Miguel Martinez

Comuneros


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como Santa Junta fueron las Cortes de la revolución comunera, observó con rapidez Manuel Azaña en un lúcido trabajo sobre el asunto. Así lo reflejaba el nombre oficial de la institución: Cortes y Junta General del Reino. El humanista Juan Maldonado aporta una teoría sobre la popularización del apelativo de Santa: «Reunidos en Ávila los procuradores de veinte ciudades más o menos, se sancionó en principio, mediante decreto, que la Junta se llamara Santa, por darle mayor dignidad y autoridad, debido a que, según los propios procuradores, había sido muy piadoso el haberse reunido para aliviar la pobreza de los desheredados [ad sublevandam miserorum inopiam]». El impulso político que late en la apuesta comunera se conjuga, y a veces compite, con la aspiración de justicia social del pueblo insurgente.36

      Desde principios del verano, antes del incendio de Medina, Toledo había convocado a las ciudades del reino a una reunión absolutamente ilegal en ausencia del rey, el único con capacidad de convocar Cortes. En Ávila, desde el 1 de agosto, se reunieron los procuradores de Toledo, Salamanca, Segovia, Toro y Zamora en la primera Junta comunera. Las deliberaciones habían comenzado y la restauración del buen gobierno pasaría por anular el servicio fiscal aprobado corruptamente en las Cortes de A Coruña, volver al viejo sistema del encabezamiento de la alcabala (es decir, estabilizar y retornar los ingresos del principal ingreso ordinario a la Hacienda pública), garantizar que los oficios se otorgaran a naturales, prohibir la salida de dinero del Tesoro y nombrar un gobernador castellano que sustituyera al cardenal Adriano. Estas medidas disfrutaban de un consenso casi absoluto en Castilla a pesar de lo exiguo de la representación ciudadana en la primera Junta. El ímpetu abiertamente revolucionario que fluía por abajo, sin embargo, no era unánime. Tras oír acerca del incendio de Medina, las ciudades de Valladolid, Zamora y León anunciaron que enviarían procuradores a la Junta de Ávila. Los diputados de las ciudades confederadas se eligieron en asambleas populares.37

      La Junta pronto se trasladaría a Tordesillas. La razón: Juana, madre de Carlos y reina legítima de Castilla junto con su hijo, residía en la ciudad del Duero en un régimen que algunos percibían como carcelario, gobernado por un marqués de Denia que hacía las veces de tutor. El ejército comunero, saliendo de la Medina calcinada, se dirigió directamente a Tordesillas para tener audiencia con la reina. El encuentro con Juana supone un espaldarazo a la causa comunera y un momento de gloria para su capitán: «Juan de Padilla —decía uno de sus enemigos— sueña que allí es un gran general de un grande ejército. Cercado de centuriones y tribunos, come y negocia».38

      Seguramente Juana no estaba tan loca como sus enemigos querían ni tan cuerda como les habría gustado a los comuneros. La relación entre la reina madre y los procuradores de la Junta estuvo marcada por la ambigüedad y la frustración. Por un lado, estar a su lado y ser sus custodios suponía un enorme capital político para el bando comunero. Por otro, a pesar de su cordialidad y una aparente buena sintonía, la reina se negó a firmar nada que sancionara la política revolucionaria de la nueva Junta de Tordesillas, convertida ya en órgano triunfante de la revolución en Castilla. «Si firmase su alteza —le escribe Adriano a Carlos—, sin duda todo el reino se perderá y saldrá de la real obediencia de vuestra majestad».39

      En realidad, la obediencia a Carlos, y su legitimidad sucesoria, estaban en el centro de varias disputas que tuvieron lugar durante las deliberaciones de la Junta. En Tordesillas se reunían los procuradores de trece de las dieciocho ciudades con voto en Cortes. Burgos se oponía frontalmente a considerar a Carlos un usurpador —como querían Segovia, Salamanca y Toledo— y consideraba que la Santa Junta debía apenas reiterar las justas demandas que se le habían presentado al monarca para que este, graciosamente, las atendiera. Para la mayoría de los junteros, sin embargo, la asamblea de las ciudades no era un órgano consultivo, sino el gobierno provisional de la revolución comunera y el legítimo del reino en ausencia de Carlos. El objetivo era «que las leyes de estos reinos y lo que se asentare e concertare en estas Cortes e Junta sea perpetua e indudablemente conservado e guardado».40

      A pesar de la firme oposición de Burgos, y menos consistentemente de Valladolid, la estrategia de la Junta estaba escalando. Frente al tira y afloja de la súplica, frente a la idea de la Santa Junta como unas Cortes simbólicas en ausencia del rey y compatibles con la autoridad del Consejo, avanza un proyecto en cierta medida constituyente: «Los fautores de alteraciones populares maquinan nuevas cosas: hablan de quitar al Consejo Real la autoridad, de crear nuevos magistrados y de cobrar ellos las rentas», resume Anglería desde los mismos salones donde residía tal Consejo.41

      La Junta, en efecto, estaba dando pasos decisivos para constituirse como única autoridad legítima de Castilla. Además de declararse como tal, los junteros iniciaron desde Tordesillas una agresiva campaña para acorralar en Valladolid al Consejo Real, privado de prácticamente todo margen de maniobra desde finales del verano de 1520. Los comuneros reclaman que varios oficiales del Consejo vayan a rendir cuentas por su gestión de los asuntos públicos durante los años del saqueo. Se envían cartas y mensajeros a Adriano para que ceda las insignias y los sellos del poder real. El último día de septiembre, el ejército de Padilla se apoderó de los sellos y los libros de contaduría. Ese mismo día los comuneros detienen a los consejeros que no habían huido de Valladolid —«Los amigos los pusieron sobre aviso de que la plebe había determinado asaltar sus casas aquella noche»—. Adriano y el resto de los que consiguieron escapar se dirigen a Medina de Rioseco, ciudad perteneciente al señorío del almirante de Castilla, y desde donde se dirigirá la guerra contra la Comunidad. «Yo —dice Anglería— quedo aquí, sin saber dónde dirigirme en medio de esta hoguera encendida».42

      La línea oficial de la Junta fue siempre más prudente que las masas plebeyas que la apoyaban. Pero su acción de gobierno y su músculo intelectual tienen un inconfundible sabor republicano. Las primeras provisiones tuvieron que ver con el saneamiento de las finanzas del reino: se trataba de ponderar la medida del saqueo y tratar en lo posible de remediarlo. La Junta quería que todos los miembros del Consejo Real hicieran rendición de cuentas sobre su gestión y sus bienes personales, pues «sus haciendas manifestaban sus culpas».43

      Una decidida operación anticorrupción acabó, por ejemplo, con la confiscación de 4000 ducados que el secretario Alcocer había hecho con la venta de cargos públicos. La Junta decretó además pena de muerte para quienes no denunciaran este tipo de tráfico teniendo conocimiento de él. Requisó libros de cuentas e inició una agresiva auditoría de las finanzas públicas, fiscalizando a todos y cada uno de los contables que podían haber tenido parte en el expolio sistemático del reino. Se formó una comisión para revisar cuidadosamente los libros de la contabilidad real. Cada uno de los oficiales diputados para llevar las cuentas era supervisado por varios procuradores. El licenciado Bernaldino, famoso abogado y uno de los principales letrados de la Junta, instruyó los procesos contra el pillaje de la administración carolina.44

      Las cuentas de la Junta se llevaron con pulcritud espartana y se establecieron mecanismos contra la corrupción. El primer contador mayor del gobierno comunero, el converso Íñigo López Coronel, fue fulminado del cargo tan pronto como se supo que había malversado para uso propio algunos fondos de la Junta. Las cuentas del ejército de Girón y Padilla fueron rigurosamente auditadas, como lo fueron los pagadores y otros oficiales encargados de llevar la contabilidad de la guerra. La camarilla flamenca y castellana del joven emperador había esquilmado el Tesoro, vendido cargos, enajenado rentas reales y cometido todo tipo de cohechos en el control del comercio de Indias. El recuerdo del saqueo flamenco del Tesoro público estaba demasiado fresco y había sido una de las principales causas del levantamiento. Para garantizar la legitimidad de la Santa Junta era fundamental controlar hasta el último maravedí. El fisco comunero, por otro lado, fue tan implacable con deudores y evasores como lo habría sido la propia Hacienda real.45

      La Junta sustituyó a los oficiales encargados de recoger las rentas reales en todas las ciudades que le debían lealtad. Las ciudades, por su parte, enviaron a la Junta fondos de la hacienda propia cuando se requirieron. Además, algunos impuestos de los que el órgano comunero se había ya apoderado, como los servicios y alcabalas de Toro, Zamora o Medina del Campo, proporcionaban alivio financiero. Las cuentas del tesorero de la Junta, Alonso de Cuéllar, también registran modestas aportaciones