Andrzej Paczkowski

El libro negro del comunismo


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de 1917.

      La caída del régimen zarista, producida después de cinco días de manifestaciones obreras y del amotinamiento de algunos miles de hombres de la guarnición de Petrogrado reveló no solamente la debilidad del zarismo y el estado de descomposición de un ejército al que el Estado Mayor no se atrevió a llamar para sofocar una revuelta popular, sino también la falta de preparación política de todas las fuerzas de oposición profundamente divididas, desde los liberales del partido constitucional-demócrata hasta los socialdemócratas.

      En ningún momento de esta revolución popular espontánea, iniciada en la calle y concluida en los gabinetes tapizados del palacio de Tauride, sede de la Duma, las fuerzas políticas de oposición dirigieron el movimiento. Los liberales tenían miedo a la calle. En cuanto a los partidos socialistas, temían una reacción militar. Entre los liberales, inquietos por la extensión de los disturbios, y los socialistas, para los que la hora era evidentemente la de la revolución «burguesa» —primera etapa de un largo proceso que podría, con el tiempo, abrir camino a una revolución socialista— se produjeron negociaciones que llegaron, después de largas conversaciones, a la fórmula inédita de un doble poder. Por un lado, estaba el Gobierno provisional, un poder preocupado por el orden cuya lógica era la del parlamentarismo, y cuyo objetivo era el de una Rusia capitalista, moderna y liberal, resueltamente anclado en sus aliados franceses y británicos. Por el otro, se hallaba el poder del Soviet de Petrogrado, que un puñado de militantes socialistas acababa de constituir y que pretendía ser, en la gran tradición del Soviet de San Petesburgo de 1905, una representación más directa y más revolucionaria de las «masas». Pero este «poder de los soviets» era en sí mismo una realidad móvil y cambiante, según el grado de evolución de sus estructuras descentralizadas e incipientes y, todavía más, de los cambios de una versátil opinión pública.

      Los tres gobiernos provisionales que se sucedieron, del 2 de marzo al 25 de octubre de 1917, demostraron que eran incapaces de resolver los problemas que les había dejado en herencia el antiguo régimen: la crisis económica, la continuación de la guerra, la cuestión obrera y el problema agrario. Los nuevos hombres en el poder —los liberales del partido constitucional-demócrata, mayoritarios en los dos primeros gobiernos, al igual que los mencheviques, y los socialistas revolucionarios, mayoritarios en el tercero— pertenecían todos a estas elites urbanas, cultivadas, a estos elementos avanzados de la sociedad civil que estaban divididos entre una confianza ingenua y ciega en «el pueblo», y un temor a las «masas sombrías» que los rodeaban y a las que conocían además muy mal. En su mayoría, consideraban, al menos en los primeros meses de una revolución que había afectado a los espíritus por su aspecto pacífico, que había que dejar curso libre al impulso democrático liberado por la crisis, y después por la caída del antiguo régimen. Convertir a Rusia en «el país más libre del mundo» era el sueño de idealistas como el príncipe Lvov, jefe de los dos primeros gobiernos provisionales.

      «El espíritu del pueblo ruso», dijo en una de sus primeras declaraciones, «demuestra ser, por su misma naturaleza, un espíritu universalmente democrático. Está dispuesto no solo a fundirse en la democracia universal, sino a ponerse a la cabeza en el camino del progreso jalonado por los grandes principios de la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad.»

      Asentado sobre estas convicciones, el gobierno provisional multiplicó las medidas democráticas —libertades fundamentales, sufragio universal, supresión de toda discriminación de casta, de raza o de religión, reconocimiento del derecho de Polonia y de Finlandia a la autodeterminación, promesa de autonomía para las minorías nacionales, etc.— que debían, según pensaba, permitir un vasto salto patriótico, consolidar la cohesión social, asegurar la victoria militar al lado de los aliados y unir sólidamente al nuevo régimen con las democracias occidentales. Por un escrupuloso cuidado de la legalidad, el Gobierno se negó, sin embargo, en una situación de guerra, a tomar toda una serie de medidas importantes, que influirían en el porvenir, antes de la reunión de una asamblea constituyente, que debía ser elegida en otoño de 1917. Se empeñó deliberadamente en seguir siendo «provisional», dejando en suspenso los problemas más acuciantes: el problema de la paz y el problema de la tierra. En cuanto a la crisis económica, vinculada a la continuación de la guerra, no más que el régimen anterior, el Gobierno provisional no llegó a concluirla durante los meses de su existencia. Los problemas de abastecimiento, penurias, inflación, ruptura de los circuitos de cambio, clausura de empresas y explosión del paro, no hicieron más que exacerbar las tensiones sociales.

      Frente a la política de espera del régimen, la sociedad continuó organizándose de manera autónoma. En algunas semanas, por miles, los soviets, los comités de fábrica y de cuartel, las milicias obreras armadas («los Guardias Rojos»), los comités de campesinos, los comités de soldados, de cosacos, y de amas de casa se fusionaron. Eran otros tantos lugares de discusión, de iniciativas, de enfrentamientos donde se expresaban reivindicaciones, una opinión pública, y otra manera de hacer política. La mitingovanie (el mitin permanente) estaba en las antípodas de la democracia parlamentaria en la que soñaban los políticos del nuevo régimen. Era una verdadera fiesta de la libere fue cobrando mayor violencia con el paso de los días, al haber desatado la revolución de febrero el resentimiento y las frustraciones sociales largamente acumulados. A lo largo del año 1917 se asistió a una innegable radicalización de las reivindicaciones y de los movimientos sociales.

      Los obreros pasaban de las reivindicaciones económicas —la jornada de ocho horas, la supresión de las multas y otras medidas vejatorias, los seguros sociales, los aumentos de salario— a las demandas sociales, que implicaban un cambio radical de las relaciones sociales entre patronos y asalariados y otra forma de poder. Organizados en comités de fábrica, cuyo objetivo primero era controlar la contratación y los despidos e impedir a los patronos que cerraran abusivamente la empresa con el pretexto de la interrupción de los suministros, los obreros llegaron a exigir el «control obrero» de la producción. Pero para que este control obrero llegara a tener vida, era preciso una forma absolutamente nueva de gobierno, el «poder de los soviets», único capaz de adoptar medidas radicales, fundamentalmente la ocupación de empresas, y su nacionalización, una reivindicación desconocida en la primavera de 1917, pero cada vez más situada en primer lugar seis meses más tarde.

      En el curso de las revoluciones de 1917, el papel de los soldados-campesinos —una masa de diez millones de hombres movilizados— fue decisivo. La descomposición rápida del ejército ruso, vencido por las deserciones y el pacifismo, desempeñó un papel de entrenamiento en la debilitación generalizada de las instituciones. Los comités de soldados, autorizados por el primer texto adoptado por el Gobierno provisional —el famoso decreto número 1, verdadera «declaración de derechos del soldado», que abolió las reglas de disciplina más vejatorias del antiguo régimen— no dejaron de sobrepasar sus prerrogativas. Llegaron a recusar a cualquier oficial, a «elegir» a otros nuevos, y a involucrarse en la estrategia militar, planteando un «poder soldado» de un tipo inédito. Este poder soldado abrió camino a un «bolchevismo de trincheras» específico, que el general Brusilov, comandante en jefe del ejército ruso, describía así: «los soldados no tenían la menor idea de lo que era el comunismo, el proletariado o la constitución. Deseaban la paz, la tierra, la libertad de vivir sin leyes, sin oficiales ni propietarios terratenientes. Su “bolchevismo” no era, en realidad, más que una formidable aspiración a una libertad sin trabas, a la anarquía».

      Después del fracaso de la última ofensiva del ejército ruso, en junio de 1917, el ejército se desmoronó: centenares de oficiales de los que las tropas sospechaban que eran «contrarrevolucionarios» fueron arrestados por los soldados y a menudo asesinados. El número de desertores se disparó, para alcanzar en agosto-septiembre varias decenas de miles al día. Los campesinos-soldados no tuvieron más que una sola idea en la cabeza: regresar a su casa, para no faltar en el reparto de las tierras y del ganado de los grandes propietarios. De junio a octubre de 1917, más de dos millones de soldados, cansados de combatir o de esperar con el estómago vacío en las trincheras y las guarniciones, desertaron de un ejército que se disolvía. Su regreso a la aldea alimentó, a su vez, los disturbios en los campos.

      Hasta el verano, los disturbios agrarios seguían estando bastante ceñidos a zonas concretas, sobre todo en comparación con