el fogón y pronto las teteras estaban otra vez hirviendo. Preparábamos el mate para tomar unos «amargos» y nuestra mamá nos daba chocolate caliente. A mí me gustaba calentar también unos mvltrvn (como conté, panes tradicionales de trigo molido en piedra, llamados «catutos» en castellano) y unos pocos millokiñ bolitos de arvejas o porotos
Nos poníamos los guantes de lana y nos echábamos en los bolsillos unas piedras que habían sido calentadas en el rescoldo del fogón. Mi mamá me dice que aun así –al finalizar la faena– nos entrábamos a la casa llorando de frío, pero yo creo que debe haber sido más bien una táctica nuestra para obtener una ración extra de chocolate caliente. En el sitio de cada invierno, delante del jardín, dábamos inicio a la tarea de juntar la nieve con una especie de rastrillo que consistía en una tabla de regular tamaño a la que en un extremo se le había hecho un agujero para allí pasar una vara que oficiaba de mango
La nieve que amontonábamos la íbamos golpeando con pequeñas paletas de madera, hasta que nuestro padre se sumaba a la tarea, golpeando entusiastamente con una gran pala. Hacíamos tres rodados, de distintos tamaños: uno para la base, otro para la parte intermedia –la panza– y otro más pequeño para la cabeza. Casi siempre eran dos «monos», un niño y un adulto, que decorábamos con carbón (los ojos), madera (la nariz) y piedras (boca, orejas y ombligo); también una tira de género en la cabeza, a modo de trarilonko cintillo de lana o de plata en el atuendo tradicional, y bufanda. Coronado, no siempre, con un sombrero o chupalla
Dependiendo del hielo, de nuevas nevazones y de la lluvia, nuestras esculturas duraban diez a quince días. Para nuestros familiares y vecinos en la comunidad esos «monos» se transformaron en una especie de visión, a la que venían a tocar y a sonreír. Cuando empezaban a derretirse los volvíamos a apretar con las manos hasta que al fin se tornaban transparentes y –como todo en el círculo de la vida– finalmente se hacían parte de la tierra, escurriéndose entre el pasto desde donde los habíamos tomado para darles forma. Y nos dejaban algo de tristeza y mucho de esperanza, pues –con la ayuda de nuestros padres– esperábamos despertar a sus espíritus el invierno siguiente
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En la Casa Azul, en la que ahora escribo estos recuerdos, nacimos los cinco hermanos Chihuailaf Nahuelpán. Los días de lluvia solíamos jugar en el mirador del segundo piso o en un rincón del amplio comedor del primer piso, en el que a veces mi padre se reunía con sus hermanos y hermanas: Antonio, agricultor y presidente de la organización mapuche «Unión Araucana»; Jacinta, vlkantufe poeta, tejedora de hilos y palabras; Alberto, profesor y director de la escuela de Kechurewe; Andrés, profesor en la Escuela Nº 1, en Temuco; Laura, profesora en una comunidad camino a Vilcún; Ricardo, jefe de tasadores en Impuestos Internos, en Temuco; María, ñiminkafe tejedora y agricultora. A los que se agregaba mi madre y algún invitado o invitada que se encontrara de visita (familiares o amistades venidos desde Villarrica, Loncoche, Temuco, Valparaíso o Santiago)
Como mi padre, todos mis tíos y tías fueron monolingües del mapuzugun y tuvieron que aprender castellano, aunque el mayor y el menor, Antonio y Ricardo, nunca lograron una pronunciación del todo correcta. Eran múltiples las anécdotas que se contaban, pero ellos nunca se molestaron por eso, diría que –muy por el contrario– lo disfrutaban como niños; sobre todo tío Antonio, que era el más mutro. Él –con el reiterado consejo de sus padres y cuando sus hermanos menores aún no obtenían sus títulos de profesores primarios– asumió que había que acceder al sistema del invasor porque «las familias crecen, pero las tierras no estiran» y algunos / algunas tenían que ir a los pueblos y a las ciudades y quedarse un tiempo allí o quizás para siempre. Al fin y al cabo esas poblaciones fueron instaladas sobre nuestro territorio, decían
Mi abuelo, en permanente diálogo con sus hijos respecto de esas disquisiciones, en su condición de Lonko, reunió –dicen– a su comunidad, conversó con ella (estaban también ahí sus hijos, futuros profesores), y poco tiempo después comunicó su visionaria decisión: como ya no éramos un país independiente, había que construir una escuela, y una vez edificada formar una comisión que acompañaría a su Werken Mensajero, su hijo Antonio, a hacer los trámites –en Temuco y en Santiago– para oficializar la idea. Consecuentemente, donó el terreno para que se construyera ahí la primera escuelita de Kechurewe. En la misma escuela en la que nuestro tío Antonio ofició de primer profesor. Moisés, un joven chileno que fue uno de sus alumnos, ahora ya «adulto mayor», le contó a su hija Cecilia que aprendió de su maestro que «el Tierra es rezondo como un fola»
En el comedor –que ocupaba toda la mitad longitudinal de la casa– había una salamandra (estufa a leña), una mesa de madera, extendible, con diez sillas; dos sillones individuales y uno para tres personas, y una larga y angosta banqueta de madera; un aparador con vitrina de vidrio; un escritorio; dos sostenedores de madera, redondos, en los que mi mamá y mi abuelita ponían maceteros con flores. Y una mesita sobre la que estaba la victrola con cuatro o cinco sobres, cada uno de los cuales contenía varios discos de acetato: valses, rancheras y corridos mexicanos, foxtrot, cuecas, sevillanas, jazz y otros. Entre ellos había algunos que me llamaban mucho la atención: uno de la cantante lírica Rayén Quitral; uno de la hermosa morena Ester Soré, la «negra linda» (apelativo que –me parece– da cuenta del racismo de la burguesía chilena); y los dos discos que el Trío Nahuelpangui grabó para la famosa casa disquera RCA Víctor
El Trío Nahuelpangui estaba formado por Efraín Nahuelpán (primera voz; sus instrumentos eran el kultrun y la pifillka), y Armando y José Nahuelpán (segunda y tercera voces; sus instrumentos eran las guitarras). Estos músicos fueron innovadores en la música mapuche y chilena. En los años sesenta / setenta se sumaron a la gira de «Chile ríe y canta» que dirigía René Largo Farías; conciertos en los que participaban Rolando Alarcón, el grupo Cuncumén (con Víctor Jara), Quilapayún, entre otros. Su canción «Kuri Wentru» –autoría de Efraín Nahuelpán– fue incluida en el segundo volumen de «Chile ríe y canta», junto con temas de Violeta Parra y de Ángel Parra, de Sofanor Tobar y de Rolando Alarcón (cantada por Quilapayún), entre los que recuerdo. Sus creaciones fueron interpretadas también por músicos chilenos, como su canción «Wecha Kona», que fue recreada por la Orquesta y Coro de Vicente Bianchi, quien –como se sabe– ha sido reconocido por su musicalización de poemas de Pablo Neruda
Las canciones del Trío Nahuelpangui (Efraín es hermano de mi madre, y Armando y José sus primos) son parte de la memoria de nuestra gente, que suele corear sus «mapuchinas», sus canciones basadas en los ritmos de nuestras danzas tradicionales: purun, mazatun y choykepurun
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También con mi abuelo compartimos muchas noches a la intemperie. Largos silencios, largos relatos que nos hablaban del origen de la gente nuestra, del Primer Espíritu Mapuche arrojado desde el Azul. De las almas que colgaban en el infinito, como estrellas. Nos enseñaba los caminos del cielo, sus ríos, sus señales. Cada primavera lo veía portando flores en sus orejas y en la solapa de su vestón, o caminando descalzo sobre el rocío de la mañana. También lo recuerdo cabalgando bajo la lluvia torrencial de un invierno entre bosques enormes. Era un hombre delgado y firme…
¿Kiñe pichipvtremtun, Malle? / ¿Una fumadita, Malle?, le decíamos a nuestro abuelito cuando hacía una pausa en su conversación y aspiraba su cachimba (su pipa) o su boquilla. Él tenía la costumbre de invitar sobre todo a Carlitos y a mí, sus dos nietos menores, a mirar las estrellas. Uno a cada lado, sentado sobre una larga basa de pellín: a veces en la que estaba delante del huerto, otras veces en la que estaba delante del jardín. La ceremonia comenzaba con su parsimonioso preparativo del tabaco para la cachimba de piedra o de liar el pitillo para la boquilla de madera que él mismo había tallado. Cuando su elegida era la boquilla, desde el bolsillo de su vestón sacaba el diminuto cuadernillo de papel que compraba a los vendedores que solían pasar cargando dos grandes cestas, una en cada brazo, llenas de las más diversas mercaderías: condimentos, yerba «argentina», espejos, piedra lumbre, fósforos, velas, peinetas, azul (producto para despercudir la ropa blanca), hojas de afeitar, etcétera. Los vendedores venían desde Cunco o desde Las Hortensias, los dos pueblitos más cercanos a nuestra comunidad
Nuestro