David Peace

Tokio Redux


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y luego se miró las manos juntas sobre su escritorio. Negó con la cabeza y a continuación alzó la vista. Miró fijamente a Harry Sweeney, lo miró un largo rato, antes de decir:

      —¿Quién si no podría haber sido, señor Sweeney? ¿Se le ocurre otro sospechoso, otra idea?

      Bajo la vía, entre los puestos. Bajo un toldo, en un banco. No más habitaciones, no más paredes. Interrogatorios ni voces. Lo empujaban, lo arrastraban. Por aquí y por allá. Solo una botella, solo un vaso. En medio de la humedad, en medio del calor. Todo pegado, todo mojado. Se le enganchaba, se le agarraba. Harry Sweeney cogió la botella de cerveza. Harry Sweeney sostuvo la botella en la mano. La botella húmeda, la botella mojada. Se enganchaba, se agarraba. El ruido de los trenes, el sonido de sus ruedas. El puesto se sacudía, el puesto temblaba. Harry Sweeney se sacudía, Harry Sweeney temblaba. Agarró la botella, mantuvo la mano firme. La sostuvo contra su cabeza, la pegó a su piel. Húmeda y mojada, húmeda y mojada. La botella y su cabeza, su piel y sus ojos. Húmedos y mojados, húmedos y mojados. Cerró los ojos, abrió los ojos. Sosteniendo la botella contra la cabeza, pegando la botella a la piel. El ruido de los trenes, el sonido de sus ruedas. Harry Sweeney se sacudía, Harry Sweeney temblaba. Dejó la botella, la botella aún llena. Apartó el vaso, el vaso aún vacío. Consultó su reloj, la esfera aún agrietada y las manecillas aún paradas. El ruido de los trenes, el sonido de sus ruedas. Se sacudía y temblaba, se sacudía y temblaba. Harry Sweeney se levantó. Se secó la cara, se secó el cuello. Cogió el sombrero, cogió la chaqueta. Metió la mano en el bolsillo, pagó al hombre en centavos. El hombre sonrió, el hombre hizo una reverencia. Harry Sweeney sonrió, Harry Sweeney hizo una reverencia. Húmedo y mojado, sacudiéndose y temblando. Harry Sweeney sacó los cigarrillos y Harry Sweeney encendió uno. Volvió por el callejón, dobló la esquina. Giró a la izquierda, torció por la avenida Z. Bajo el cielo encapotado, a la luz gris. Harry Sweeney anduvo por la avenida, Harry Sweeney pasó por delante de los postes de telégrafo. Los carteles aún en los postes, las palabras aún en los carteles. En japonés, en inglés: MUERTE A SHIMOYAMA. MUERTE A SHIMOYAMA. MUERTE. MUERTE. MUERTE A SHIMOYAMA. En cada poste, en cada cartel. Las palabras, las amenazas.

      MUERTE, MUERTE, MUERTE A SHIMOYAMA.

      Palabras y amenazas, ahora cumplidas.

      Harry Sweeney sudaba, Harry Sweeney tiritaba. En medio de la humedad, en medio del calor. Llegó al cruce de Hibiya, esperó en el cruce de Hibiya. En medio de la humedad, en medio del calor. Cerraba los ojos, abría los ojos. El parque negro y sus árboles, sus sombras e insectos. El foso estancado y su hedor, sus reflejos y espectros. Los coches que frenaban, los tranvías que paraban. Pitidos agudos y guantes blancos. Botas que andaban, pies que se movían. Harry Sweeney cruzó la avenida A, Harry Sweeney recorrió la calle Uno. En medio de la humedad, en medio del calor. Cerraba los ojos, abría los ojos. El palacio a su derecha, el parque a su izquierda. Sudaba aún, tiritaba aún. En medio de la humedad, en medio del calor. Se sacudía y temblaba, se sacudía y temblaba. En medio de la humedad y en medio del calor. Harry Sweeney llegó a Sakuradamon, Harry Sweeney cruzó la calle Uno. Cerraba los ojos, abría los ojos. Se encaminó a la jefatura del Departamento de Policía Metropolitana, vio a Susumu Toda esperando junto al coche. Susumu Toda apagó un cigarrillo, Susumu Toda se dirigió a él.

      —¿Has recibido mi mensaje, Harry? ¿Te has enterado de lo que dicen?

      Sudando aún, tiritando aún, pero sin sacudirse ni temblar ya, Harry Sweeney encendió otro cigarrillo, Harry Sweeney miró a Toda y Harry Sweeney dijo:

      —Hoy me he enterado de muchas cosas, Susumu. Vamos…

      En el edificio Dai-Ichi, en el cuarto piso, medio andando, medio corriendo, Harry Sweeney y Susumu Toda vieron al jefe Evans y oyeron su voz por el pasillo.

      —¡Maldita sea, otra vez tarde!

      —Lo siento, señor —se disculpó Harry Sweeney, respirando con dificultad, tratando de recobrar el aliento—. La reunión del Departamento de Policía Metropolitana acaba de terminar.

      —Espero por su bien que haya valido la pena —dijo el jefe Evans—. Ya llevan ahí dentro media hora. Al general Willoughby no le gusta que le hagan esperar.

      —Lo sé, señor. Lo siento, jefe.

      —Ahórrese las disculpas para el general —replicó el jefe Evans—. Serénese y vamos.

      —Estoy listo, señor.

      —Muy bien, pues adelante —dijo el jefe, llamando a la puerta de la habitación 525, la puerta del despacho del jefe adjunto del Estado Mayor, el G-2, la Comisión del Extremo Oriente y la Comandancia Suprema de las Potencias Aliadas—. Usted no, Toda. Usted espere aquí.

      —Sí, señor —asintió Susumu Toda—. Muy bien, señor.

      —Si le necesitamos, ya le avisaremos —dijo el jefe Evans, mientras abría la puerta de la habitación 525, hacía pasar a Harry Sweeney al despacho del jefe adjunto del Estado Mayor y anunciaba a los presentes—: El detective de policía Sweeney, señor. Viene directamente de una reunión en la jefatura de la Policía Metropolitana, señor.

      —Uno de nuestros mejores hombres, general —apuntó el coronel Pullman, sonriendo a Harry Sweeney.

      Harry Sweeney echó un vistazo a la habitación, tratando de captar bien la estancia, los hombres y sus rostros, los uniformes y sus medallas, que ahora miraban al hombre situado en la cabecera de la mesa: el general de división Charles A. Willoughby, Sir Charles en persona —cuyo nombre de nacimiento era Adolf Karl von Tscheppe und Weidenbach, también conocido como barón Von Willoughby—, objeto de numerosas burlas pero siempre a sus espaldas. Mano derecha de MacArthur, su «fascista favorito», el jefe de Inteligencia contaba con la confianza absoluta del comandante supremo y, por tanto, con carta blanca para hacer lo que le viniese en gana a quien quisiera.

      El general miró a Harry Sweeney de arriba abajo, sonrió y acto seguido, con un fuerte y marcado acento alemán a pesar de sus cuarenta años en el Ejército de Estados Unidos, dijo:

      —He oído hablar muy bien de usted, Sweeney. Muy bien.

      —Gracias, señor.

      —Pero no me lo imaginaba así, por lo que había oído. Tiene pinta de haber dormido en una cuneta, Sweeney. Parece que haya estado hurgando en la basura.

      —Sí, señor. Perdón, señor. Ha sido un largo…

      —Ahórrenos las excusas, Sweeney. Solo díganos lo que ha averiguado. En su cuneta, en su basura.

      —Sí, señor. La primera autopsia ha terminado a las diecisiete cero cero horas, señor, y la conclusión inicial es que Sadanori Shimoyama fue asesinado, señor.

      —Vaya, es una buena noticia —comentó el general—. Muy buena. Excelente, de hecho.

      —Señor…

      El general levantó una mano, un dedo, miró a Sweeney y luego alrededor de la mesa.

      —Por supuesto, el asesinato de ese hombre es una tragedia. Pero es un ultraje, y debemos convertir ese ultraje en una oportunidad. Hace solo dos días, en el discurso que pronunció el Cuatro de Julio, ¿no avisó nuestro comandante supremo de que el comunismo es un movimiento de bandolerismo internacional? ¿No avisó de que el comunismo siempre recurrirá al asesinato y la violencia para sembrar el caos y la agitación? ¿Y no se demostró que tenía razón al mismo día siguiente? ¡El brutal asesinato de ese hombre inocente demuestra a todo Japón y al mundo entero que el nihilismo y el terrorismo comunista no conocen la piedad, que no se detendrán ante nada para provocar su violenta revolución! ¡De modo que nosotros tampoco debemos mostrar piedad, ni debemos detenernos ante nada para aplastarlo! ¡Debemos responder a la fuerza con fuerza; debemos ilegalizar su partido, cerrar su periódico, detener a sus líderes y llevar a los asesinos de ese pobre hombre a la justicia, una justicia expeditiva e implacable! Sweeney….

      —¡Sí, señor!

      —Cuéntenos qué medidas se están tomando y qué progresos se están haciendo para dar caza a los asesinos comunistas.