nuestro de individualización. Se ha producido una fuerte disputa y ha vencido el que con toda seguridad tenía que vencer. Para él ha sido la letra A. La A comporta afirmación, astucia, ambición… características que ciertamente parecen convenir a quien con más violencia ha discutido y que, con razón, reclama como propias. Yo he callado y he recordado para mis adentros que la angustia también empieza con la letra A. Nunca hubiera pensado que las letras permitirían tanto una singularización abierta y creativa como la activación de una combinación inexplorada. Pero ¿y las letras que nadie quiere? Me he tendido ya en la cama. Yo he escogido la letra I. Me gusta por su simplicidad y, sobre todo, porque se mantiene en pie. Nunca se arrodilla.
Afortunadamente, me ha correspondido la cama inferior de la litera. Es noche cerrada y no sé qué hay fuera. No veo nada. En verdad no sé qué hago aquí. Aún estoy sobrecogido por todo lo que he oído y visto. ¿Quiénes son mis compañeros? Tengo sueño y me encuentro cansado. Mañana investigaré cuál es esa tarea tan peligrosa que quieren asignarnos. ¿Qué se espera de nosotros? ¿Qué se espera de mí? Esta pregunta pesa sobre mi cuerpo como una garra. Quizás estoy demasiado cerca de la vida.
El contrato
Me despierto a causa de un murmullo creciente parecido al fragor de una multitud que se acerca. Siempre me pasa lo mismo; justo antes de morirme, no sé cómo me las arreglo, pero acabo despertándome. Temo abrir los ojos y encontrarme directamente, ahora ya sí, con la visión de los que serán mis compañeros de curso. Siento curiosidad por conocerlos y, a la vez, una inmensa pereza. ¡Ojalá se pudiera observar sin implicarse demasiado! Ahora tendré que dejarles entrar en mi vida, que husmeen mis entrañas, incluso alguno seguramente pretenderá juzgarme. Yo, por mi parte, tendré también que iniciar un camino de aproximación hacia ellos. ¿Para descubrir qué? No somos tan distintos como nos creemos. Si el código genético humano se diferencia únicamente un cinco por ciento respecto al código de los demás mamíferos, no sé muy bien qué originalidad cabe esperar. Además, la selección efectuada por la escuela todavía nos ha uniformizado más.
Y, sin embargo, el resplandor desplomado del techo ilumina a mis compañeros (sinceramente, no sé por qué digo «mis compañeros» si no los conozco de nada) y sus semblantes parecen brillar cada uno con una luz diferente. Mientras intento explicarme cómo es posible que cada rostro se active en función de su propia longitud de onda, me ha asaltado la duda de si realmente sabré cuándo mis compañeros serán de verdad «mis» compañeros. No me planteo la pregunta en términos jurídicos, o sea, de derecho, sino simplemente constato un problema. Como me gustan las paradojas —hay que ir con cuidado de no confundir una paradoja con una contradicción— he decidido resolverlo de esta manera: «Los compañeros serán mis compañeros cuando dejen de serlo». No sé si la respuesta es adecuada, pero creo que constituye un buen punto de partida.
Tengo que interrumpir mis elucubraciones, ya que por el altavoz una voz estentórea ha ordenado que nos pongamos en círculo con las manos unidas para escuchar la consigna del día. Así, al formar una cadena de cuerpos, la energía podrá circular entre nosotros y la consigna penetrará mucho mejor en nuestro interior. La del primer día es: «¡Llega a ser el que eres!». En los carteles luminosos que cuelgan de las paredes aparece la misma frase. Centellea como una estrella.
—La estrella que deberá guiarnos —me susurra un compañero que está junto a mí.
Asiento con la mirada. Pero justo cuando empezábamos a intercambiar unas palabras, nos llega un nuevo aviso. De uno en uno tenemos que entrar en la sala que se halla al final del pasillo para firmar el contrato de vinculación. Este contrato, como su mismo nombre indica, nos convierte en discípulos de la vida y comporta nuestra entrega total a ella. Evidentemente, ya conocíamos todos esta condición cuando fuimos seleccionados. En mi caso, si decidí venir fue por las contrapartidas. El contrato de vinculación es bilateral. Yo me doy a la vida, pero ella me exonera del pasado y, en la medida que me impone una responsabilidad, me abre el futuro. Sí, es un honor poder estudiar en esta escuela. La historia de la humanidad se deja resumir en pocas palabras: trabajar, comer, sufrir y finalmente morir. De vez en cuando se produce un estallido social. Caminamos todos juntos por un pasillo sin puertas ni ventanas y nos dirigimos hacia una bombilla que alguien ha encendido. Los engaños son los señuelos de siempre. Trabajamos y morimos con el único fin de seguir trabajando y muriendo. La humanidad avanza esforzadamente acompañada por una música estridente pero monótona. Cada día tenemos que decidir si matamos o mentimos. ¿Cómo no estar agradecidos a la vida si gracias a ella podemos interrumpir este destino? Tengo la impresión de haber encontrado la puerta de salida de este laberinto rectilíneo. En el fondo, todos buscamos lo mismo.
He llegado hasta aquí lamiéndome las llagas que caminar por senderos intransitables me ha causado, después de abandonar una casa que se me hacía difícil sentir como propia, y ahora, por fin, estoy a punto de firmar el contrato de mi vida. Oigo mi nombre. Ha llegado ya mi turno. Entro en la sala. Es un espacio casi vacío y muy luminoso, parecido a un quirófano. Huele a formol. Encima de una mesa situada en el centro de la estancia está el contrato de vinculación. De la pared cuelga un gran espejo, de manera que cuando firme el documento me veré reflejado en él. En la pared opuesta, una pantalla de televisión muestra a un hombre cuyo vestido recuerda al de un cirujano. Este instructor me anima a acercarme a la mesa y a firmar el contrato, pero antes de leer las obligaciones que voy a contraer, explica cuáles son los objetivos generales de la escuela. Con voz lenta y pausada, asegura que buscan poner en manos de los líderes de organizaciones, empresas, instituciones y ONG las herramientas necesarias para facilitar los cambios que nuestra sociedad reclama. Tales cambios —afirma— no son viables si no se impulsan desde una visión integral del ser humano y de los propios organismos sociales. En resumen, la Escuela de la Vida es una plataforma cuyo objetivo principal es la multiplicación de los deseos. Hay que producir deseos a gran escala: «deseos de realización en el trabajo», «deseos de crecimiento personal» y, en última instancia, «deseos de felicidad», ya que esta es la única manera de salvar a la humanidad.
Después de esta exposición, el que parece ser el jefe del equipo multidisciplinar pasa a concretar estos objetivos. Tendré que aprender a controlar las emociones, la angustia y el estrés. Tendré que adquirir un pensamiento positivo, mejorar la inteligencia emocional, la empatía, la asertividad y las relaciones con los demás. Deberé centrar toda mi atención en el autoconocimiento y el autocontrol. Si lo he comprendido bien, firmar el contrato de vinculación implica, por mi parte, aceptar que mi vida sea rehecha para adecuarla mejor a las necesidades de la sociedad y a las mías propias. Los bloqueos y los errores que la atenazan serán eliminados terapéuticamente con el fin de incrementar tanto la eficiencia como el rendimiento. Es lógico, por tanto, que deba renunciar, en principio y con carácter general, a las comunicaciones con familiares u otras personas que, según el parecer de la escuela, sean consideradas negativas y perjudiciales para mi transformación.
La palabra clave es nudge, cuya traducción aproximada sería «empujón». Mediante esta metáfora se describe muy bien la función del acuerdo que firmaré. El contrato de vinculación es, sencillamente, un pequeño empujón para orientar mejor mi propia conducta. No se trata en absoluto de una medida autoritaria. Yo jamás hubiera aceptado plegarme a una influencia de carácter totalitario. Simplemente, harto de malas decisiones, confío en la buena intención de unos expertos para guiarme. ¿Es esto paternalismo? No lo sé. ¡Pero qué importa si así aumento mi autoestima! En esta sociedad la autoestima es la clave del éxito y, en cambio, la misma sociedad te recuerda a diario que tu vida no vale nada, que tú eres perfectamente prescindible. Un puesto de trabajo no es más que una muesca de la realidad, una ranura vacía de la máquina y a la cual uno debe adaptarse. La autoestima es el lubricante que evita la rotura de pieza o, por lo menos, que la retarda. No sé si estoy ante una paradoja o una contradicción. Lo único que deseo vivamente es abandonar el mundo del trabajo.
Ahora, cuando firme el contrato de vinculación, me convertiré en alguien valioso, en un auténtico discípulo de la vida. Dejaré de ser un fraude. Lo que me gusta de esta escuela es la libertad que me dan. Aquí no adoctrinan. Nos abren un espacio vital en el que podernos encontrar a nosotros mismos y, a la vez, desplegar nuestras potencialidades. Pero no soy tonto. Sé perfectamente por qué han colocado este enorme espejo.