David Peace

Tokio Redux


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autopsia hasta esta tarde. Tienen a todos los hombres disponibles en Mitsukoshi o en Ayase, escudriñando.

      —Está bien —dijo Harry Sweeney—. Consigue un coche y trae la documentación. Es absurdo quedarse aquí esperando a que nos pongan al día. Venga, vamos.

      Se alejaron en coche del edificio de la NYK. Recorrieron la avenida B. Sin Bill Betz ni Ichiro. Shin, el chaval nuevo, iba al volante, y Susumu Toda en la parte trasera con Harry Sweeney. Con las dos ventanillas de la parte delantera abiertas y dejando entrar una corriente cálida y húmeda en el coche, Harry Sweeney miraba la carretera, los vehículos y los camiones, las motos y las bicicletas, los edificios que pasaban, los edificios que desaparecían, los postes del telégrafo, los cables del telégrafo, un árbol aquí y otro allá, la gente que iba, la gente que venía, de marrón y gris, de verde y amarillo, mientras escuchaba a Susumu Toda traducir las noticias, en negro sobre blanco:

      —En las primeras ediciones de todos los periódicos, Shimoyama todavía consta como desaparecido, y los artículos principales recogen lo que ha dicho Ōnishi, el chófer, y declaraciones de la compañía de ferrocarriles y de su esposa. Nada que no sepamos ya, aunque según el Yomiuri, el chófer dice que no los seguían y que Shimoyama dejó su maletín y su fiambrera en el coche. El Asahi y el Mainichi ya han sacado ediciones extra con la noticia del descubrimiento del cadáver, detalles de la escena del crimen (la situación, la identificación, descripciones bastante gráficas del cadáver), y en el Ayashi incluso pone que «se ha dicho» que el cadáver tiene un orificio de bala.

      —Sí —dijo Harry Sweeney—. ¿Quién lo ha dicho?

      —No lo pone —contestó Susumu Toda.

      —¿Tienes el Stars and Stripes?

      —Cuando nos hemos marchado todavía no había salido.

      —Disculpe, señor —terció el chófer—. Ya hemos llegado, pero…

      —Mierda —dijo Susumu Toda—. Mira, Harry.

      La calle tranquila y con sombra ya no era tranquila; estaba bordeada de coches y llena de gente. Coches aparcados en doble fila, coches que bloqueaban la carretera, gente que empujaba para ver mejor, gente que se estiraba para ver por encima de los muros. Entre los setos, entre las ramas. Periodistas y cámaras, vecinos y espectadores. Agentes uniformados apartaban a las multitudes a empujones, y les costaba mantenerlas a raya.

      —Aparca cuesta abajo —dijo Susumu Toda, y Shin, el chófer, asintió con la cabeza, bajó por la cuesta hasta el pie, paró y aparcó.

      Harry Sweeney y Susumu Toda se apearon del coche. Sacaron los pañuelos y se secaron el cuello. Guardaron los pañuelos y se pusieron los sombreros. Y a continuación volvieron cuesta arriba, hasta lo alto, hasta la casa del dolor, aquella casa de duelo, sus setos oscuros, sus árboles inclinados. Se abrieron paso a empujones entre el gentío peleándose por llegar a la puerta de piedra. Enseñaron las placas del Departamento de Protección Civil a los agentes uniformados, los agentes uniformados les dejaron pasar por la puerta de piedra, Harry Sweeney y Susumu Toda la cruzaron y recorrieron el breve camino de entrada. Los sombreros fuera de las cabezas, los sombreros en las manos, mientras se acercaban a la puerta, la puerta del dolor.

      Dos japoneses de mediana edad estaban saliendo de la casa en dirección a Harry Sweeney y Susumu Toda. Uno era alto y delgado y el otro bajo y gordo. Los dos de negro, los dos de duelo. Miraron fijamente a Harry Sweeney y Susumu Toda, pero no se dirigieron a ellos. Se limitaron a mirarlos al pasar. Harry Sweeney se volvió para ver cómo se marchaban, y el alto se volvió para mirar hacia atrás. Para mirar hacia atrás a Harry Sweeney. Harry Sweeney se volvió hacia el agente apostado en la puerta de la casa. La casa del dolor, esa casa de duelo. Con el sombrero en una mano y la placa en la otra, Harry Sweeney preguntó:

      —¿Quiénes eran esos dos hombres?

      El agente aspiró entre dientes, negó con la cabeza y dijo:

      —Lo siento, señor. No lo sé.

      —Tiene que saberlo, agente. De ahora en adelante, anote el nombre de todas las visitas que entren en la casa. ¿Entendido?

      —Sí, señor. Entendido, señor.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza, y él y Susumu Toda entraron en la casa. La casa del dolor, esa casa de duelo. El aire cargado, el aire enrarecido. Gente en el pasillo, gente en la escalera. En cada puerta, en cada habitación. De negro, de duelo. Se volvían para mirar a Harry Sweeney y Susumu Toda, se volvían para clavar los ojos a Harry Sweeney y Susumu Toda. Ojos llenos de lágrimas, ojos llenos de acusaciones. Que culpaban a todos los estadounidenses, que culpaban su Ocupación. Susumu Toda meneaba la cabeza y susurraba:

      —¿A qué cojones hemos venido, Harry?

      —A presentar nuestros respetos —respondió Harry Sweeney—. Y a mirar y escuchar. Así que mira y escucha, Susumu. Mira y escucha.

      —Gracias por venir —dijo un hombre que bajaba la escalera—. Soy Tsuneo, el hermano pequeño de Sadanori.

      Harry Sweeney y Susumu Toda le hicieron una reverencia. Los dos le dieron el pésame, se disculparon por la intromisión, y acto seguido Harry dijo:

      —¿Podemos hablar con usted un momento en privado, señor?

      —Sí, claro —contestó Tsuneo Shimoyama.

      Señaló una de las habitaciones del pasillo, y Harry Sweeney y Susumu Toda siguieron a Tsuneo Shimoyama a la estancia. Los cuatro hijos de Sadanori Shimoyama estaban sentados a solas en esa habitación. Las cabezas gachas en silencio, las manos en el regazo. Tsuneo Shimoyama pidió a los chicos que saliesen. Ellos asintieron con la cabeza, se levantaron y se fueron mientras Tsuneo Shimoyama pedía a Harry Sweeney y Susumu Toda que se sentasen y les preguntaba si les apetecía té. Ellos declinaron la oferta, y entonces Harry Sweeney dijo:

      —Lamentamos mucho inmiscuirnos en un momento tan delicado, pero necesitamos hacerle unas preguntas, señor.

      —Por supuesto —asintió Tsuneo Shimoyama—. Lo entiendo.

      —Gracias por su comprensión —dijo Harry Sweeney—. Trataremos de que sea lo más rápido posible. ¿Podría decirnos dónde estaba cuando se enteró de que su hermano había desaparecido, señor?

      —Me enteré por la radio, en las noticias. Las noticias de las cinco. Vine aquí directamente. Llegué aproximadamente una hora más tarde. De hecho, me dijeron que por poco no había coincidido con usted, señor Sweeney. Y he estado aquí desde entonces.

      —¿Con qué frecuencia veía a su hermano, señor?

      —Lo veía con regularidad, casi cada semana. Dependiendo de su trabajo y del mío, claro. Pero, sí, lo veía a menudo.

      —¿Y cuándo fue la última vez que lo vio?

      —Hará una semana.

      —¿Cómo estaba él? ¿Cómo lo vio?

      Tsuneo Shimoyama giró ligeramente la cabeza a la derecha. Suspiró y dijo:

      —Bueno, estaba muy estresado. Yo ya lo sabía. Todos lo sabíamos. Todo el mundo lo sabía. Pero mi hermano siempre hacía un gran esfuerzo por estar alegre. Un esfuerzo tremendo, señor Sweeney. De todas formas, yo sabía que tenía problemas para dormir y que estaba mal del estómago. Pero solía pasarle en esta época del año. Aun así, siempre estaba muy alegre. Siempre.

      —Aparte del estrés de su cargo, ¿su hermano tenía otras preocupaciones, económicas o personales?

      —No, señor Sweeney. No que yo supiera.

      —¿Y cree que se habría enterado si él hubiera tenido otras preocupaciones? Estaban unidos, ¿no?

      —Sí —contestó Tsuneo Shimoyama—. Estábamos muy unidos, y por eso no creo que tuviera otros problemas, otras preocupaciones. Solo el trabajo, especialmente los despidos.

      —Lamento ser tan directo, señor —dijo Harry Sweeney—, pero