a numeroso trabajos de una historiografía conflictiva, aunque intelectualmente estimulante, la revolución de octubre de 1917 se nos aparece como la convergencia momentánea de dos movimientos: una toma del poder político, fruto de una minuciosa preparación insurreccional, por un partido que se distingue radicalmente, por sus prácticas, su organización y su ideología, de todos los demás actores de la revolución; y una vasta revolución social, multiforme y autónoma. Esta revolución social se manifiesta bajo muy diversos aspectos: una inmensa revuelta campesina primero, vasto movimiento de fondo que hunde sus raíces en una larga historia marcada no solamente por el odio frente al propietario terrateniente, sino también por una profunda desconfianza del campesinado hacia la ciudad, el mundo exterior y hacia toda forma de injerencia estatal.
El verano y el otoño de 1917 aparecen así como la conclusión, finalmente victoriosa, de un gran ciclo de revueltas iniciado en 1902, y que culmina una primera vez en 1905-1907. El año 1917 es la etapa decisiva de una gran revolución agraria, del enfrentamiento entre el campesinado y los grandes propietarios por la apropiación de tierras, la realización tan esperada del «reparto negro», un reparto de todas las tierras en función del número de bocas que había que alimentar en cada familia. Pero es también una etapa importante en el enfrentamiento entre el campesinado y el Estado, por el rechazo de toda tutela del poder de las ciudades sobre los campos. En esa área, 1917 es solo uno de los jalones de un ciclo de enfrentamientos que culminará en 1918-1922, y después en los años 1929-1933, concluyendo con una derrota total del mundo rural, quebrantado hasta las raíces por la colectivización forzosa de las tierras.
En paralelo a la revolución campesina, se asiste, a lo largo del año 1917, a una descomposición en profundidad del ejército, formado por cerca de diez millones de campesinos-soldados movilizados desde hacía más de tres años en una guerra cuyo sentido no comprendían —casi todos los generales deploraban la falta de patriotismo de estos soldados-campesinos políticamente poco integrados en la nación, y cuyo horizonte cívico no iba más allá de su comunidad rural—.
Un tercer movimiento de fondo afecta a una minoría social que representa apenas el 3 por 100 de la población activa, pero que era políticamente activa, muy concentrada en las grandes ciudades del país, el mundo obrero. Este medio que condensa todas las contradicciones sociales de una modernización económica en marcha desde hacía apenas una generación, da nacimiento a un movimiento reivindicativo obrero específico, alrededor de lemas auténticamente revolucionarios —el «control obrero», el «poder de los soviets»—.
Finalmente, un cuarto movimiento se dibuja a través de la emancipación rápida de las nacionalidades y de los pueblos alógenos del antiguo imperio zarista que reclaman su autonomía y después su independencia.
Cada uno de estos movimientos tiene su propia temporalidad, su dinámica interna, sus aspiraciones específicas, que no podrían evidentemente quedar reducidas ni a los lemas bolcheviques ni a la acción política de este partido. Estos movimientos actúan, a lo largo de 1917, como tantas «fuerzas disolventes» que contribuyen poderosamente a la destrucción de las instituciones tradicionales y, de manera más general, a la de todas las formas de autoridad. Durante un breve pero decisivo instante —el final de 1917— la acción de los bolcheviques, minoría política que actúa en el vacío institucional reinante, discurre en el sentido de las aspiraciones de un número cada vez mayor de personas, aunque los objetivos a medio y largo plazo sean diferentes para unos y otros. Momentáneamente, el golpe de Estado político y la revolución social convergen o, más exactamente, colisionan, antes de separarse hacia décadas de dictadura.
Los movimientos sociales y nacionales que explotan en el otoño de 1917 se desarrollan a favor de una coyuntura muy particular que combina en sí misma, en una situación de guerra total, una fuente de regresión y de brutalización generales, una crisis económica y el trastorno de las relaciones sociales y la debilidad del Estado.
Lejos de proporcionar un nuevo impulso al régimen zarista y de reforzar la cohesión, todavía muy imperfecta, del cuerpo social, la Primera Guerra Mundial actuó como un formidable revelador de la fragilidad de un régimen autocrático ya quebrantado por la revolución de 1905-1906 y debilitado por una política inconsecuente que alternaba las concesiones insuficientes con la recuperación del poder en manos conservadoras. La guerra acentuó igualmente las debilidades de una modernización económica inconclusa que dependía de una afluencia regular de capitales, de especialistas y de tecnologías extranjeras. Reactivó la fractura profunda existente entre una Rusia urbana, industrial y tutora, y la Rusia rural, políticamente no integrada y todavía ampliamente cerrada sobre sus estructuras locales y comunitarias.
Como los otros beligerantes, el Gobierno zarista había contado con que la guerra sería corta. La clausura de los estrechos del mar Negro y el bloqueo económico de Rusia revelaron brutalmente la dependencia del Imperio en relación con sus suministradores extranjeros. La pérdida de las provincias occidentales, invadidas por los ejércitos alemanes y austrohúngaros en 1915, privó a Rusia de los productos de la industria polaca, una de las más desarrolladas del Imperio. La economía nacional no resistió durante mucho tiempo la continuación de la guerra: en 1915, el sistema de transportes ferroviarios cayó en la desorganización al carecer de piezas de recambio. La reconversión de la casi totalidad de las fábricas en pro del esfuerzo militar destrozó el mercado interior. Al cabo de algunos meses, la retaguardia carecía de productos manufacturados y el país se vio sumergido en la escasez y la inflación. En los campos, la situación se degradó rápidamente: la detención brutal del crédito agrícola y de la concentración parcelaria, la movilización masiva de los hombres en el ejército, las requisas de ganado y de cereales, la escasez de bienes manufacturados, y la ruptura de los circuitos de cambio entre las ciudades y el campo detuvieron claramente el proceso de modernización de las explotaciones rurales llevado a cabo con éxito, desde 1906, por el primer ministro Piotr Stolypin, asesinado en 1910. Tres años de guerra reforzaron la percepción que los campesinos tenían del Estado como una fuerza hostil y extraña. Las vejaciones cotidianas en un ejército en que el soldado era, por añadidura, tratado más como un siervo que como un ciudadano, exacerbaron las tensiones entre los reclutas y los oficiales, mientras que las derrotas minaban lo que quedaba de prestigio de un régimen imperial demasiado lejano. De esta situación salió reforzado el viejo fondo de arcaísmo y violencia siempre presente en el campo, y que se había expresado con fuerza en inmensas revueltas campesinas durante los años 1902-1906.
Desde finales de 1915, el poder no controlaba ya la situación. Ante la pasividad del régimen se pudo ver cómo por todas partes se organizaban comités y asociaciones que afrontaban la tarea de la gestión de lo cotidiano que el Estado no parecía ya en posición de asegurar: cuidado de los enfermos y suministro de las ciudades y del ejército. Los rusos comenzaron a gobernarse por sí mismos. Se puso en marcha un gran movimiento, procedente del trasfondo de la sociedad y de cuyo tamaño nadie se había percatado hasta entonces. Pero, para que este movimiento triunfara sobre las fuerzas disolventes que también estaban actuando, habría sido preciso que el poder le estimulara y le tendiera la mano. Ahora bien, en lugar de construir un puente entre el poder y los elementos más avanzados de la sociedad civil, Nicolás II se aferró a la utopía monárquico-populista del «padrecito-zar-comandante-del-ejército-de-su-buen-pueblo-campesino». Asumió en persona el mando supremo de los ejércitos, acto suicida para la autocracia en plena derrota nacional. Aislado en su tren especial del cuartel general de Mogilev, Nicolás II dejó, en realidad, en 1915, de dirigir al país, entregándoselo a su esposa, la emperatriz Alejandra, muy impopular a causa de su origen alemán.
En el curso del año 1916, dio la impresión de que el poder se disolvía. La Duma del Imperio, única asamblea elegida, por poco representativa que fuera, no se reunía en sesión más que algunas semanas al año. Los gobiernos y los ministros se sucedían, tan incompetentes como impopulares. El rumor público acusaba a la influyente camarilla dirigida por la emperatriz y por Rasputín de abrir a sabiendas el territorio nacional a la invasión enemiga. Resultaba manifiesto que la autocracia no era ya capaz de dirigir la guerra. A finales del año 1916, el país se convirtió en ingobernable. En una atmósfera de crisis política ilustrada por el asesinato el 31 de diciembre de Rasputín, las huelgas, que habían descendido a un nivel insignificante a principios de la guerra, recuperaron su amplitud.