cual se ponía en cuestión el principio mismo del régimen: el monopolio del poder absoluto reservado al Partido comunista. El monumento nunca vio la luz. En 1962 el Primer secretario autorizó la publicación de Un día en la vida de Iván Denissovich32 de Aleksandr Solzhenitsyn. El 24 de octubre de 1964, Jrushchov fue brutalmente depuesto de todas sus funciones pero no fue liquidado y murió en el anonimato en 1971.
Todos los analistas reconocen la importancia decisiva del «informe secreto» que suscitó una ruptura fundamental en la trayectoria del comunismo durante el siglo XX. François Furet, que precisamente acababa de abandonar el Partido Comunista Francés en 1954, escribió al respecto: «Ahora bien, lo que el “informe secreto” de febrero de 1956 trastorna de golpe, nada más conocerse, fue la condición de la idea comunista en el universo. La voz que denuncia los crímenes de Stalin no procede ya de Occidente sino de Moscú, y del sancta sanctorum de Moscú, el Kremlin. Ya no es la voz de un comunista que quebranta el destierro sino la del primero de los comunistas del mundo, el jefe del Partido en la Unión Soviética. En lugar, por lo tanto, de verse alcanzada por la sospecha que afecta el discurso de los antiguos comunistas, está revestida por la autoridad suprema de que el sistema ha dotado a su jefe. (…) El extraordinario poder de “informe secreto” sobre los espíritus procede del hecho de que carece de contradictores»33.
El suceso resultaba tanto más paradójico en la medida en que, desde sus orígenes, numerosos contemporáneos habían puesto en guardia a los bolcheviques contra los peligros de su actuación. Desde 1917-18, se habían enfrentado en el seno mismo del movimiento socialista los creyentes de la «Gran luz en el Este» y los que criticaban sin remisión a los bolcheviques. La disputa giraba esencialmente sobre el método de Lenin: violencia, crímenes y terror. Mientras que desde los años veinte hasta los años cincuenta, el lado sombrío de la experiencia bolchevique fue denunciado por numerosos testigos, víctimas u observadores cualificados, así como en innumerables artículos y obras, hubo que esperar a que los comunistas en el poder reconocieran por sí mismos —e incluso entonces de manera limitada— la realidad para que una fracción más amplia de la opinión pública comenzara a adquirir conciencia del drama. Se trataba de un reconocimiento tendencioso puesto que el «informe secreto» solo abordaba la cuestión de las víctimas comunistas. No obstante, era un reconocimiento que aportaba una primera confirmación de los testimonios y estudios anteriores y corroboraba lo que todos sospechaban desde hacía mucho tiempo: el comunismo había provocado en Rusia una inmensa tragedia.
De entrada, los dirigentes de muchos de los «partidos hermanos» no quedaron convencidos de que fuera preciso entrar por el camino de la revelación. Comparados con el precursor Jrushchov, dieron la impresión incluso de ir con retraso: hubo que esperar a 1979 para que el Partido Comunista Chino distinguiera en la política de Mao «grandes méritos» —hasta 1957— y «grandes errores» a continuación. Los vietnamitas no abordaron la cuestión más que con la distorsión de condenar el genocidio perpetrado por Pol Pot. En cuanto a Castro, negó las atrocidades cometidas bajo su égida.
Hasta este momento, la denuncia de los crímenes comunistas no había procedido más que de sus enemigos o de disidentes trotskistas o anarquistas. Y no había sido particularmente eficaz. La voluntad de testificar fue tan fuerte en los huidos de las matanzas comunistas como en los huidos de las matanzas nazis. Sin embargo, se les escuchó poco o nada, en particular en Francia donde la experiencia concreta del sistema concentracionario soviético no afectó directamente más que a algunos grupos restringidos tales como los Malgré-nous34 de Alsacia-Lorena35. La mayoría de las veces, los testimonios, las explosiones de la memoria, los trabajos de las comisiones independientes creadas a iniciativa de algunos individuos —como la Comisión internacional sobre el régimen concentracionario de David Rousset, o la Comisión para establecer la verdad sobre los crímenes de Stalin— fueron cubiertos por el bombo de la propaganda comunista acompañada por un silencio ruin o indiferente. Este silencio, que se produce generalmente en algún momento de sensibilización debido a la aparición de alguna obra —Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn— o de un testimonio más indiscutible que otros —Los relatos de Kolimá, de Varlam Shalamov o La utopia asesina de Pin Yathay— muestra una resistencia frente a los impactos propia de sectores más o menos amplios de las sociedades occidentales en relación con el fenómeno comunista. Se han negado hasta ahora a mirar a la realidad de frente: el sistema comunista implica, aunque en grados diversos, una dimensión fundamentalmente criminal. Con esta negativa, han participado en el engaño, en el sentido en que lo entendía Nietzsche: «Negarse a ver algo que se ve, negarse a ver algo cuando se ve».
A pesar de todas estas dificultades para abordar la cuestión, numerosos observadores lo han intentado. De los años veinte a los años cincuenta —y a falta de datos más fiables cuidadosamente escondidos por el régimen soviético— la investigación descansaba esencialmente en el testimonio de los tránsfugas. Susceptibles de ser alimentados por la venganza, la difamación sistemática o de ser manipulados por un poder anticomunista, estos testimonios —sometidos a la crítica de los historiadores como todo testimonio— eran sistemáticamente rechazados por los turiferarios del comunismo. ¿Qué había que pensar, en 1959, de la descripción del Gulag proporcionada por un tránsfuga de alto rango del KGB, tal y como aparecía en un libro de Paul Barton?36 ¿Y qué pensar de Paul Barton, a su vez exiliado de Checoslovaquia, y cuyo verdadero nombre era Jiri Veltrusky, que fue uno de los organizadores de la insurrección antinazi de Praga en 1945, y se vio obligado a huir de su país en 1948? Lo cierto es que al contrastarse su información de 1959 con los archivos ahora abiertos queda de manifiesto que era completamente digna de confianza.
En los años setenta y ochenta, la gran obra de Solzhenitsyn —Archipiélago Gulag y después el ciclo de los «Nudos» de la revolución rusa37— provocó un verdadero trauma en la opinión pública. Fue, sin duda, más el trauma de la literatura, del cronista de genio, que la toma de conciencia general del horrible sistema que describía. Y, pese a todo, Solzhenitsyn tuvo dificultades para atravesar la costra de la mentira, él que fue comparado en 1975 por un periodista de un gran diario francés con Pierre Laval, Doriot y Déat, «que acogían a los nazis como liberadores»38. Su testimonio, no obstante, fue decisivo para desencadenar una primera toma de conciencia, igual que el de Shalamov sobre Kolimá, o el de Pin Yathay sobre Camboya. Aún más recientemente, Vladimir Bukovski, una de las principales figuras de la disidencia soviética bajo Brezhnev, lanzó un nuevo grito reclamando, bajo el título de El juicio de Moscú, la creación de un nuevo tribunal de Nüremberg para juzgar las actividades criminales del régimen. Su libro fue acogido en Occidente con un éxito de crítica. Simultáneamente, se publicaron obras de rehabilitación de Stalin39.
¿Qué motivación, a finales de este siglo XX, pudo impulsar la exploración de un terreno tan trágico, tan tenebroso y tan polémico? Hoy en día, no solamente los archivos confirman estos testimonios puntuales sino que permiten ir mucho más allá. Los archivos internos del sistema de represión de la antigua Unión Soviética, de las antiguas democracias populares y de Camboya, arrojan luz sobre una realidad aterradora: el carácter masivo y sistemático del terror, que, en muchos casos, ha desembocado en un crimen contra la Humanidad. Ha llegado el momento de abordar de una manera científica —documentada con hechos incontestables y liberada de las cuestiones político-ideológicas que pesaban sobre ella— la cuestión recurrente que todos los observadores se han planteado: «¿Qué lugar tiene el crimen en el sistema comunista?».
Con esta perspectiva, ¿cuál puede ser nuestra aportación específica? Nuestra acción responde, en primer lugar, a un deber histórico. Ningún tema es tabú para el historiador y las cuestiones y presiones de todo tipo —políticas, ideológicas, personales— no deben impedirle seguir el camino del conocimiento, de la exhumación y de la interpretación de los hechos, sobre todo cuando estos han estado durante mucho tiempo y de manera voluntaria hundidos en el secreto de los archivos y de las conciencias. Ahora bien, esta historia del terror comunista constituye uno de los elementos mayores de una historia europea que sostendría firmemente los dos extremos de la gran cuestión historiográfica del totalitarismo. Este ha conocido una versión hitleriana pero también una versión leninista y estalinista, y no es de recibo elaborar una historia hemipléjica, que ignore la