Charles Dickens

Grandes Esperanzas


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cómo lees “Gargery”, Joe? —le pregunté, con modesta expresión de superioridad.

      —De ninguna manera.

      —Pero supongamos que lo leyeras.

      —No puede suponerse —replicó Joe—. Sin embargo, me gusta mucho leer. —¿De veras?

      —Mucho. Dame un buen libro o un buen periódico, déjame que me siente ante el fuego y soy hombre feliz. ¡Dios mío! —añadió después de frotarse las rodillas—. Cuando se encuentra una “J” y una “O”, y comprende uno que aquello dice “Joe”, se da cuenta de lo interesante que es la lectura.

      Por estas palabras comprendí que la instrucción de Joe estaba aún en la infancia. Y, hablando del mismo asunto, le pregunté:

      —Cuando eras pequeño como yo, Joe, ¿fuiste a la escuela? —No, Pip.

      —Y ¿por qué no fuiste a la escuela cuando tenías mi edad?

      —Pues ya verás, Pip —contestó Joe empuñando el hierro con que solía atizar el fuego cuando estaba pensativo—. Voy a decírtelo. Mi padre, Pip, se había dado a la bebida y cuando estaba borracho, le pegaba a mi madre con la mayor crueldad. Ésta era la única ocasión en que movía los brazos, pues no le gustaba trabajar. Debo añadir que también se ejercitaba en mí, pegándome con un vigor que habría estado mucho mejor aplicado para golpear el hierro con el martillo. ¿Me comprendes, Pip?

      —Sí, Joe.

      —A consecuencia de eso, mi madre y yo nos escapamos varias veces de la casa de mi padre. Luego mi madre fue a trabajar, y solía decirme: “Ahora, Joe, si Dios quiere, podrás ir a la escuela, hijo mío”. Y quería llevarme a la escuela. Pero mi padre, en el fondo, tenía muy buen corazón y no podía vivir sin nosotros. Por eso vino a la casa en que vivíamos y armó tal escándalo en la puerta que no tuvimos más remedio que irnos a vivir con él. Pero luego, en cuanto nos tuvo otra vez en casa, volvió a pegarnos. Y ésta fue la causa, Pip —terminó Joe, dejando de remover las brasas y mirándome—, de que mi instrucción esté un poco atrasada.

      No había duda alguna de ello, pobre Joe.

      —Sin embargo, Pip —añadió Joe revolviendo las brasas—, si he de hacer justicia a mi padre, he de confesar que tenía muy buen corazón, ¿no te parece?

      Yo no lo comprendía así, pero me guardé muy bien de decírselo.

      —En fin —añadió Joe—. Alguien debe cuidar de que hierva la olla, porque sola no se pone por sí misma al fuego y llena de comida. ¿No te parece?

      Yo estuve conforme con esta opinión.

      —Por esta razón, mi padre no se opuso a que yo empezara a trabajar. Así, pues, tomé el oficio que ahora tengo, y que también era el suyo, aunque nunca lo hubiera practicado.

      —Y trabajé bastante, Pip, te lo aseguro. Al cabo de algún tiempo ya estuve en situación de mantenerlo, y continué manteniéndolo hasta que se murió de un ataque de perlesía. Y tuve la intención de hacer grabar sobre su tumba: “Acuérdate, lector, de que tenía muy buen corazón”.

      Joe recitó esta frase con tan manifiesto orgullo y satisfacción que le pregunté si la había compuesto él.

      —Sí —me contestó—. Yo mismo. La hice en un momento, y tan de prisa como cuando se quita de un golpe la herradura vieja de un caballo. Y he de confesarte que me sorprendió que se me hubiera ocurrido y apenas podía creer que fuera cosa mía. Según te decía, Pip, tenía la intención de hacer grabar estas palabras en su tumba, pero como eso cuesta mucho dinero, no pude realizar mi intento. Además, todo lo que hubiera podido ahorrar lo necesitaba mi madre. La pobre tenía muy mala salud y estaba muy quebrantada. No tardó mucho, la pobrecilla, en seguir a mi padre, y muy pronto pudo gozar del descanso. Los ojos de Joe se habían humedecido, y se los frotó con el extremo redondeado del hierro con que atizaba el fuego.

      —Entonces me quedé solo —añadió Joe—. Vivía aquí sin compañía de nadie, y en aquellos días conocí a tu hermana. Y puedo asegurarte, Pip —dijo mirándome con firmeza, como si de antemano estuviera convencido de que yo no sería de su opinión—, que tu hermana es una mujer ideal.

      Yo no pude hacer más que mirar al fuego, pues sentía las mayores dudas acerca de la justicia de tal aserto.

      —Cualesquiera que sean las opiniones de la familia o del mundo acerca de este asunto, vuelvo a asegurarte, Pip —dijo Joe golpeando con la mano la barra de hierro al pronunciar cada palabra—, que... tu... hermana... es... una... mujer... ideal.

      Yo no pude decir más que:

      —Me alegro mucho de que así lo creas, Joe.

      —También me alegro yo —replicó—. Y estoy satisfecho de pensar así. ¿Qué me importa que tenga la cara roja o un hueso más o menos?

      Yo observé sagazmente que si esto no significaba nada para él, ¿a quién podría importarle?

      —No hay duda —asintió Joe—. Eso es. Tienes razón, muchacho. Cuando conocí a tu hermana se hablaba de que ésta te criaba “a mano”. La gente le alababa mucho por esta causa, y yo con los demás. Y en cuanto a ti —añadió Joe como animándose a decir algo muy desagradable—, si hubieras podido ver cuán pequeño, flaco y flojo eras, no habrías tenido muy buena opinión de ti mismo.

      Como estas palabras no me gustaron, le dije:

      —No hay por qué ocuparse de lo que yo era, Joe.

      —Pero yo sí que me ocupaba, Pip —contestó con tierna sencillez—. Cuando ofrecí a tu hermana casarme con ella, y a su vez se manifestó dispuesta a casarse conmigo y a venir a vivir a la fragua, le dije: “Tráete también al pobrecito niño, Dios lo bendiga.” Y añadí: “En la fragua habrá sitio para él.”

      Yo me eché a llorar y empecé a pedirle perdón, arrojándome a su cuello. Joe me abrazó diciendo:

      —Somos muy buenos amigos, ¿no es verdad, Pip? Pero no llores, muchacho. Cuando pasó esta escena emocionante, Joe continuó diciendo:

      —En fin, Pip, que aquí estamos. Ahora, lo que conviene es que me enseñes algo, Pip, aunque debo advertirte de antemano que soy muy duro de mollera, mucho. Además, es preciso que la señora Joe no se entere de lo que hacemos. Tú me enseñarás sin que lo sepa nadie. Y ¿por qué este secreto? Voy a decírtelo, Pip.

      Empuñaba otra vez el hierro con el que se servía para atizar el fuego y sin el cual me figuro que no habría podido seguir adelante en su demostración.

      —Tu hermana está entregada al gobierno.

      —¿Entregada al gobierno, Joe?

      Me sobresalté por haber tenido una idea vaga, y debo confesar que también cierta esperanza de que Joe se había divorciado de mi hermana en favor de los Lores del Almirantazgo o del Tesoro.

      —Sí, entregada al gobierno —replicó Joe—. Con lo cual quiero decir al gobierno de ti y de mí mismo.

      —¡Oh!

      —Y como no es aficionada a tener alumnos en la casa —cóntinuó Joe —, y en particular no le gustaría que yo me convirtiera en estudiante, por temor a que luego quisiera tener más autoridad que ella, conviene ocultárselo. En una palabra, temería que me convirtiera en una especie de rebelde. ¿Comprendes?

      Yo iba a replicar con una pregunta, y ya había empezado a articular un “¿Por qué...?”, cuando Joe me interrumpió:

      —Espera un poco. Sé perfectamente lo que vas a decir, Pip. Espera un poco. No puedo negar que tu hermana se ha convertido en una especie de rey absoluto para ti y para mí. Y eso desde hace mucho tiempo. Tampoco puedo negar que nos maltrata bastante en los momentos en que se pone furiosa — Joe pronunció