no era seguro para él permanecer en la ciudad debido a las iras que había desatado en el marido ofendido, y esto fue lo que lo decidió a partir de Constantinopla.
Melania, después de escucharlo pacientemente, le aconsejó: «Prométeme ante el Señor que abrazarás la vida monástica, y aunque soy pecadora, pediré al Señor a fin de que te conceda un nuevo entusiasmo en tu vida». Y así, fiel a su propósito, el día de pascua, 9 de abril de 383, Evagrio tomó el hábito de manos de Rufino, pero no permaneció en Jerusalén sino que partió hacia las comunidades monásticas de las montañas de Nitria, en Egipto, ubicada a cincuenta kilómetros al sur de Alejandría. Como era una práctica corriente, pasó allí dos años, viviendo una vida de soledad mitigada, para luego “entrar al desierto” propiamente, dirigiéndose a las soledades de Kelia. Se trataba de una inmensa extensión de tierra arenosa, donde las celdas eran construcciones modestas, con dos ambientes —uno dedicado a la oración y otro que servía de comedor y dormitorio— y con un mobiliario escaso: una esterilla sobre la cual dormir y alguna silla.
La jornada del monje del desierto estaba dedicada enteramente al trabajo y a la oración. Se aplicaban, en su mayoría, a la cestería, aunque es probable que Evagrio haya hecho la tarea de copista debido a su cultura y conocimientos de la escritura. La oración consistía en lo que se llamaba μελέτη (melete), es decir, la recitación meditada y continua de párrafos tomados de la Escritura o de fórmulas improvisadas[8]. Había momentos del día en los cuales se hacía una plegaria más formal, equivalente a las horas canónicas y que Evagrio llama la “hora de la oración”.
La alimentación de los monjes era sumamente frugal. Hacían una sola comida al día, normalmente en la hora novena —las tres de la tarde— consistente principalmente en pan con sal y aceite. Fue esta la dieta de Evagrio según su biógrafo, quien asegura que durante su estancia de catorce años en el desierto no comió ninguna legumbre verde, ni frutas, ni pasas, ni carne y tampoco se bañó[9]. Un régimen tan estricto, sin ningún tipo de comida cocida, fue el que lo condujo a una dolorosa enfermedad estomacal que terminó con su vida.
El eremita permanecía durante toda la semana en su celda. El sábado por la tarde se reunían todos los monjes de Kelia para una comida en común y luego, la celebración de la liturgia o synaxis, que consistía en el rezo de las vísperas y, más tarde, los maitines, y culminaba al romper el alba del domingo con la celebración de la eucaristía[10].
La vida solitaria de los monjes, sin embargo, solía ser interrumpida por las visitas que se hacían entre ellos, ya sea para consolar o ayudar a un enfermo, o bien para recibir enseñanzas de un maestro. En el caso de Evagrio, hay certeza de que realizó numerosas visitas al monasterio de Sceté, ubicado a cuarenta kilómetros de Kelia, donde habitaba Macario el Grande quien, a su vez, había sido discípulo de Antonio y seguidor de las doctrinas de Orígenes. Evagrio consideraba a Macario como “su maestro” y a través de él se entronca con la tradición monástica más pura y antigua[11]. Y en el mismo desierto de Kelia, Evagrio profundizó también una estrecha amistad con quien era el único sacerdote de la comunidad, Macario el Alejandrino. Lo llama en numerosas ocasiones “el santo padre Macario” y se refiere a él siempre como hacia quien detenta la autoridad[12].
La condición de extranjero de Evagrio parece haber sido en algunas ocasiones motivo de una cierta aspereza en el trato con el resto de los monjes de Kelia, que no solamente veían en él a un extraño sino también a alguien que los aventajaba con creces en cultura[13]. Sin embargo, encontró en Amonio un amigo al que lo unía no sólo el afecto sino también el bagaje cultural. Es particularmente destacable que los dos eran profundos conocedores de la obra de Orígenes y de sus sucesores alejandrinos, a raíz seguramente de la relación que habían sostenido con Melania en Jerusalén, comprometida discípula origenista. En torno a ellos —Evagrio y Amonio—, se reunirá un pequeño grupo de seguidores, fieles a sus enseñanzas ascéticas y también a su orientación teológica. Y es a este círculo al que se unirá más tarde el mismo Paladio.
Evagrio Póntico murió en 399, a los cincuenta y cinco años, el día de la Epifanía y luego de haber comulgado en la iglesia[14].
I. EL TRATADO DE LAS RÉPLICAS
El libro consiste en ocho series de frases bíblicas destinadas a servir de armas para rechazar a los demonios en el momento de la tentación. Fue escrito por Evagrio a pedido de un monje llamado Lucio según se desprende por la carta que encabeza el tratado, y que sería el mismo Lucio que aparece en los Apophtegmata Patrum, es decir, Lucio de Ennaton[15]. Este pedido no resulta de ningún modo extraño puesto que, según relata la versión copta de la Vida de Evagrio de Paladio: «Él era de tal manera hospitalario que a su celda llegaban diariamente cinco o seis extranjeros, que venían de otras regiones para escuchar su doctrina, su inteligencia y su ascesis»[16].
A partir del hecho, entonces, que Evagrio era ya un personaje conocido y que se dirigían a él pidiendo su consejo monjes de otros monasterios es que, siguiendo a Bunge, podemos datar el Tratado de las réplicas en torno al año 390, es decir, nueve años antes de la muerte de su autor y nueve años después de su retiro al desierto egipcio, si seguimos la versión copta de su vida, o siete años según la versión griega[17].
El manuscrito más conocido lo titula «Un tratado de Evagrio sobre los ocho pensamientos», pero el mismo Evagrio, en la carta dedicatoria del libro al monje Lucio, se refiere a él utilizando el equivalente siríaco a la expresión griega antirrhetikós. De un modo similar es denominado en la Historia Láusica de Paladio (ἀντιρρητικὰ - antirrhétiká) y en la Historia Eclesiástica de Sócrates de Constantinopla (Αντιρρητικὸς - antirrhétikós)[18].
Pareciera entonces que el título más apropiado que puede asignársele es el de Antirrhetikós. Esta expresión griega hace referencia a una disputa en la que los contrincantes refutan o contradicen los argumentos del oponente, y por este motivo hemos preferido denominarlo en castellano Tratado de las réplicas. Replicar, en nuestra lengua, es instar o argüir contra el argumento que ofrece la persona con la que se discute. En el caso del escrito evagriano, los que aparecen en primer término son justamente los razonamientos que presenta el demonio a fin de convencer al monje de sus motivos, y es para discutir y desbaratar las razones diabólicas que se ofrecen los pasajes de la Escritura. Se trata, por tanto, de un tratado donde se listan las réplicas o refutaciones para cada uno de esos argumentos[19].
La obra de Evagrio Póntico cayó bajo las condenas origenistas pronunciadas por el segundo concilio de Constantinopla en 553 lo que trajo como consecuencia que desapareciera su lectura en el ámbito ortodoxo. Sin embargo, muchas de ellas continuaron en circulación bajo el nombre de otro autor, principalmente san Nilo de Ancira, y otras se conservarían en aquellas iglesias que ya no estaban en comunión con la sede romana, como la jacobita y la armenia. Fue este el caso del Antirrhetikós, cuyo original griego no se conserva pero sí poseemos las versiones siríaca y armenia, ambas publicadas a comienzos del siglo XX[20]. Frankenberg, editor del texto siríaco, realizó también una retroversión griega. Contamos, además, con una versión inglesa de David Brakke y una italiana de Valerio Lazzeri[21].
II. LA PRÁCTICA ANTIRRHÉTIKA
La práctica antirrhétika consistía en el arte de rechazar tentaciones específicas con textos bíblicos apropiados[22]. Es decir, se utilizaban párrafos de las Escrituras para atacar a cada uno de los logismoi o pensamientos malvados contra los cuales el monje debía luchar. También podía utilizarse para rechazar las tendencias pecaminosas que habitaban en el interior de la persona, obtener el consuelo del alma en el momento de la tentación y el recuerdo de las virtudes opuestas a los logismoi[23]. La condición para que fuera efectiva es que debía aplicarse inmediatamente después de la aparición de la tentación y de ese modo «…los pensamientos sucios no permanecerán en nosotros, […] manchando al alma y sumergiendo al alma en la muerte del pecado»[24]. La necesidad de la prontitud en repeler el ataque de los demonios se justificaba en un texto del libro del Eclesiastés (8,11) que dice: «Que no se ejecute en seguida la sentencia de la conducta del malvado, con lo que el corazón de los humanos se llena de ganas de hacer el mal».