David Peace

Tokio Redux


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policía considera que es el caso más importante de los últimos años y se está afanando por resolverlo. Como creen que debe de haber implicadas varias personas en el asesinato, han asignado el caso tanto a la Primera División de Investigación como a la Segunda. Ahora mismo están peinando los alrededores de los grandes almacenes Mitsukoshi, donde Shimoyama fue visto por última vez, y las inmediaciones de la escena del crimen. Esperan obtener pistas importantes en breve, señor.

      —En breve —dijo el general—. ¿Qué quiere decir «en breve», Sweeney? ¿Y ahora? ¿Y sospechosos? ¿Detenciones?

      —Señor, según fuentes del Departamento de Protección Civil dentro de la Junta de la Policía Metropolitana, la policía está investigando varias cartas de amenaza enviadas a Shimoyama y también al primer ministro Yoshida y su gabinete, y al jefe de policía Kita y el señor Katayama, el vicepresidente de los Ferrocarriles Nacionales. Todas las cartas se recibieron el Cuatro de Julio, y todas estaban firmadas por la Liga de la Hermandad de la Sangre de los Repatriados o la Liga de la Hermandad de la Sangre.

      —Coronel Batty, coronel Duffy —dijo el general, volviéndose para mirar al fondo de la mesa—. ¿Han oído hablar de esa, ejem, Liga de la Hermandad de la Sangre de los Repatriados?

      El coronel Batty negó con la cabeza, pero el coronel Duffy asintió y dijo:

      —General, señor, el Cuerpo de Contraespionaje está al tanto de esas cartas y de otras de carácter similar, pero todavía no disponemos de información sobre ese grupo concreto. Según nuestra inteligencia, al parecer antes de mandar las cartas en cuestión no tenían antecedentes. Pero seguimos investigando, señor.

      —General, señor —terció un hombre alto y delgado vestido con un traje oscuro de paisano bien cortado, sentado junto a la cabecera de la mesa, cerca del general—. Si se me permite intervenir…

      —Por favor —dijo el general, volviéndose para sonreír al hombre y añadir—: Por supuesto, Richard, adelante, por favor.

      —Hongō está en posesión de cierta información que podría ser de relevancia para el caso, señor.

      —Muy bien —dijo el general—. Continúe, por favor…

      —Bueno, señor —prosiguió el hombre, mirando al fondo de la mesa a Harry Sweeney, que se encontraba al pie de la misma—. Es una información de carácter un tanto confidencial, señor.

      El general asintió con la cabeza, echó un vistazo al fondo de la mesa a Harry Sweeney, miró fijamente al detective sentado al pie, asintió otra vez con la cabeza y dijo:

      —¿Tiene usted algo más, Sweeney?

      —No, señor. Por ahora no, señor.

      —Entonces puede marcharse, Sweeney.

      —Sí, señor. Gracias, señor —dijo Harry Sweeney, volviéndose hacia la puerta y dirigiéndose a la salida.

      —Una última cosa, Sweeney —apuntó el general Willoughby.

      Harry Sweeney se volvió hacia atrás en la puerta.

      —¿Sí, señor?

      —La próxima vez que comparezca ante mí, asegúrese de estar aseado y afeitado, de traer la ropa limpia y planchada, y los zapatos embetunados y brillantes. Pensará que es un civil, pero trabaja para la Comandancia Suprema de las Potencias Aliadas y representa a los Estados Unidos de América. ¿Está claro, Sweeney?

      —Sí, señor. Lo siento mucho, señor.

      —Ah, Sweeney.

      —¿Sí, señor?

      —La próxima vez que se presente ante mí, bien lavado y afeitado, limpio y planchado, embetunado y brillante, más vale que me traiga los nombres de los asesinos de Sadanori Shimoyama. ¿Está también claro eso, Sweeney?

      —Sí, señor. Está claro, señor.

      —Pues adelante, Sweeney. ¡A por ellos!

      No se detuvo a hablar con Susumu Toda, ni esperó afuera al jefe Evans. Se alejó de la habitación 525 por el pasillo. No esperó el ascensor y bajó por la escalera, los diez tramos de escaleras, y salió del edificio Dai-Ichi. Una vez fuera, dejó atrás el hotel Dai-Ichi y continuó hasta pasar por el hotel Imperial, luego siguió la vía y prosiguió hasta dejar atrás la estación, la estación de Shimbashi. Pasó por delante de las tiendas y atravesó el mercado, pasó por delante de los restaurantes y atravesó los puestos. Anduvo y anduvo, cruzó una puerta de dos hojas y subió otro tramo de escaleras, anduvo y anduvo, hasta que estuvo ante una mesa y oyó a Akira Senju decir:

      —¡Pero qué pinta traes, Harry! Parece que te haya atropellado un tren… ¡Perdón! Qué poco tacto por mi parte. Lo siento, Harry. Perdóname, por favor. Siéntate, siéntate…

      Harry Sweeney se sentó y se hundió en la silla situada enfrente del antiguo escritorio de palisandro de su lujoso y moderno despacho en lo alto de aquel deslumbrante nuevo edificio, aquel palacio de Shimbashi.

      Por segunda vez en veinticuatro horas, Akira Senju sonrió.

      —Como en los viejos tiempos, ¿verdad, Harry? Los buenos tiempos. Espero que me traigas buenas noticias, Harry. Como me las traías antes, en los viejos tiempos, los buenos tiempos.

      —¿Buenas noticias? —dijo Harry Sweeney.

      —¿Sobre cierta lista de nombres?

      Harry Sweeney metió la mano dentro de la chaqueta, palpó el trozo de papel doblado, aquella lista doblada de nombres, nombres formosanos y coreanos, y negó con la cabeza y contestó:

      —Lo siento.

      —No has tenido tiempo —dijo Akira Senju—. Claro que no. Lo entiendo, Harry. No es necesario disculparse entre amigos. Entre viejos amigos como nosotros, Harry. Tómate el tiempo que necesites, Harry. Pero, entonces, ¿a qué debo el placer de otra visita tuya, Harry? ¿Una copa, quizá?

      Harry Sweeney volvió a negar con la cabeza, se inclinó hacia delante en su silla y respondió:

      —Shimoyama…

      —Claro, claro —dijo Akira Senju, asintiendo con la cabeza y sonriendo a Harry Sweeney—. Ya me he enterado de la noticia. Un asunto terrible, terrible. Y no me gusta decirlo, Harry, pero ya te avisé; los presidentes suelen acabar asesinados.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza.

      —Sí, eso dijiste. Anoche estabas bastante seguro. Muy seguro, de hecho.

      —Bueno —replicó riendo Akira Senju—, no soy Nostradamus ni Sherlock Holmes. Era inevitable, era evidente. Solo tienes que andar por cualquier calle de la ciudad y leer los carteles pegados en los muros y los postes. Está ahí en negro sobre blanco, en rojo sobre blanco, en japonés y en inglés: ¡Muerte a Shimoyama!

      —Pudo haberse suicidado.

      —Sí, pudo haberse suicidado —convino Akira Senju, asintiendo con la cabeza, y a continuación sonrió y dijo—: Pero no lo hizo, ¿verdad, Harry?

      —Entonces, ¿ya te has enterado?

      —Tengo mis fuentes, Harry. Ya lo sabes.

      Harry Sweeney miró al otro lado del antiguo escritorio de palisandro, miró fijamente a Akira Senju sentado detrás de la mesa, en su trono, en su palacio en lo alto de su imperio, e inquirió:

      —¿De qué más te has enterado?

      —Ah, ya veo —dijo Akira Senju, asintiendo con la cabeza y sonriendo otra vez a Harry Sweeney—. ¿Así que sigues en el caso?

      —Sí. Por desgracia.

      —Ya lo creo —concedió Akira Senju—. Esto podría distraerte bastante, Harry. Podría impedirte hacer lo que se te da mejor. Esa lista, por ejemplo.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza, sonrió y dijo:

      —Exacto. Así que cualquier