precisando, del panal de la Secretaría de Hacienda.
Abel era pintor por vocación. En su juventud había soñado cubrir muros inmensos con decorados multicolores, compactos y simbólicos, pero la lucha por la vida lo persuadió a abandonar el ensueño. Privado de su válvula de escape, trocó el aroma de oleosas pinturas por el olor picante del tequila, y cotidianamente, al salir de la oficina, acudía a ahogar sus fracasos en el líquido propicio. A veces el olvido tardaba en acudir, y Abel, a hurtadillas de las mojigatas hermanas, trasegaba a solas en el silencio de la noche, tequilas y habaneros que le permitían pasar por alto el incidente fastidioso de vivir.
Su salud, naturalmente, se alteró, y a los 46 años era Fernández sólo un recuerdo de lo que seguramente llamaron en Morelia un buen mozo. Comía poco y digería mal. Su carácter era una perpetua contradicción entre su forzada apatía y su natural fogosidad; condición que tenía como resultante periódica accesos de ira amarga o de agrio mal humor. Era la suya una naturaleza soñadora y rebelde asfixiada por la rutina que lo mismo podía llegar a anularse definitiva y paulatinamente, que estallar con violencia por insospechados caminos en un momento crítico.
Chupó un gajo de limón, echó sal en el dorso de su mano izquierda y se la llevó a los labios, apuró el tequila, arrojó unas monedas en el mostrador y salió de la cantina con paso firme y actitud indiferente. Cruzó con habilidad la calle en sentido diagonal y subió a viva fuerza a un camión de la línea General Anaya. Depositó un diez de níquel en la caja colectora y, dejándose llevar por la gente aglomerada, logró asirse de un grasiento barrote. Precaución inútil, porque dada la cantidad de pasajeros hacinados en el vehículo, difícilmente el burócrata perdería el equilibrio.
Aunque ello pareciera ya imposible, unas cuadras más allá treparon unos chamacos. Uno con unas maracas desportilladas y el otro con unos trozos de madera que pretendían ser una clave, se acompañaron la canción “Mi tormento”. Abel reconoció la melodía a pesar del canto desafinado, y entrecerró los ojos con el fin de huir de esa realidad prosaica, maloliente y ruidosa que lo envolvía y remontarse hasta un recuerdo dulce y doloroso a la vez.
Y yo no te he de olvidar
porque no puedo,
mejor me muero
que dejarte de amar.
Agradeció el concierto con un veinte de cobre y volvió a la actualidad. Trató de abrirse paso hasta la puerta de salida, gritó:
—¡Bajan, bajan! — y descendió por fin en una de las calles de San Antonio Abad.
***
Cuca y Trini, la una dando vueltas de la cocina al comedor, y la otra yendo y viniendo del comedor a la cocina, repetían como de costumbre sus lamentaciones ante el retraso de su hermano.
—Ya la comida se está resecando —se quejaba Cuca.
—¡Ay, Dios! —temía Trini— ¿no le habrá pasado algo?
—¡Qué le va a pasar! Se estará emborrachando.
—Pues eso es lo que me da miedo... Con este tráfico...
—Anda, qué te apuras. Lo que había de preocuparte es que se gaste el dinero en emborracharse.
—Pero hermana, ¡por Dios! Pobre Abel, si a veces toma...
—A veces... ¡Hum!... Todos los días.
—Pues aunque así fuera. Bastante hace el pobre con mantenernos. Que tome sus copitas, al fin y al cabo es hombre.
—Y a lo mejor no se limita a tomar. Quién sabe si tenga algún lío.
Y sin dar tiempo a Trini de asombrarse o de protestar, añadió Cuca:
—¿No te has fijado en la carta que le llegó hoy?
—¿Cuál carta?
—¡Ay, hermana, tú siempre estás en la luna!
Se dirigió Cuca a la salita modestamente amueblada con un ajuar de Viena y bejuco, adornada con imágenes religiosas, flores de papel y tres esferas azules. Tomó de la mesilla un sobre alargado color violeta y se lo mostró a Trini, quien se había apresurado a seguirla. Le dijo:
—Fíjate, es de una mujer.
—¿Y cómo sabes? —interrogó cándidamente Trini.
Cuca movió la cabeza con impaciencia, arrebató la carta a su hermana, la sacudió delante de sus narices y puesto el índice alargado e inquieto sobre la carta, explicó:
—Porque apesta a perfume y por estas letras elegantes.
—¿Son letras elegantes?
—Éstas, tonta —exclamó Cuca y le señaló un monograma.
—¡Ah! ¿Qué dice ahí?
—Son iniciales, parece una G y una L y luego una R o no sé qué. Ha de ser el nombre de una mujer elegante y rica. A lo mejor, casada.
—¡Dios nos favorezca! —se escandalizó Trini—. No digas barbaridades.
Cuca no quiso perder su tiempo en transmitir a su ingenua hermana toda la ciencia de la vida que ella había adquirido leyendo novelas y asistiendo al cine. Para ella, Abelito era un mustio, y mientras él hacía sabe Dios qué cosas, siempre las había tenido a ellas encerradas, aun en la época en que eran jóvenes y guapas. Cuca no ponía en duda que ella había sido muy guapa, y culpaba a su hermano de haberla privado de oportunidades para contraer matrimonio. Trini, por el contrario, se conformaba con la voluntad de Dios y, por lo demás, quería entrañablemente a su hermano.
—Oye, hermana —susurró Cuca—, ¿y si no le diéramos la carta a Abelito? Mira, a lo mejor es cosa mala y es nuestro deber impedirla.
Cuca se proponía leer a hurtadillas la carta. En su vida monótona cualquier incidente adquiría las proporciones de un suceso y una incontenible curiosidad la invadía; curiosidad que presumía fundadamente no sería satisfecha si la carta llegaba a manos de su hermano.
Trini, por su parte, comenzaba a debatirse en un dilema para ella terrible: el respeto hacia su hermano le ordenaba no inmiscuirse en sus asuntos, pero el temor de que le sobreviniera algún mal le aconsejaba apartar aquella misteriosa misiva de su camino.
Por fortuna, o por desgracia, el azar resolvió el problema. El ruido de una llave en la cerradura sobresaltó a las hermanas. Abel, al entrar, notó la confusión de Cuca y de Trini, y les preguntó bruscamente:
—¿Qué les pasa?
Trini, azorada, no acertó a responder. Cuca no logró esconder la carta a tiempo, comprendió que no tendría más remedio que entregarla porque ya su hermano la había notado y respondió de mala gana:
—Nada, nos asustaste.
—¿Qué es eso que tienes en la mano? —interrogó Abel.
—Una carta para ti —contestó Cuca.
Se la entregó y espió en el rostro de Abel la impresión que la misiva había de causarle.
Cuando la tuvo en sus manos y hubo leído el sobrescrito, Abel Fernández palideció ligeramente. Se disponía a abrirla, pero al darse cuenta de la actitud insolentemente curiosa de sus hermanas, la guardó en el bolsillo de su saco y se dirigió a su cuarto.
—¿No vienes a comer? —preguntó Trini tímidamente.
—No tengo hambre —gritó más que respondió Abel, y dando un fuerte portazo se encerró en su recámara.
Pobre y descolorida recámara, era aquella más semejante a un cuarto de hotel que a una alcoba hogareña. Únicamente en pequeños óleos y acuarelas colgados de cualquiera manera en la pared, poseía una nota personal.
Arrojó el maltratado sombrero en la cama y se apresuró a abrir la carta, no sin haberla acercado antes fervorosamente a su nariz y quizá también a sus labios.