Charles Dickens

Grandes Esperanzas


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      Joe me ofreció más salsa, pero yo temí aceptarla.

      —Todo eso ha significado para usted muchas molestias, señora —dijo la señora Hubble, compadeciéndose de mi hermana.

      —¿Molestias? —repitió ésta—. ¿Molestias?

      Y luego empezó a enunciar un tremendo catálogo de todas las enfermedades de que yo era culpable y de todos los insomnios que ella había sufrido por mi causa; enumeró todos los altos lugares de los que me caí y las profundidades a que me despeñé, así como también todos los males que me causé a mí mismo y todas las veces que ella me deseó la tumba adonde yo, con la mayor contumacia, me negué a ir.

      Creo que los romanos se debieron de exasperar unos a otros a causa de sus narices. Quizá por esto fueron el pueblo más intranquilo que se ha conocido. Pero sea lo que fuere, la nariz romana del señor Wopsle me irritó de tal manera durante el relato de mis fechorías, que sentí el deseo de tirarle de ella hasta hacerlo aullar. Pero lo que había tenido que aguantar hasta entonces no fue nada en comparación con las espantosas sensaciones que se apoderaron de mí cuando se interrumpió la pausa que siguió al relato de mi hermana, y durante la cual todos me miraron, mientras yo me sentía dolorosamente culpable, con la mayor indignación y execración.

      —Y, sin embargo —dijo el señor Pumblechook conduciendo suavemente a sus compañeros de mesa al tema del cual se habían desviado—, el cerdo, considerado como carne, es muy sabroso, ¿no es verdad?

      —Tome usted un poco de aguardiente, tío —dijo mi hermana.

      ¡Dios mío! Por fin había llegado. Ahora observarían que el aguardiente estaba aguado, y en tal caso podía darme por perdido. Con ambas manos me agarré con fuerza a la pata de la mesa, por debajo del mantel, y esperé mi destino.

      Mi hermana salió en busca de la botella de piedra, volvió con ella y sirvió una copa de aguardiente, pues nadie más quiso beber licor. El desgraciado, bromeando con la copita, la tomó, la miró al trasluz y la volvió a dejar sobre la mesa, prolongando mi ansiedad.

      Mientras tanto, la señora Joe y su marido desocupaban activamente la mesa para servir el pastel y el pudín.

      Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Siempre agarrado con las manos y los pies a la pata de la mesa, vi que el desgraciado tomaba, jugando, la copita, sonreía, echaba la cabeza hacia atrás y se bebía el aguardiente. En aquel momento, todos los invitados se quedaron consternados al observar que el tío Plumblechook se ponía de pie de un salto, daba varias vueltas tosiendo y bailando, al mismo tiempo y echaba a correr hacia la puerta; entonces fue visible a través de la ventana, saltando violentamente, expectorando y haciendo horribles muecas, como si estuviera loco.

      Continué agarrado, mientras la señora Joe y su marido acudían a él. Ignoraba cómo pude hacerlo, pero sin duda alguna le había asesinado. En mi espantosa situación me sirvió de alivio ver que lo traían otra vez a la cocina y que él, mirando a los demás como si lo hubieran contradecido, se dejaba caer en la silla exclamando:

      —¡Alquitrán!

      Yo había acabado de llenar la botella con el jarro lleno de agua de alquitrán. Estaba persuadido de que a cada momento se encontraría peor, y, como un médium de los actuales tiempos, llegué a mover la mesa gracias al vigor con que estaba agarrado a ella.

      —¿Alquitrán? —exclamó mi hermana, en el colmo del asombro—. ¿Cómo puede haber ido a parar el alquitrán dentro de la botella?

      Pero el tío Plumblechook, quien en aquella cocina era omnipotente, no quiso oír tal palabra ni hablar más del asunto. Hizo un gesto imperioso con la mano para darlo por olvidado y pidió que le sirvieran agua caliente y ginebra. Mi hermana, que se había puesto meditabunda de un modo alarmante, tuvo que ir en busca de la ginebra, del agua caliente, del azúcar y de las pieles de limón, y en cuanto lo tuvo todo lo mezcló convenientemente. Por lo menos, de momento, yo estaba salvado; pero seguía agarrado a la pata de la mesa, aunque entonces movido por la gratitud. Poco a poco me calmé lo bastante como para soltar la mesa y comer el pudín

      que me sirvieron. El señor Plumblechook también comió de él, y lo mismo hicieron los demás. Terminado, el señor Pumblechook empezó a mostrarse satisfecho bajo la influencia maravillosa de la ginebra y del agua. Yo empezaba a pensar que podría salvarme aquel día, cuando mi hermana ordenó a Joe:

      —Trae platos limpios y fríos.

      Nuevamente me agarré a la pata de la mesa y oprimí contra ella mi pecho, como si el mueble hubiera sido el compañero de mi juventud y mi amigo del alma. Preveía lo que iba a suceder y comprendí que ya no había remedio para mí.

      —Quiero que prueben ustedes —dijo mi hermana, dirigiéndose amablemente a sus invitados—, quiero que prueben, para terminar, un regalo delicioso del tío Pumblechook.

      ¡Dios mío! Ya podían perder toda esperanza de probarlo.

      — Tengan en cuenta —añadió mi hermana levantándose— que se trata de un pastel. Un sabroso pastel de cerdo.

      Los comensales murmuraron algunas palabras de agradecimiento, y el tío Pumblechook, satisfecho por haber merecido bien del prójimo, dijo con demasiada vivacidad, habida cuenta del estado de las cosas:

      —En fin, señora Joe, nos esforzaremos un poco. Regálenos una raja de ese pastel. Mi hermana salió a buscarlo, y oí sus pasos cuando se dirigía a la despensa. Vi cómo el señor Pumblechook tomaba el cuchillo, y observé en la romana nariz del señor Wopsle un movimiento indicador de que volvía a despertarse su apetito. Oí que el señor Hubble hacía notar que un poquito de sabroso pastel de cerdo les sentaría muy bien sobre todo lo demás y no haría daño alguno. También Joe me prometió que me darían un poco. No sé, con seguridad, si di un grito de terror mental o corporalmente, de modo que pudieran oírlo mis compañeros de mesa, pero lo cierto es que no me sentí con fuerzas para soportar aquella situación y me dispuse a echar a correr. Por eso solté la pata de la mesa y emprendí la fuga.

      Pero no llegué más allá de la puerta de la casa, porque fui a dar de cabeza con un grupo de soldados armados, uno de los cuales tendía hacia mí unas esposas diciendo:

      —Ya que estás aquí, ven.

      Capítulo V

      La aparición de un grupo de soldados que golpeaban el umbral de la puerta de la casa con las culatas de sus armas de fuego fue bastante para que los invitados se levantaran de la mesa en la mayor confusión y para que la señora Joe, quien regresaba a la cocina con las manos vacías, muy extrañada, se quedara con los ojos extraordinariamente abiertos al exclamar:

      —¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado... con el... pastel?

      El sargento y yo estábamos ya en la cocina cuando la señora Joe se dirigía esta pregunta, y en aquella crisis recobré en parte el uso de mis sentidos.

      El sargento fue quien me había hablado, pero ahora miraba a los comensales como si les ofreciera las esposas con la mano derecha, en tanto que apoyaba la izquierda en mi hombro.

      —Les ruego que me perdonen, señoras y caballeros —dijo el sargento—, pero, como ya he dicho a este joven en la puerta —en lo cual mentía—, estoy realizando una investigación en nombre del rey y necesito al herrero.

      —¿Qué quiere usted de él? —preguntó mi hermana, resentida de que alguien necesitara a su marido.

      —Señora —replicó el galante sargento—, si hablara por mi propia cuenta, contestaría que deseo el honor y el placer de conocer a su distinguida esposa; pero como hablo en nombre del rey, he de decir que lo necesito para que haga un pequeño trabajo.

      Tal explicación por parte del sargento fue recibida con el mayor agrado, y hasta el señor Pumblechook expresó su aprobación.

      —Fíjese,