, Harry Sweeney se alejó de la piel y de la carne, de la vía y del balasto. Llegaban más hombres y otros se marchaban, iban y venían, arriba y abajo, de un lado a otro, a través de la vía y por toda la escena. Observó cómo los detectives de la Policía Metropolitana se hacían cargo de la escena, los fiscales y forenses llegaban, y pidió a Toda que averiguase sus nombres y sus rangos, sus puestos y funciones, qué habían oído y qué habían visto. Y luego Harry Sweeney se quedó al amanecer bajo la llovizna, calado hasta los huesos, y miró hacia el este, después se giró hacia el sur, hacia el oeste y hacia el norte, y miró un cruce y la siguiente estación de la línea, un edificio y la cárcel situada junto a la vía, el puente y el terraplén del fondo, y los campos, los campos bajos y llanos que se extendían hacia el norte, mirando y girándose, una y otra vez, girándose y mirando aquel paisaje de muerte silencioso y vacío dejado de la mano de Dios.
—¿Qué piensas, Harry? —preguntó Betz.
—¿Por qué aquí, Bill? ¿Por qué aquí?
Volvieron andando por la vía hacia la estación de Ayase, hacia el coche, mientras Toda leía sus apuntes y les contaba lo que había descubierto en la escena:
—De momento os ahorraré los nombres, pero el maquinista del último tren de mercancías de Ueno a Matsudo paró en la estación de Ayase para informar de que creía haber visto unos objetos color escarlata en la vía donde los raíles corren paralelos a la cárcel. Por lo visto, el sitio se conoce como el Cruce del Demonio o el Cruce Maldito.
—No me jodas —dijo riendo Betz.
—Sí —asintió Toda—. Es famoso por los accidentes y los suicidios que se han producido allí, así que la gente de la zona no se acerca. Y menos cuando llueve. Entonces es cuando los fantasmas de los agraviados se reúnen cerca del puente o en el cruce. Creen que se les puede oír llorar.
—¿Cuándo fue el último? —preguntó Harry Sweeney.
—¿El último qué?
—Suicidio.
—No me lo han dicho, y no he preguntado. Lo siento, Harry.
—Podemos averiguarlo. Continúa.
—El maquinista paró en Ayase para avisar de que creía haber visto un «atún», que es como llaman en su jerga a un cadáver hallado en la vía. Eso fue aproximadamente pasada la medianoche. Así que el subjefe de estación mandó al revisor y a otro empleado al Cruce Maldito a investigar. Solo tenían una linterna para los dos, pero vieron el cadáver en la vía, así que fueron directos a la cabina de policía que hay cerca de la cárcel para llamar al subjefe de estación y notificar lo que habían visto. Entonces el subjefe de estación informó a su superior, el jefe del equipo de mantenimiento de la zona de Kita-Senju. Todavía tengo que confirmarlo, pero creo que estaban en Gotanno, en la línea Tōbu, que es la siguiente estación de la línea que pasa por encima del puente. El caso es que el jefe y uno de sus hombres tomaron la línea Tōbu, bajaron por el terraplén que hay al lado del puente y llegaron a la escena del crimen pasada la una. Para entonces ya llovía, pero encontraron el cadáver de un hombre fornido terriblemente mutilado y parcialmente cercenado. Rebuscaron entre lo que describen como la ropa hecha trizas y manchada de aceite esparcida por la escena, buscando un medio de identificación, y encontraron tarjetas de visita y abonos de tren a nombre de Sadanori Shimoyama, presidente de los Ferrocarriles Nacionales. Enseguida se dirigieron a la cabina de policía más cercana (que es la de Gotanno Minami-machi) e informaron de su hallazgo a un agente llamado Nakayama. A esas alturas eran las dos y cuarto. Nakayama notificó de inmediato a la comisaría de policía de Nishi-Arai y fue en persona a la escena, que es donde yo lo encontré; Nakayama es el agente que me ha contado todo esto. Cuando llegó allí (que fue aproximadamente a las dos y cuarenta, calcula), ya había más hombres, empleados de la estación de Ayase y del departamento de mantenimiento. El jefe de estación también llegó mientras Nakayama estaba allí, y todos se pusieron a buscar otro medio de identificación. Encontraron un reloj de pulsera junto al torso y un diente de oro. En algún momento, el jefe de estación dio la vuelta al torso y encontró una billetera en uno de los bolsillos del pantalón. Entonces llovía a cántaros, pero Nakayama me ha dicho que el balasto de debajo del torso estaba seco cuando le dieron la vuelta.
Habían llegado al coche. Ichiro esperaba sentado al volante; había otros cuatro o cinco coches aparcados, todos vacíos.
—No sé vosotros —dijo Betz—, pero yo estoy deseando darme un baño caliente, desayunar y acostarme. Con el chaparrón que nos ha caído encima, tendremos suerte si no estamos una semana de baja.
Harry Sweeney miró los coches vacíos, el edificio de la estación y dijo:
—Tú espera en el coche, Bill. Volveré lo antes posible, ¿de acuerdo? Tú ven conmigo, Susumu.
—Date prisa, Harry, por lo que más quieras. Estoy temblando.
—Volveremos lo antes posible —repitió Harry Sweeney, mientras encendía un cigarrillo, se dirigía a los edificios de la estación y preguntaba a Toda—: Esos coches son de la compañía de ferrocarril, ¿verdad?
Toda miró hacia atrás