trabaja para que sea realmente así.
Por eso, Rom 16 arroja una interesante luz sobre la vida de la Iglesia de los orígenes, de forma particular sobre la función de los laicos y de las parejas o de las familias en el anuncio misionero. Los saludos que recorren todo el capítulo 16 de la carta a los Romanos empiezan con la precisión de una recomendación. La primera persona que Pablo menciona, y que muestra tener particularmente en el corazón, es precisamente una mujer cuyo nombre es Febe. Antes, por tanto, de concluir la carta, compuesta con el vivo deseo de dedicarse a la evangelización de España y de encontrar en Roma creyentes capaces de apoyarlo en esta obra, el Apóstol pide a la comunidad que dispense a una mujer, Febe, una acogida calurosa con motivo de su esfuerzo total en la causa del Evangelio.
Ya el libro de los Hechos de los Apóstoles, y después distintos pasajes del corpus paulino, atestiguan en varias ocasiones la presencia de mujeres que desarrollan un papel activo en la vida de las comunidades primitivas, colaborando con los apóstoles e invirtiendo sus bienes materiales y sus carismas al servicio de la edificación de los creyentes. La Iglesia de los orígenes, de hecho, no nace en un espacio cultural, sino en la casa, como domus Ecclesia. Esta, de hecho, se consolida y estructura dentro de los muros domésticos, donde vive una familia, una comunidad caracterizada por uniones de sangre, vínculos de afecto y dinámicas de colaboración recíproca, y donde la mujer actúa activamente como garante de la acogida y la hospitalidad.
Pablo, diversamente del prejuicio difundido que lo ha hecho misógino en la imaginación de muchos, se coloca en la misma estela de Jesús, contando para su obra de evangelización con una participación muy nutrida de mujeres. Entre las mujeres de la misión paulina, algunas llegaron a la fe después de haber asistido a la predicación del Apóstol, como Lidia en Filipos (cf. Hch 16,14-15), mientras otras se lanzaron al anuncio del Evangelio junto a él o incluso antes que él (cf. el caso de Priscila o Prisca que, con su marido Áquila, lo acoge en Corinto, Hch 18,1-3).
Leyendo Rom 16, sorprende el hecho de que más de un tercio de las personas mencionadas sean mujeres. En la lista de nueve mujeres aparece tres veces el verbo kopiaô, «fatigarse»: María (en Rom 16,6), Trifena, Trifosa y Pérside (en Rom 16,12), son mujeres queridas por Pablo que se fatigan (ekopíasen) en la actividad misionera. El verbo lleva, de hecho, al compromiso en relación con el Evangelio y a un trabajo misionero en el que se invierte sin ahorrar esfuerzos. En 2 Cor 11,22-28, por ejemplo, donde Pablo habla de su esfuerzo por el Evangelio y el «coste» de tal derroche de fuerzas y energía, usa dos veces el sustantivo kopos, «fatiga» (11,23.27).
La primera que aparece en los saludos es una mujer, Febe, cuyo nombre significa «pura», «luminosa», «resplandeciente». Para ella, Pablo compone un «billete de recomendación» que representa un pasaje epistolar por derecho propio y que el Pseudo-Demetrio sitúa en los veintiún géneros epistolares identificados por él, calificándolo como systatikós typos («tipo de recomendación»): «Os recomiendo a Febe, nuestra hermana, diaconisa de la Iglesia de Céncreas. Recibidla en el Señor de una manera digna de los santos, y asistidla en cualquier cosa que necesite de vosotros, pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo» (Rom 16,1-2). En solo dos versículos, Pablo traza la figura de esta mujer que, seguramente, ocupa un puesto particular en su corazón y al mismo tiempo dentro de la comunidad. Febe proviene de Céncreas, ciudad portuaria en el istmo de Corinto, ubicada a once kilómetros hacia el sureste en el golfo Sarónico, y recibe de Pablo credenciales muy marcadas, expresadas mediante una triple caracterización: Febe es descrita, en primer lugar, como «hermana» (adelfê), después como «diácono» (diákonos) y, finalmente, como «protectora» (prostatis) de muchas personas, entre ellas también Pablo.
Para sintetizar su rol en la Iglesia, Pablo recurre al sustantivo adelfê, que muestra la cualidad de la relación que existe entre todos los creyentes en Cristo, por la fuerza del bautismo. Injertados en Cristo y renacidos en él, los creyentes son hijos de Dios. Y si son hijos de Dios, son hermanos entre sí. En Gál 3,26-28, Pablo muestra claramente que «en Cristo» se cumple la promesa de una nueva creación que inaugura una nueva arquitectura de relaciones: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». «Revestidos de Cristo mediante el bautismo» expresa una transformación que registra la abolición de toda discriminación, un proceso de cristificación que abole toda barrera étnica, religiosa, socio-económica y sexual, que hace «uno». Por el bautismo se experimenta, por tanto, la unidad de los creyentes en la multiplicidad de los dones recibidos del Espíritu. En la comunidad, todo miembro, por tanto, ya sea hombre o mujer, contribuye «por su parte» a la edificación de la Iglesia. En el corazón de la eclesiología paulina está el primado de la dignidad bautismal y de la conformación a Cristo. Por eso, hablando de los carismas, Pablo se detiene más sobre el estilo agápico de su ejercicio (cf. el elogio al amor de 1 Cor 13) que sobre la especificidad del mismo. De este fundamento brota la experiencia de un apostolado y de una misión que contemplan la participación activa del hombre y de la mujer y la colaboración de ambos sexos.
Febe es «hermana», como lo es Apfia en Flm 2, porque, insertada en Cristo, ha entrado de pleno derecho en la familia de Dios. Hecha hija de Dios y viviendo ya «en el Señor», es, por tanto, una hermana de sus hermanos, los «santos» (es decir, santificados en el bautismo). Esta hermandad se convertirá en la Iglesia en una «manifestación específica de la belleza espiritual de la mujer [...] revelación de su intangibilidad» (Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes).
En segundo lugar, Febe es «diácono de la Iglesia de Céncreas» o, como se lee en la traducción de la Conferencia Episcopal Italiana (2008), «al servicio de la Iglesia de Céncreas». Diákonos se dice de Jesús, que es «servidor de los circuncisos», en Rom 15,8; se dice de Pablo (cf. 1 Cor 3,5; 2 Cor 3,6; 6,4), mientras en Flm 1 aparece como un estatuto eclesial preciso. Ya en Aristófanes, el vocablo podía tener también valencia femenina, pero la palabra diakonissa en el contexto eclesial es tardía: aparece por primera vez en el canon 19 del Concilio de Nicea (325) para designar, en el Panarion de Epifanio, a quien asiste al sacerdote en el bautismo de las mujeres.
De acuerdo con el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el diácono no se ocupaba solo de tareas de asistencia social. El diácono Esteban, protomártir, muere lapidado a causa de su ardiente predicación (en el cap. 7) y al diácono Felipe no lo encontramos sirviendo las mesas, sino predicando y llevando a cabo signos de poder (en el cap. 8): él se dirige a Samaría y actúa en el camino que lleva hacia Gaza para evangelizar a los cismáticos de su pueblo y a un eunuco procedente de Etiopía. Por tanto, el uso del término diákonos hace pensar que el ministerio de Febe no se refiere solo al ámbito de la caridad, sino que incluye también la predicación y la obra evangelizadora.
Prostatis, sin embargo, es un hápax en el Nuevo Testamento, un término técnico que hace pensar en el magistrado que en Atenas defendía los intereses de los extranjeros o a aquel que preside una comunidad y garantiza los intereses de los demás. Podría indicar el hecho de que esta mujer, en calidad de «patrona» y garante, haya ayudado a muchos creyentes, Pablo incluido, ante las autoridades civiles. Se trataría de una mujer pudiente y rica que ha puesto la propia casa a disposición para que la comunidad de creyentes de Corinto se pudiese reunir, algo parecido a los thiasoi o collegia, que eran las asociaciones religiosas del tiempo. Aparece así la presencia de una mujer que asume diferentes responsabilidades en Céncreas y para la cual Pablo pide acogida y asistencia como signo de gratitud por haber colaborado dinámicamente con su ministerio. Por eso se la considera incluso portadora de la carta.
El hecho de que Febe haya protegido a muchos hace pensar que esta mujer fuera rica, pero también que la comunidad sufriera amenazas de persecución que empujaban a los creyentes a esconderse y algunas veces a actuar en la clandestinidad. Febe emerge entonces todavía más luminosa como figura valiente, capaz de poner en peligro la propia vida para salvar la de sus hermanos y hermanas. Por eso Pablo, con profunda gratitud, pide a sus colaboradores que le dispensen una generosa hospitalidad y la ayuden en cualquier necesidad que tenga.
Del sintético repaso a los tres sustantivos con los que Febe es descrita se desprende cómo en el ámbito de la evangelización paulina