igual que sucedía en otros países beligerantes.
Entre los «elementos dudosos» que había que detener de manera preventiva figuraban, en primer lugar, los responsables políticos de los partidos políticos de oposición que todavía se encontraban en libertad. El 15 de agosto de 1918 Lenin y Dzerzhinski firmaron la orden de arresto de los principales dirigentes del partido menchevique —Martov, Dan, Potressov, Goldman—, cuya prensa ya había sido reducida al silencio y cuyos representantes habían sido expulsados de los soviets9.
Para los dirigentes bolcheviques, las fronteras entre las distintas categorías de opositores estaban completamente borradas, en una guerra civil, que, según explicaban ellos, tenía sus propias leyes.
«La guerra civil no conoce leyes escritas», escribía en Izvestia, el 23 de agosto de 1918, Latsis, uno de los principales colaboradores de Dzerzhinski. «La guerra capitalista tiene sus leyes escritas (…) pero la guerra civil tiene sus propias leyes. (…) No solo hay que destruir las fuerzas activas del enemigo sino demostrar que cualquiera que levante la espada contra el sistema de clases que existe perecerá por la espada. Tales son las reglas que la burguesía ha observado siempre en las guerras civiles que ha desencadenado contra el proletariado. (…) Todavía no hemos asimilado de manera suficiente estas reglas. Se mata a los nuestros por centenares y por miles. Ejecutamos a los suyos uno por uno, después de largas deliberaciones ante comisiones y tribunales. En la guerra civil no hay tribunales para el enemigo. Es una lucha a muerte. Si no matas, te matarán. ¡Por lo tanto mata, si no quieres que te maten!»10.
El 30 de agosto de 1918, dos atentados, uno dirigido contra M. S. Uritski, jefe de la cheka de Petrogrado, y el otro contra Lenin, tranquilizaron a los dirigentes bolcheviques en la idea de que una verdadera conjura amenazaba su propia existencia. En realidad, estos dos atentados no tenían ninguna relación entre sí. El primero había sido cometido, dentro de la más pura tradición del terrorismo revolucionario populista, por un joven estudiante deseoso de vengar a un oficial amigo ejecutado algunos días antes por la cheka de Petrogrado. En cuanto al segundo, dirigido contra Lenin, atribuido durante mucho tiempo a Fanny Kaplan, una militante cercana a los medios anarquistas y socialista-revolucionarios, detenida en el momento y ejecutada tres días después de los hechos, parece hoy en día que fue resultado de una provocación organizada por la cheka, que se escapó de las manos de sus instigadores11. El Gobierno bolchevique imputó inmediatamente estos atentados a los «socialistas-revolucionarios de derechas, lacayos del imperialismo francés e inglés». A partir del día siguiente, los artículos de prensa y las declaraciones oficiales llevaron a cabo un llamamiento para incrementar el terror:
«Trabajadores», señalaba Pravda el 31 de agosto de 1918, «ha llegado la hora de aniquilar a la burguesía, de lo contrario seréis aniquilados por ella. Las ciudades deben ser implacablemente limpiadas de toda la putrefacción burguesa. Todos estos señores serán fichados y aquellos que representen un peligro para la causa revolucionaria exterminados. (…) ¡El himno de la clase obrera será un canto de odio y de venganza!»12.
El mismo día, Dzerzhinski y su adjunto Peters redactaron un «llamamiento a la clase obrera» de un tenor semejante: «¡Que la clase obrera aplaste, mediante un terror masivo, a la hidra de la contrarrevolución! ¡Que los enemigos de la clase obrera sepan que todo individuo detenido en posesión ilícita de un arma será ejecutado en el mismo terreno, que todo individuo que se atreva a realizar la menor propaganda contra el régimen soviético será inmediatamente detenido y encerrado en un campo de concentración!».
Impreso en Izvestia el 3 de septiembre, este llamamiento fue seguido, al día siguiente, por la publicación de una instrucción enviada por N. Petrovski, comisario del pueblo para el Interior, a todos los soviets. Petrovski se quejaba del hecho de que a pesar de la «represión de masas» ejercida por los enemigos del régimen contra las «masas laboriosas» el terror rojo tardaba en dejarse sentir:
Ya es hora de poner fin a toda esta blandura y a este sentimentalismo. Todos los socialistas-revolucionarios de derechas deben de ser inmediatamente detenidos. Hay que capturar un número considerable de rehenes entre la burguesía y los oficiales. A la menor resistencia, hay que recurrir a ejecuciones masivas. Los comités ejecutivos de provincias deben demostrar la iniciativa en este terreno. Las chekas y otras milicias, identificar y detener a todos los sospechosos y ejecutar inmediatamente a todos los que se hayan involucrado en actividades contrarrevolucionarias. (…) Los responsables de los comités ejecutivos deben informar inmediatamente al comisariado del pueblo para el Interior de toda blandura e indecisión por parte de los soviets locales. (…) Ninguna debilidad, ninguna duda puede ser tolerada en la realización del terror de masas13.
Este telegrama, señal oficial del terror rojo en gran escala, refuta la argumentación desarrollada a posteriori por Dzerzhinski y Peters según la cual, el terror rojo, expresión de la indignación general y espontánea de las masas contra los atentados del 30 de agosto de 1918, se inició sin la menor directriz del «centro». En verdad, el terror rojo fue el resultado natural de un odio casi abstracto que alimentaban la mayoría de los dirigentes bolcheviques hacia los «opresores» que estaban dispuestos a liquidar, pero no de manera individual, sino «como clase». En sus recuerdos, el dirigente menchevique Rafael Abramovich recuerda una conversación muy reveladora que tuvo en agosto de 1917 con Feliks Dzerzhinski, el futuro jefe de la Cheka:
—Abramovich, ¿te acuerdas del discurso de Lasalle sobre la esencia de una constitución?
—Por supuesto.
—Decía que toda constitución está determinada por la relación de las fuerzas sociales en un país y en un momento dados. Me pregunto cómo podía cambiar esa correlación entre lo político y lo social.
—Pues bien, mediante los diversos procesos de evolución económica y política, mediante la emergencia de nuevas formas económicas, el ascenso de ciertas clases sociales, etc., todas esas cosa que tú conoces perfectamente, Feliks.
—Sí, ¿pero no se podría cambiar radicalmente esa correlación?, ¿por ejemplo, mediante la sumisión o el exterminio de algunas clases de la sociedad?14
Una crueldad de este tipo, fría, calculada, cínica, fruto de una lógica implacable de «guerra de clases», llevada hasta su extremo, era compartida por numerosos bolcheviques. En septiembre de 1918, uno de los principales dirigentes bolcheviques, Grigori Zinoviev, declaró: «Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados»15.
El 5 de septiembre, el Gobierno soviético legalizó el terror en virtud del famoso decreto «Sobre el Terror Rojo»: «En la situación actual, resulta absolutamente vital reforzar a la Cheka (…), proteger la República soviética contra sus enemigos de clase aislando a estos en campos de concentración, fusilar en el mismo lugar a todo individuo relacionado con organizaciones de guardias blancos, conjuras, insurrecciones o tumultos, publicar los nombres de los individuos fusilados, dando las razones por las que han sido pasados por las armas»16. Como reconoció a continuación Dzerzhinski, «los textos de los días 3 y 5 de septiembre de 1918 nos atribuían finalmente de manera legal aquello contra lo que incluso algunos camaradas del partido habían protestado hasta entonces, el derecho de acabar sobre el terreno, sin tener que informar a nadie, con la canalla contrarrevolucionaria».
En una circular interna fechada el 17 de septiembre, Dzerzhinski invitó a todas las chekas locales a «acelerar los procedimientos y a terminar, es decir, a liquidar, los asuntos en suspenso»17. Las «liquidaciones» habían, de hecho, empezado el 31 de agosto. El 3 de septiembre Izvestia informó que más de quinientos rehenes habían sido ejecutados por la cheka local de Petrogrado en el curso de los días anteriores. Según una fuente chekista, ochocientas personas había sido ejecutadas en el curso del mes de septiembre de 1918 en Petrogrado. Esta cifra está calculada considerablemente a la baja. Un testigo de los acontecimientos relataba los detalles siguientes: «En Petrogrado, una enumeración superficial da un resultado de mil trescientas ejecuciones. (…) Los bolcheviques