Juan Luis Lorda Iñarra

Invitación a la fe


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historias de los patriarcas, con ese sorprendente y hermoso prólogo que es la creación del mundo, definen el origen del pueblo hebreo, basado en la Alianza con Dios, con sus tres grandes promesas: será un pueblo numeroso, recibirá la tierra prometida, y en él serán bendecidas todas las naciones.

      El Génesis termina con la bonita historia de José, uno de los doce hijos de Jacob, que es vendido por sus hermanos como esclavo. Lo llevan a Egipto y allí, por lo mucho que vale, consigue llegar a ser un gran administrador que goza de la plena confianza del faraón. El hambre llevará a que acudan a él los mismos hermanos que le habían vendido. Y así la descendencia de los patriarcas se traslada a Egipto, con sus familias, sus criados y sus ganados. Un centenar de personas o quizá más.

      El Génesis, primer libro de la Biblia, acaba aquí. Todo esto es como la historia más antigua, las viejas tradiciones que quedan muy atrás en el tiempo. El siguiente libro de la Biblia, el Éxodo, empieza mucho después. Han pasado varios siglos y estamos hacia el siglo XIII o XIV antes de Cristo. La situación ha cambiado. La descendencia ha crecido hasta formar un pueblo. Y ya no gozan del favor de los egipcios, por miedo a ese aumento. Por eso el faraón quiere esclavizarlo y reducirlo. Son tiempos duros.

      Entonces Dios suscita un gran líder para liberar al pueblo. Es Moisés. Su historia es hermosa y vale la pena leerla en ese segundo libro de la Biblia que se llama Éxodo, porque trata de Israel que sale de Egipto.

      Moisés recibe el encargo de sacar a Israel de Egipto y conducirlo a la tierra prometida. Convence al faraón. Anima y organiza al pueblo, lo conduce por el desierto y obtiene un gran triunfo, al pasar el Mar Rojo, sobre los egipcios que les persiguen. Pero para que se vea cómo hace Dios las cosas, resulta que Moisés era tartamudo. Para explicarse, le ayuda su hermano, Aarón, que será nombrado sacerdote principal y origen de la casta sacerdotal de Israel.

      Moisés condujo al pueblo por el desierto hasta el monte que da nombre a la península, el Sinaí. Allí renovó solemnemente la Alianza del pueblo con Dios, entre manifestaciones espectaculares. Y recibió las leyes morales (los Diez Mandamientos) y las prescripciones para el culto. Construyeron una gran tienda o tabernáculo que en adelante será el lugar de Dios en medio de su pueblo. Cuando Moisés iba allí salía con el rostro encendido. Después condujo al pueblo hasta la frontera de la tierra prometida.

      Moisés es una personalidad fascinante, la segunda figura fundacional, después de Abraham. Hombre fiel a Dios y guía de Israel. El libro del Éxodo recuerda que “hablaba con Dios cara a cara como habla un hombre con su amigo” (Ex 33, 11-13). Y el último libro del Pentateuco, Deuteronomio, que resume todo, lamenta que “no ha vuelto a surgir un guía semejante en Israel que hable con Dios cara a cara” (Dt 34,10). Será Jesucristo.

      El libro del Éxodo con sus etapas: salir de la esclavitud, cruzar el Mar Rojo, peregrinar por el desierto, encontrarse con Dios y entrar en la tierra prometida, es también una parábola de la vida humana. Los judíos celebran la salida de Egipto en la fiesta de la Pascua. Pero ese día resucitó Jesucristo. La Iglesia celebra la Pascua recordando la liberación del pecado y la renovación del cristiano en Cristo resucitado.

      Después del Pentateuco, los libros siguientes de la Biblia, el de los Jueces, el de Josué y los libros de los Reyes cuentan la conquista de la tierra prometida y el establecimiento del Reino de Israel, con su capital en Jerusalén y su templo. Es una historia larga, con avances y retrocesos importantes. Al principio, el pueblo de Israel es gobernado por líderes religiosos que Dios hace surgir: se les llama Jueces. Pero, por la insistencia del pueblo, que quiere parecerse a sus vecinos, Dios les elige un rey. Primero, Saúl. Después, cuando falla Saúl, David.

      David es el origen de la monarquía israelita y el rey modelo. La tercera gran figura de la Biblia, después de Abraham, padre del pueblo, y de Moisés, guía de la liberación. Sin olvidarse de Adán, que queda atrás, como origen de la humanidad junto con Eva.

      David es el Rey que conquista la ciudad santa, Jerusalén que, desde entonces, será la capital del pueblo de la Alianza y el lugar principal de la presencia de Dios en la tierra. Era un hombre enamorado de la gloria de Dios, que compone hermosas alabanzas y oraciones, el núcleo del libro de los Salmos. Él mismo los tocaba y cantaba danzando. También era un hombre de contrastes y grandes pecados que tiene que purgar. Grandeza y miseria.

      Recibe la profecía que de su descendencia saldrá un gran Rey. Será Jesucristo. En referencia a Adán, Jesucristo es el origen de la nueva humanidad. En referencia a Abraham, el origen del nuevo pueblo de la Alianza, pero no por la herencia de la carne, sino del Espíritu Santo. En referencia a Moisés, el guía que saca al pueblo del pecado, y lo lleva a la tierra prometida. Y en referencia a David, el Rey del nuevo Reino, que no será un reino de este mundo, como Cristo mismo explica a Pilato (Jn 18, 36).

      El hijo de David, Salomón, al ser elegido Rey, pide a Dios sabiduría. Y Dios se la concede. A él le tocó construir el hermoso templo en Jerusalén. Ya se han cumplido materialmente las promesas. Hay un pueblo, una tierra prometida, con su capital, la ciudad santa de Jerusalén y su templo, centro del culto. Está todo, pero todavía es demasiado humano. El propio Salomón cae en pecado y viola la alianza porque da culto a otros dioses, impulsado por sus mujeres.

      Desde entonces, la historia de Israel se parece a la de otros pueblos: intrigas de palacio, divisiones, violencias, rebeliones, guerras con los vecinos. Pero siempre hay algo peculiar: la Alianza. Para recordarla y hacerla respetar, Dios suscita unos personajes peculiares, que se llaman los profetas.

      Hoy profeta significa en castellano el que adivina el futuro. Pero en la Biblia significa el que habla de parte de Dios. Recriminan a los reyes y al pueblo por sus pecados y desviaciones y les invitan a la conversión; interpretan las desgracias históricas de Israel como castigo por su infidelidad. También les traen aliento y consuelo en sus desgracias.

      Y empiezan a anunciar la venida de un Mesías, salvador de Israel y la renovación de la Alianza con Dios, con un cambio del corazón. Dios pondrá directamente su Ley en los corazones, al dar su Espíritu. Y así cumplirán la ley. Las promesas de renovación se concentran en el anuncio misterioso de un Mesías, ungido por el Espíritu de Dios, Siervo obediente de Dios para cumplir sus designios, rey descendiente de David y guía del pueblo como Moisés.

      El tercer grupo de libros de la Biblia está formado por los salmos y los libros sapienciales. El libro de los Salmos reúne la poética religiosa de Israel. En su mayoría son alabanzas y también quejas que se dirigen a Dios. En principio, estaban compuestos para ser cantados, pero no sabemos cómo se cantaban. El núcleo original es un grupo de Salmos que, según la tradición de Israel, vienen del Rey David.

      Lo bonito de los Salmos es que expresan los sentimientos del ser humano cuando se pone delante de Dios. De un Dios que es creador, justo y bueno. Son tan auténticos que, todavía hoy, a pesar de la distancia histórica, una persona puede usarlos para expresar sus sentimientos. En los himnos de gloria y alabanza, se agradece a Dios la creación del mundo y sus maravillas. En los salmos penitenciales, se pide perdón a Dios por los propios pecados. Y en los salmos de queja y petición de ayuda, se lamenta uno por los males que padece, que, a veces le parecen incomprensibles.

      Una persona que quiere ser honrada y fiel a Dios también experimenta la contradicción interior y el fracaso o la persecución. Y esto nos prueba mucho porque nos sentimos desamparados en el mundo. El mismo Cristo expresó este sentimiento cuando desde la cruz se queja: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Son palabras tremendas del salmo 22, que Cristo recita desde la cruz. Y muere con las palabras de otro salmo: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 31,6).

      La Iglesia usa constantemente los salmos para su oración. Y los monjes y monjas y religiosos y sacerdotes y muchos cristianos los recitamos diariamente en la oración oficial de la Iglesia, que se llama Liturgia de las Horas y que se reparte a lo largo del día. Laudes, por la mañana. Vísperas por la tarde. Al cabo de un mes se recitan todos los salmos de la Biblia.

      Hay también libros sapienciales, porque tratan de la