otras personas de mi amistad.
Lo espero a usted el viernes próximo a las diecinueve horas.
Afectuosamente,
Georgina Llorente, viuda de Prado.
Se encaminó con paso inseguro a su ropero, tardó algunos segundos en hallar la llave para abrirlo y al fin extrajo de debajo de unos viejos pantalones una botella de tequila. La destapó, bebió un buen trago, la colocó en el buró sin taparla y volvió a leer la carta. Por tres veces más, se entregó a la doble ocupación de ingerir vino y de leer el mensaje perfumado. Por fin, tras colocarla suavemente bajo la almohada de funda raída pero limpísima, Abel se recostó y se puso a pensar.
Y yo no te he de olvidar
porque no puedo,
mejor me muero
que dejarte de amar.
Las palabras de la vieja canción martillaban su cerebro, pero no con la estridencia de las vocecillas que hacía apenas una hora la revivieran en su memoria, sino con la dulzura y viveza con que las oyó por primera vez hacía seis años.
Imposibilitado por su precaria situación económica y atado por el deber hacia sus hermanas, no se había casado. Allá en Morelia quedó la novia esperando inútilmente su regreso. Él la olvidaba en medio de mercenarios amoríos. En dos ocasiones su vida amorosa ascendió de las vulgares parrandas a la categoría de romance y aventura. Fueron las respectivas heroínas, una compañera de trabajo que terminó por asustarse ante la perspectiva de penuria entre dos cuñadas solteronas, y una señora casada que aplicaba la ley del Talión a su marido. Pero en todos esos casos permaneció fundamentalmente indiferente. Creíase invulnerable a los arrebatos de la pasión. Pero un día, conoció a Georgina.
Fue un encuentro casual. Abel vivía uno de sus días buenos y caminaba al atardecer por Madero. Delante de él vio a Georgina. Era ésta una mujer ya madura, pero guapa y llamativa. Vestía con una elegancia sin ostentación que a los ojos de un profano en materia de modas parecía modestia. Abel se decidió a seguirla. Ella, quizá con intención de evadirse del aburrimiento, se dignó a fijarse en su admirador. Abel, a los cuarenta años, no habiéndose convertido todavía en amigo inseparable del tequila, tenía regular apariencia.
Georgina aceptó la invitación de Abel, tomaron uno o dos cocteles en La Cucaracha y hablaron como si se conocieran de toda la vida. Es decir, habló Abel. Le confió a su nueva amiga sus sueños de artista, la aridez de su vida afectiva y sus problemas familiares. Georgina le pidió que decorara los corredores de una quinta que acababa de comprar en Coyoacán.
Abel accedió, aunque sentía vértigo ante el abismo económico que lo separaba de esa mujer que era ya el amor de su vida, y repartió gozoso su tiempo entre su arte que al fin era apreciado por alguien y la compañía de Georgina. ¡Cuántas veces, como por milagro, fueron al cine, a los cabarets! La última fue esa noche en el Copacabana, cuando, medio en serio, medio en broma, le dijo a Georgina que ella era “su tormento”.
Mujer al fin, ella se divertía con el cariño tímido de Abel y le permitía ciertas confianzas, pero sin complicar demasiado las cosas. La amistad entre ambos quedó rota el día en que Abel se permitió pedir a Georgina una prueba más concreta de su afecto. Ella le preguntó altivamente cuánto le debía por su trabajo.
Abel se revolvió en la cama, rechinó los dientes y se enterró las uñas en las manos al recordar el insulto y la repulsa. Ahora lo invitaba a su casa. La tentación era demasiado grande... Verla de nuevo, estar cerca de ella... Y también, olvidar por unos días la rutina del trabajo y la pesadez del ambiente familiar. Le demostraría a Georgina que no estaba herido, que no se acordaba de nada. Sí, iría a su casa.
Al día siguiente, ordenaría a Trini que le arreglara alguna ropa y que mandara sus trajes a la tintorería. Quizá tuviera que comprarse por lo menos dos camisas y dos o tres corbatas. Afortunadamente, acababan de descontarle el sexto abono de pensiones y se encontraba en aptitud de renovar el préstamo. 7852.83
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