eficazmente en los asuntos de gobierno. La revolución contaba con un pueblo organizado y con unos dirigentes comprometidos. El ejército estaba razonablemente financiado y gobernado por capitanes de enorme prestigio popular. Los grandes, que iban poco a poco tomando partido por lo que quedaba del poder monárquico, estaban escandalizados y a la defensiva. De hecho, tal vez la mejor manera de calibrar el éxito de la revolución durante el prometedor otoño de 1520 sea precisamente explorar el miedo de los dioses menores de Castilla, esos nobles encaramados a su particular cielo señorial que veían cómo les crecían los titanes bajo los pies.
Francisco López de Villalobos (1473-1549) había sido médico de cámara de Carlos de Austria, como lo había sido antes de su padre y de su abuelo. Sin embargo, cuando Carlos abandona España desde A Coruña, López de Villalobos es de los que permanecen en Castilla, muy cercano siempre al entorno de los nobles realistas y del Consejo. Fue un humanista gigantesco, de esa generación única de intelectuales conversos que cabalgaron el otoño de la Edad Media y el invierno de la primera modernidad. Tuvo muy mala lengua y una habilidad inigualable para navegar el laberinto de la corte. Sus cartas son obras maestras de la retórica familiar del poder y de la facecia cortesana. La persona que más de cerca conocía el cuerpo del joven emperador fue también testigo excepcional de la revolución comunera. López de Villalobos se hallaba en la corte vallisoletana cuando los miembros del Consejo tuvieron que huir de la ciudad, acorralados por los comuneros, en octubre de 1520. Las cartas que escribe desde Medina de Rioseco, sitiada por las tropas de Girón y de Acuña, se cuentan entre los más vivaces testimonios del poder comunero.
«Tenemos cobrado tan gran miedo a la Comunidad que no pensamos que anda por los caminos, sino que vuela su ejército por los aires y que es una alimaña encantada que traga los hombres vivos». El dragón comunero «ha traído los días pasados arrinconados los grandes en sus barreras». Resuena en estas palabras la literatura caballeresca que había multiplicado la imprenta por las ciudades castellanas, las historias de Amadís y Esplandián, con sus endriagos, sus encantamientos y sus ínsulas; un régimen narrativo hiperbólico que parece adecuado para dar cuenta de la dimensión del órdago comunero. El obispo Antonio de Acuña (1453-1526), que había emergido rápidamente como líder comunero de Zamora, era una especie de gigante que, como en la fábula de Alonso de Castrillo, se enfrenta a los nobles, dioses crepusculares de un Olimpo fortificado pero asediado por la llama comunera:
Trae la Santa Junta un obispo que sus hazañas son dinas de perpetua memoria. Dos días ha que no se desarma ni de día ni de noche y duerme una hora no más sobre un colchón puesto en el suelo, arrimada la cabeza al almete. Come las más veces caballero en un caballo saltador que trae. Ármase de tantas armas que el peso de ellas es incomportable. Ha combatido tres o cuatro fortalezas y él es el primero que llega a poner fuego a las puertas. Va entonces su excelentísima señoría debajo de un carro, y sobre el carro trillos o puertas […], pónese a gatas con todo el peso y ocupación de sus armas, tirando del carro más que cuatro hombres […]. Pone su fuego y después, por desviarse presto de la llama, toma el trillo a cuestas y así vestido en pontifical sale afuera y santigua la fortaleza con su artillería.46
Acuña, como veremos, fue un descomunal líder revolucionario. El obispo fue soldado antes y después de fraile. Sus discursos y sus acciones inflamaban a las bases comuneras. Una especie de Lenin togado, Trotsky del Renacimiento. Sus columnas recorrieron triunfantes los caminos de Castilla, prendiendo fuego a torres nobiliarias y requisando abundante parafernalia eclesiástica para financiar a la Junta. Pocos personajes llegan a alcanzar la dimensión mítica de este Robespierre zamorano que para los nobles castellanos representó una especie de Terror comunero. «Sobre todo temían —dice el cronista Juan Maldonado— las decisiones bruscas y precipitadas de Acuña y su incansable afán, que no permitía ningún tipo de seguridad y en todo momento y lugar le temían y les daba pavor». A diferencia de Girolamo Savonarola (1452-1498), el profeta dominico que había gobernado Florencia veinte años antes, Acuña tenía un ejército. Para Maquiavelo (1469-1527), cuidadoso analista de los hechos del primero, esta había sido la principal razón del fracaso de su populismo milenarista. El miedo en la corte castellana del emperador tenía, por tanto, profundas y poderosas razones.47
El doctor Villalobos ridiculiza las aspiraciones comuneras, pero tras la chanza se advierten los afectos y las ideas de los revolucionarios. Los curas que han tomado partido por la Comunidad sacuden al pueblo con sus sermones, en contra de los grandes, pero enaltecen a los caballeros, como Padilla, «que han olvidado sus casas y patrimonios por sostener y amparar los vuestros» y que «se ternán por muy dichosos en morir por la patria» y «por libertad común». La multitud, nos dice Villalobos, asiente fervorosa a la oratoria no tan sagrada de los curas comuneros. «Predican en los púlpitos y por las plazas el santo propósito de la Santa Junta». La redundancia respecto a la santidad de Junta es obviamente parte de la burla: «No sé cómo pueden ser santos todos juntos siendo cada uno de ellos hereje y traidor y ladrón y puto y cornudo y pobre, o en qué hallan que es santo el cuerpo que se compone de tan bellacos miembros». La arrogancia de Villalobos enciende la retórica de sus cartas en los momentos más tensos de la guerra en Castilla. Pero no son ni la soberbia ni la ira: es el miedo, como decía, el sentimiento que domina los círculos más íntimos del poder imperial.
El humor del médico —que recuerda a la imaginación grotesca que trabajaba por esos mismos años el gran novelista François Rabelais (c. 1490-1553)— condensa la situación política de Castilla con la siguiente escena. López de Villalobos posa como un antepasado de Sancho Panza, literalmente cagado de miedo, en una Medina de Rioseco asediada por las nuevas sobre el poder comunero. «La otra noche», dice,
andaba por la ronda en la ordenanza de un capitán y porque no le entendí cuando me dijo que calase la pica, llamome cabrón […]. Yo, señor, no tenía culpa, porque cuando él me dijo «cala esa pica», como no entiendo bien este lenguaje de guerra, en verdad que pensé que decía «caga esa pica». Y este ardid de guerra hiciéralo yo entonces de muy buena gana, porque tenía gran miedo; que nos habían dicho que a media legua llegaba ya todo el ejército de la Junta con tres culebrinas gruesas y un cañón pedrero y un obispo de Zamora y otros diez tiros medianos […]. Plugo a Dios que fue todo mentira y así escapamos aquella noche de tan gran peligro.
En Castilla, en la otoñada de 1520, el miedo estaba del lado de los imperiales. Tras la canícula revolucionaria, el órdago comunero amenazaba con cambiarlo todo. Y el reino era, en palabras de Anglería, «una hirviente olla popular».48
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