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29. De los mismos autores, con idéntico título (Pugh, et al., 1969).
TEXTO ORIGINAL
CAPÍTULO III
HECHO Y VALOR EN LA TOMA DE DECISIONES
En el Capítulo I se señaló que toda decisión implica dos tipos de elementos, y se los llamó “fácticos” y “de valor”, respectivamente. Esta es una distinción que resulta esencial para la administración. Primero que nada, nos lleva a entender qué se quiere decir con una decisión administrativa “correcta”. En segundo lugar, aclara la diferenciación, que a menudo se realiza en la literatura, entre cuestiones de política y de administración. Estos importantes problemas serán tema del presente capítulo.
Para fundamentar la respuesta a estas cuestiones sobre primeros principios, sería necesario que este volumen sobre administración estuviera precedido por un tratado filosófico todavía más extenso. Las ideas necesarias ya están disponibles en la bibliografía sobre filosofía. Por ello, se admitirán como punto de partida las conclusiones a las que llega una escuela determinada de la filosofía moderna –el positivismo lógico– y se analizarán sus implicancias para la teoría de las decisiones. El lector que tenga interés en examinar el razonamiento sobre el cual se basan estas doctrinas podrá recurrir a las referencias bibliográficas indicadas en las notas al pie de este capítulo.
DISTINCIÓN ENTRE SIGNIFICADO FÁCTICO Y ÉTICO
Las proposiciones fácticas son afirmaciones sobre el mundo observable y la forma en que este opera. (1) En principio, es posible poner a prueba las proposiciones fácticas para determinar si son “verdaderas” o “falsas” –si lo que dicen acerca del mundo sucede realmente o no.
Las decisiones son algo más que proposiciones fácticas. Sin lugar a dudas, describen un estado de cosas a futuro, y esta descripción puede ser verdadera o falsa en un sentido estrictamente empírico; pero poseen, además, una calidad imperativa: seleccionan un estado de cosas a futuro con preferencia a otro y dirigen los comportamientos hacia la alternativa elegida. En suma, tienen un contenido “ético” además de fáctico.
La cuestión de si las decisiones pueden ser correctas o incorrectas se convierte, entonces, en la cuestión de si los términos éticos, como, por ejemplo, “deber ser”, “bueno” y “preferible”, tienen un significado puramente empírico. Una premisa fundamental de este estudio es que los términos éticos no se pueden transformar por completo en términos fácticos. De ninguna manera se intentará aquí demostrar en forma concluyente que esta opinión acerca de las proposiciones éticas es correcta; los positivistas lógicos y otras escuelas han justificado extensamente este punto. (2)
La argumentación, brevemente, es la siguiente: para determinar si una proposición es correcta, se la debe comparar directamente con la experiencia –con los hechos– o debe conducir por medio del razonamiento lógico a otras proposiciones que puedan ser comparadas con la experiencia. Pero no es posible derivar las proposiciones fácticas de las éticas por medio de ningún proceso de razonamiento, ni comparar las proposiciones éticas directamente con los hechos, dado que afirman “deberes” antes que hechos. Por lo tanto, no existe manera de comprobar en forma empírica o racional si una proposición ética es correcta.
Desde este punto de vista, si una oración declara que un determinado estado de cosas “debe ser”, o es “preferible” o “deseable”, entonces la oración cumple una función imperativa, y no es ni verdadera ni falsa, correcta ni incorrecta. Como las decisiones implican valoraciones de este tipo, no se pueden describir de manera objetiva como correctas ni como incorrectas.
La búsqueda de la piedra filosofal y la cuadratura del círculo no ha sido un pasatiempo más popular entre los filósofos que sus intentos por derivar afirmaciones éticas como consecuencia de otras puramente fácticas. Para mencionar un ejemplo relativamente moderno, Bentham definió el término “bueno” como “aquello que conduce a la felicidad” y definió “felicidad” en términos psicológicos. (3)
Luego consideró si un determinado estado de cosas conduce o no a la felicidad y, por lo tanto, al bien. Por supuesto, no se puede formular ninguna objeción contra este procedimiento: aquí se lo rechaza porque la palabra “bien” tal como la definió Bentham no puede cumplir con la función que se requiere de ella en ética: la de expresar una preferencia moral de una alternativa sobre otra. Mediante ese proceso, se podría concluir que la gente será más feliz en un conjunto de circunstancias que en otro, pero esto no prueba que “deban” ser más felices. La definición aristotélica –que algo es bueno para el hombre cuando lo acerca más íntimamente a su naturaleza esencial en tanto animal racional– (4) sufre la misma limitación.
Así, mediante una adecuada definición de la palabra “bueno” se pueden construir oraciones del tipo: “Tal estado de