David Peace

Tokio Redux


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      —Harry Sweeney.

      —Lo sé —dijo Gloria Wilson—. Somos vecinos.

      —No me diga.

      —Se lo digo —insistió Gloria Wilson riendo—. Usted vive en el cuarto, y yo en el tercero. En el edificio de la NYK.

      —Vaya, qué casualidad.

      —No tanta —repuso Gloria Wilson—. El mundo es un pañuelo, ¿no cree, señor Sweeney? Este mundo. Y todo es de Sir Charles. Nosotros somos sus hijos. Usted, yo y todos los demás que estamos aquí. Todos somos sus hijos, señor Sweeney.

      —Debería tener cuidado, señorita Wilson. Las paredes oyen. Al general podría no gustarle si se enterara de que habla de esa forma. Podría ofenderse.

      —Seguro que sí, señor Sweeney. Pero tampoco le gustaría el color de mi vestido, ¿verdad? Le ofendería. Es muy fácil ofenderlo. Pobre hombre.

      Harry Sweeney hizo un gesto con la cabeza a Joe el camarero.

      —Sírvele a la dama otra copa de lo que esté bebiendo, por favor, Joe.

      —Espero que no esté insinuando que soy una borrachina, señor Sweeney —dijo Gloria Wilson—. Porque no lo soy.

      Harry Sweeney negó con la cabeza.

      —En absoluto, señorita Wilson. En mi tierra se llama cortesía.

      —¿Y dónde está eso, señor Sweeney?

      —En Montana.

      —¿Billings? ¿Missoula? ¿Helena?

      —No.

      —¿Great Falls? ¿Butte?

      —No.

      —Me rindo, señor Sweeney. Usted gana.

      —No tanto —dijo Harry Sweeney—. Anaconda.

      —Debe de ser muy bonito. El Big Sky.

      —¿Nunca ha estado en Montana?

      —No, pero me encantaría ir.

      —¿Por qué dice eso?

      —Oh, por nada —contestó suspirando Gloria Wilson—. Por nada salvo que no es Muncie, Indiana, supongo.

      —¿Tan feo es Muncie, Indiana?

      —Sí —respondió riendo Gloria Wilson—. Así de feo.

      —¿Cuánto hace que se liberó de Muncie, Indiana?

      —Demasiado ya.

      —¿Demasiado? ¿Tiene ganas de volver?

      —No, señor Sweeney —dijo Gloria Wilson—. No tengo ganas de volver. A veces sueño que vuelvo a casa, a Muncie. Pero luego, cuando me despierto, cuando abro los ojos y echo un vistazo a mi habitación, me alegro mucho de no estar en Muncie. Me alivia mucho seguir aquí, en Tokio.

      —¿En el reino de Sir Charles?

      —Bueno, no se puede tener todo, ¿verdad, señor Sweeney? No sería justo.

      —Pero se siente culpable por no querer volver a casa.

      —¡Sí, lo reconozco, señor Sweeney! Me siento muy culpable.

      Harry Sweeney levantó despacio su vaso, con cuidado de no derramar el whisky.

      —Encantado de conocerla, señorita Wilson.

      Gloria Wilson alzó su vaso, lo entrechocó suavemente con el que sostenía Harry Sweeney y dijo:

      —Encantada de conocerlo, señor Sweeney.

      —Por que no estemos en Anaconda ni en Muncie —propuso Harry Sweeney, entrechocando otra vez los vasos, y acto seguido dejó el suyo con cuidado en la barra.

      —¡Brindo por ello! Pero ¿no se bebe su copa?

      —Últimamente solo miro.

      —¿Y ve mucha actividad? —dijo riendo Gloria Wilson.

      —Más de la que se imaginaría.

      —Pero ¿no le importa si me bebo la mía?

      —Me partiría el corazón si no lo hiciera, señorita Wilson.

      —Que no se diga, entonces —dijo Gloria Wilson. Bebió un sorbo de su vaso y luego otro—. Aunque solo sea para no partirle el corazón, señor Sweeney.

      —Es usted muy amable, señorita Wilson. Gracias.

      —La verdad es que no —repuso Gloria Wilson—. Pero gracias por decirlo. Y, por favor, llámeme Gloria, señor Sweeney.

      —Entonces llámame Harry, si no te importa.

      —No me importa en absoluto, Harry. Eres famoso.

      —¿Por qué, señorita Wilson? Perdón, Gloria.

      —Te estás haciendo el tonto, Harry Sweeney. Sabes perfectamente por qué. Has aparecido en los periódicos. Eres el hombre que está trincando a todas las bandas. Todo el mundo lo sabe.

      —No deberías creer todo lo que lees —dijo Harry Sweeney—. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas, Gloria? ¿En el tercer piso?

      —A nada tan emocionante ni glamuroso como tú, Harry —contestó riendo Gloria Wilson—. Soy una bibliotecaria del montón. Trabajo en la sección de historia. Mi vida es aburrida e insípida.

      —Lo dudo mucho —replicó Harry Sweeney—. Desde luego no he visto a ninguna bibliotecaria que vista como tú. Al menos en Montana.

      Gloria Wilson rio.

      —Tampoco en Muncie, Indiana. —Entonces señaló con la cabeza la partida de póker del rincón—. Pero hoy es una noche histórica.

      Harry Sweeney echó un vistazo al rincón y a los rostros de alrededor de la mesa. Tres estadounidenses y un japonés. Ninguno aplaudía ni reía. Ni entonaban las canciones; solo jugaban a las cartas. Harry Sweeney sonrió.

      —Parece un grupo encantador.

      —¿Me tomas el pelo? Es peor que la biblioteca. Pero mis amigos Don y Mary dijeron que se pasarían. Son muy divertidos, te caerán bien…

      Harry Sweeney volvió a sonreír. Harry Sweeney consultó su reloj. Acto seguido Harry Sweeney hizo otra señal con la cabeza a Joe el camarero mientras se levantaba.

      —Rellena el vaso a la dama y cárgalo en mi cuenta, ¿quieres, Joe?

      —No me digas que te vas —dijo Gloria Wilson.

      Harry Sweeney hizo una reverencia.

      —Tengo que volver al tajo. Pero me ha gustado mucho conocerte, Gloria.

      —Qué suerte, la mía —comentó riendo Gloria Wilson—. Cuando por fin tropiezo con alguien en esta ciudad dispuesto a invitar a una occidental y a ser amable, resulta que es un adicto al trabajo. Pero gracias, Harry Sweeney. Gracias. Ha sido un placer…

      Harry Sweeney sonrió.

      —Nos vemos, Gloria.

      —Puedes estar seguro. Pienso ir a buscarte…

      —Puedes intentarlo si quieres —dijo riendo Harry Sweeney, y a continuación se alejó de la mujer, la barra y la copa, y subió la escalera.

      Entregó el resguardo a la chica del guardarropa. La joven le dio el sombrero con una sonrisa y una reverencia. Harry Sweeney le devolvió la sonrisa y le dio las gracias. Cruzó el vestíbulo, salió por las puertas y se topó con una pareja: una mujer japonesa con un kimono y un hombre estadounidense de uniforme.

      —¡Será posible! —comentó riendo el teniente coronel Donald E. Channon—. No coincidimos en cuatro años y de repente nos vemos dos veces el mismo día. Ha encontrado ya a mi presidente, ¿verdad, señor Sweeney?

      —¿Su