Andrzej Paczkowski

El libro negro del comunismo


Скачать книгу

de todas las tendencias unidas. En sus cuatro Cartas desde lejos, escritas en Zurich desde el 20 al 25 de marzo de 1917, y de las que el diario bolchevique Pravda no se atrevió a publicar más que la primera, en la medida en que estos escritos rompían con las posiciones políticas entonces defendidas por los dirigentes bolcheviques de Petrogrado, Lenin exigía la ruptura inmediata entre el Soviet de Petrogrado y el gobierno provisional, así como la preparación activa de la fase siguiente, la «proletaria», de la revolución. Para Lenin, la aparición de los soviets era señal de que la revolución ya había superado su «fase burguesa». Sin esperar más, estos órganos revolucionarios debían de hacerse con el poder por la fuerza, y poner fin a la guerra imperialista, incluso al precio de una guerra civil, inevitable en todo proceso revolucionario.

      De regreso en Rusia, el 3 de abril de 1917, Lenin continuó defendiendo posiciones extremas. En sus célebres Tesis de abril, repitió su hostilidad incondicional hacia la república parlamentaria y el proceso democrático. Acogidas con estupefacción y hostilidad por la mayoría de los dirigentes bolcheviques de Petrogrado, las ideas de Lenin progresaron con rapidez, fundamentalmente entre los nuevos reclutas del partido, a los que Stalin denominaba, con justicia, los praktiki (los «prácticos») por oposición a los «teóricos». En algunos meses, los elementos plebeyos, entre los que los soldados-campesinos ocupaban un lugar central, sumergieron a los elementos urbanizados e intelectuales, viejos compañeros de las luchas sociales institucionalizadas. Portadores de una gran violencia enraizada en la cultura campesina y exacerbada por tres años de guerra, menos prisioneros del dogma marxista que no conocían, estos militantes de origen popular, poco formados políticamente, representantes típicos de un bolchevismo plebeyo que iba muy pronto a destacarse con fuerza del bolchevismo teórico intelectual de los bolchevique originales, no se planteaban ya la cuestión: ¿Era o no necesaria una «etapa burguesa» para «pasar al socialismo»? Partidarios de la acción directa, del golpe de fuerza, eran los activistas más fervientes de un bolchevismo en el que los debates teóricos dejaban lugar a la única cuestión entonces en el orden del día, la de la toma del poder.

      Entre una base plebeya cada vez más impaciente y dispuesta a la aventura —los marinos de la base naval de Kronstadt, cercana a Petrogrado, algunas unidades de la guarnición de la capital, los guardias rojos de los barrios obreros de Viborg— y algunos dirigentes atormentados por el fracaso de una insurrección prematura abocada al fracaso, la vía leninista seguía siendo estricta. Durante todo el año 1917, el partido bolchevique siguió siendo, en contra de una idea ampliamente extendida, un partido profundamente dividido, desgarrado entre los excesos de unos y las reticencias de otros. La famosa disciplina de partido era más algo que se aceptaba por fe que una realidad. A inicios del mes de julio de 1917, los excesos de la base, impaciente por separarse de las fuerzas gubernamentales, no lograron arrastrar al partido bolchevique, declarado fuera de la ley después de manifestaciones sangrientas los días 3, 4 y 5 de julio en Petrogrado y cuyos dirigentes fueron o arrestados, u obligados, como Lenin, a marchar al exilio.

      La impotencia del Gobierno para enfrentarse con los grandes problemas, la debilidad de las instituciones y de las autoridades tradicionales, el desarrollo de los movimientos sociales, y el fracaso de la tentativa de golpe militar del general Kornílov permitieron al partido bolchevique volver a salir a la superficie, a finales del mes de agosto de 1917, en una situación propicia para tomar el poder mediante una insurrección armada.

      Una vez más, el papel personal de Lenin como teórico y estratega de la toma del poder, fue decisivo. En las semanas que precedieron al golpe de Estado bolchevique de 25 de octubre de 1917 Lenin fue siguiendo todas las etapas de un golpe de Estado militar, que no podría ni ser desbordado por una sublevación imprevista de las «masas» ni ser frenado por el «legalismo revolucionario» de los dirigentes bolcheviques, tales como Zinoviev o Kamenev, que, escaldados de la amarga experiencia de los días de julio, deseaban llegar al poder con una mayoría rural de socialistas revolucionarios y de socialdemócratas de distintas tendencias mayoritarios en los soviets. Desde su exilio finlandés, Lenin no dejó de enviar al Comité Central del partido bolchevique cartas y artículos que llamaban a desencadenar la insurrección.

      «Al proponer una paz inmediata y al entregar la tierra a los campesinos, los bolcheviques establecerán un poder que nadie derribará, escribía. Sería vano esperar una mayoría formal favorable a los bolcheviques. Ninguna revolución espera una cosa así. La historia no nos perdonará si no tomamos ahora el poder».

      Estos llamamientos dejaban a la mayor parte de los dirigentes bolcheviques sumidos en el escepticismo. ¿Por qué forzar las cosas, si la situación se radicalizaba cada día más? ¿No bastaba con unir a las masas estimulando su violencia espontánea, con dejar que actuaran las fuerzas disolventes de los movimientos sociales, con esperar a la reunión del II Congreso ruso de los Soviets prevista para el 20 de octubre? Los bolcheviques tenían todas las posibilidades de obtener una mayoría relativa en esta asamblea en la que los delegados de los soviets de los grandes centros obreros y de los comités de soldados estaban ampliamente sobrerrepresentados en relación con los soviets rurales de predominio socialista revolucionario. Ahora bien, para Lenin, si la transferencia del poder se realizaba en virtud de un voto en un Congreso de los Soviets, el gobierno que surgiera de él sería un gobierno de coalición en el que los bolcheviques deberían compartir el poder con otras formaciones socialistas. Lenin, que reclamaba desde hacía meses todo el poder para los bolcheviques únicamente, quería a toda costa que estos se apoderaran del poder por sí mismos mediante una insurrección militar antes de la convocatoria del II Congreso pan-ruso de los soviets. Sabía que los otros partidos socialistas condenarían el golpe de Estado insurreccional y que no les quedaría entonces más remedio que pasar a la oposición dejando todo el poder a los bolcheviques.

      El 10 de octubre, después de haber regresado clandestinamente a Petrogrado, Lenin reunió a doce de los veintiún miembros del partido bolchevique. Después de dos horas de discusiones, llegó a convencer a la mayoría de los presentes para que votaran la más importante decisión que nunca había tomado el partido: el principio de una insurrección armada en el tiempo más breve posible. Esta decisión fue aprobada por diez votos contra dos, los de Zinoviev y Kamenev, resueltamente apegados a la idea de que no había que hacer nada antes de la reunión del II Congreso de los Soviets. El 16 de octubre, Trotski puso en funcionamiento, pese a la oposición de los socialistas moderados, una organización militar que emanaba teóricamente del Soviet de Petrogrado, pero que era controlada, de hecho, por los bolcheviques, el Comité Militar Revolucionario de Petrogrado (CMRP), encargado de poner en funcionamiento la toma del poder según el arte de la insurrección militar, en las antípodas de una sublevación popular espontánea y anárquica susceptible de desbordar al partido bolchevique.

      Como deseaba Lenin, el número de los participantes directos en la gran revolución socialista de octubre de 1917 fue muy limitado: algunos miles de soldados de la guarnición, marinos de Kronstadt y guardias rojos vinculados con el CMRP, y algunos centenares de militantes bolcheviques de los comités de fábrica. Los raros enfrentamientos, y un número de víctimas insignificante atestiguan la facilidad de un golpe de Estado esperado, cuidadosamente preparado y perpetrado sin oposición. De manera significativa, la toma del poder se realizó en nombre del CMRP. Así los dirigentes bolcheviques atribuían la totalidad del poder a una instancia a la que nadie, fuera del Comité Central bolchevique, había otorgado mandato, y que no dependía, por lo tanto, de ninguna manera del Congreso de los Soviets.

      La estrategia de Lenin demostró ser la justa: enfrentados con los hechos consumados, los socialistas moderados, después de haber denunciado «la conspiración militar organizada a espaldas de los soviets», abandonaron el II Congreso de los Soviets. Abandonados al lado de sus únicos aliados, los miembros del pequeño grupo socialista revolucionario de izquierda, los bolcheviques hicieron ratificar su golpe de fuerza por parte de los diputados del Congreso aún presentes, que votaron un texto redactado por Lenin, atribuyendo «todo el poder a los soviets». Esta resolución puramente formal permitió a los bolcheviques acreditar una ficción que iba a engañar a generaciones de crédulos: gobernaban en nombre del pueblo en el «país de los soviets». Algunas horas más tarde, el Congreso estableció, antes de separarse, la creación del nuevo Gobierno bolchevique —el Consejo de Comisarios del Pueblo presidido por Lenin— y