Andrzej Paczkowski

El libro negro del comunismo


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      Tzvetan Todorov proporciona una primera respuesta para esta paradoja: «El habitante de una democracia occidental desearía creer que el totalitarismo es completamente ajeno a las aspiraciones humanas normales. Ahora bien, si así hubiera sido el totalitarismo no se habría mantenido durante tanto tiempo ni habría arrastrado a tanto individuos en pos de sí. Por el contrario, es una máquina de una eficacia impresionante. La ideología comunista propone la imagen de una sociedad mejor y nos impulsa a aspirar a ella: ¿acaso no es parte integrante de la identidad humana el deseo de transformar el mundo en nombre de un ideal? (…) Además, la sociedad comunista priva al individuo de sus responsabilidades: son siempre “ellos” los que deciden. Ahora bien, la responsabilidad es un fardo que a menudo resulta pesado de llevar (…) La atracción ejercida por el sistema totalitario, experimentada inconscientemente por individuos muy numerosos, procede de cierto temor hacia la libertad y la responsabilidad, lo que explica la popularidad de todos los regímenes autoritarios (esa es la tesis de Erich Fromm en El miedo a la libertad). Existe una “servidumbre voluntaria” decía ya La Boétie»17.

      La complicidad de aquellos que se han entregado a la servidumbre voluntaria no ha sido ni es siempre abstracta y teórica. El sencillo acto de aceptar y/o esparcir una propaganda destinada a ocultar la verdad evidenciaba y evidencia siempre complicidad activa. Porque la publicidad es el único medio —aunque no sea siempre eficaz como puso de manifiesto la tragedia de Ruanda— de combatir los crímenes en masa cometidos en secreto, al abrigo de las miradas indiscretas.

      El análisis de esta realidad central del fenómeno comunista en el poder —dictadura y terror— no resulta fácil. Jean Ellenstein ha definido el fenómeno estalinista como una mezcla de tiranía griega y de despotismo oriental. La fórmula resulta seductora pero no tiene en cuenta el carácter moderno de esta experiencia y su alcance totalitario distinto del que encontramos en las formas de dictadura anteriormente conocidas. Un examen comparativo rápido permitirá que se la sitúe mejor.

      En primer lugar se podría hacer referencia a la tradición rusa de opresión. Los bolcheviques combatieron el régimen de terror del zar que, no obstante, fue apenas una sombra de los horrores del bolchevismo en el poder. El zar enviaba a los prisioneros políticos ante una justicia verdadera; y la defensa podía expresarse tanto, o incluso más, que la acusación y utilizar como testigo a una opinión pública nacional inexistente en un régimen comunista y sobre todo a la opinión pública internacional. Los presos y los condenados se beneficiaban de una reglamento de prisiones y el régimen de confinamiento o incluso de deportación era relativamente suave. Los deportados podían marchar con su familia, leer y escribir lo que les pareciera, cazar, pescar y encontrarse en los momentos de ocio con sus compañeros de «infortunio». Lenin y Stalin lo pudieron experimentar personalmente. Incluso Los recuerdos de la casa de los muertos de Dostoyevski, que tanto sobrecogieron a la opinión pública al ser publicados, parecen bastante anodinos cuando se procede a compararlos con los horrores del comunismo. Ciertamente hubo en la Rusia de los años 1880-1914 tumultos e insurrecciones reprimidas duramente por un sistema político arcaico. Sin embargo, de 1825 a 1917, el número total de personas condenadas a muerte en Rusia por sus opiniones o su acción política fue de 6.360, de las que 3.932 fueron ejecutadas —191 de 1825 a 1905 y 3.741 de 1906 a 1910—, cifra que ya había sido superada por los bolcheviques en marzo de 1918, después de estar en el poder solamente cuatro meses. El balance de la represión zarista no tiene, por lo tanto, punto de comparación con el del terror comunista.

      En los años veinte a cuarenta el comunismo estigmatizó violentamente el terror practicado por los regímenes fascistas. Un examen rápido de las cifras muestra, también en este caso, que las cosas no son tan sencillas. El fascismo italiano, el primero en actuar y que abiertamente se reivindicó como «totalitario», ciertamente encarceló y a menudo maltrató a sus adversarios políticos. Sin embargo, rara vez llegó hasta el asesinato y, por lo menos durante los años treinta, Italia contaba con algunos centenares de presos políticos y varios centenares de confinati —internados en residencia vigilada en las islas— y, es cierto, decenas de miles de exiliados políticos.

      Hasta la guerra, el terror nazi apuntó hacia algunos grupos. Los opositores al régimen —principalmente comunistas, socialistas, anarquistas, algunos sindicalistas— fueron reprimidos de manera abierta, encarcelados en prisiones y sobre todo internados en campos de concentración, sometidos a severas vejaciones. En total, de 1933 a 1939, alrededor de 20.000 militantes de izquierdas fueron asesinados después de ser juzgados o sin ser juzgados en los campos de concentración y las prisiones. Esto sin mencionar los ajustes de cuentas internas del nazismo como la «Noche de los cuchillos largos» en junio de 1934. Otra categoría de víctimas destinada a la muerte fueron los alemanes de los que se consideraba que no correspondían a los criterios raciales del «gran ario rubio»: enfermos mentales, minusválidos, ancianos. Hitler decidió pasar a la acción aprovechando la guerra: 70.000 alemanes fueron víctimas de un programa de eutanasia mediante el gaseamiento entre el final de 1939 y el inicio de 1941, hasta que las Iglesias elevaron sus protestas y el programa fue detenido. Los métodos de gaseamiento puestos entonces a punto fueron aplicados al tercer grupo de víctimas, los judíos.

      Hasta que se produjo el estallido de la guerra, las medidas de exclusión relacionadas con ellos fueron generalizadas, pero su persecución llegó a su apogeo durante la «Noche de los cristales rotos»18 con varios centenares de muertos y 35.000 detenciones en campos de concentración. Hasta que comenzó la guerra, y sobre todo a partir del ataque contra la URSS, no se produjo un desencadenamiento del terror nazi cuyo balance resumido es el siguiente: 15 millones de civiles muertos en los países ocupados; 5,1 millones de judíos; 3,3 millones de prisioneros de guerra soviéticos; 1,1 millón de deportados muertos en los campos, varios centenares de miles de gitanos. A estas víctimas se añadieron 8 millones de personas condenadas a trabajos forzados y 1,6 millones de detenidos en campos de concentración que no fallecieron.

      El terror nazi ha sobrecogido las mentes por tres razones. En primer lugar, porque afectó directamente a los europeos. Además, al haber sido vencidos los nazis y juzgados sus principales dirigentes en Nüremberg, sus crímenes fueron señalados y estigmatizados de manera oficial como tales. Finalmente, el descubrimiento del genocidio perpetrado contra los judíos constituyó un trauma para las conciencias por su carácter en apariencia irracional, su dimensión racista y la radicalidad del crimen.

      No tenemos aquí el propósito de establecer no se sabe qué macabra aritmética comparativa, qué contabilidad por partida doble del horror o qué jerarquía en la crueldad. Sin embargo, los hechos son testarudos y ponen de manifiesto que los regímenes comunistas cometieron crímenes que afectaron a unos a cien millones de personas, contra unos 25 millones de personas aproximadamente del nazismo. Este sencillo dato debe por lo menos llevar a una reflexión comparativa acerca de la similitud entre el régimen que fue considerado a partir de 1945 como el más criminal del siglo, y un sistema comunista que conservó hasta 1991 toda su legitimidad internacional y que, hasta el día de hoy, se mantiene en el poder en algunos países y conserva adeptos en todo el mundo. Y aunque muchos partidos comunistas han reconocido tardíamente los crímenes del estalinismo, en su mayoría, no han abandonado los principios de Lenin y tampoco se interrogan sobre su propia implicación en el fenómeno terrorista.

      Los métodos puestos en funcionamiento por Lenin y sistematizados por Stalin y sus émulos no solamente recuerdan los métodos nazis sino que muy a menudo los precedieron. A este respecto, Rudolf Höss, el encargado de crear el campo de Auschwitz, y su futuro comandante, pronunció frases muy significativas: «La dirección de Seguridad hizo llegar a los comandantes de los campos una documentación detallada en relación con el tema de los campos de concentración rusos. Partiendo de testimonios de evadidos, se exponían con todo detalle las condiciones que reinaban en los mismos. Se subrayaban en ellos de manera particular que los rusos aniquilaban poblaciones enteras empleándolas en trabajos forzados»19. Sin embargo, el hecho de que los comunistas inauguraran el grado y las técnicas de violencia en masa y que los nazis pudieran inspirarse en ellas no implica, desde nuestro punto de vista, que se pueda establecer una relación directa causa-efecto entre la toma del poder por los bolcheviques y el surgimiento del nazismo.

      Desde finales de los años veinte, la GPU