Santiago López Petit

Tan cerca de la vida


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la que me he cruzado al entrar a firmar el contrato de vinculación.

      —Pues yo —dice N— he tenido una vida completamente distinta a la tuya. No me interesa para nada la política, es más, pienso que la dimensión colectiva de la existencia constituye siempre una trampa para escapar del yo. Si cada uno de nosotros profundizara verdaderamente en sí mismo, la sociedad sería otra, porque ya no se alzaría sobre el miedo. Lo esencial es el trabajo sobre el propio cuerpo. Si estoy aquí es porque creo que esta escuela, al situar la creatividad en el centro de la enseñanza, me permitirá rehacerme.

      En la pared opuesta, A, completamente solo y con una mirada perdida, confiesa que sí, que ha sido atracador, pero que jamás ha matado a nadie. Y que, además, ya ha pagado con muchos años de cárcel su mal comportamiento. Lo único que ahora pide a la Escuela de la Vida es que le den otra oportunidad. Nos han quitado las palabras —seguramente de la entrevista que tuvimos que pasar— y ahora estas mismas palabras retornan para decir lo más esencial de cada uno.

      Con recelo, aguardo mi aparición en cualquier esquina de alguna de las paredes de la sala. Y, efectivamente, al poco tiempo me veo hablando solo mientras deambulo por la calle. La fábrica en la que trabajé como ingeniero está oculta por una espesa niebla. Parece haber desaparecido. Hubo una derrota y los trabajadores fuimos apaleados. Algunos cuerpos inertes todavía cuelgan de un horizonte caído. Yo pude escapar. Pero era difícil evitar descender por la pendiente inclinada del desencanto. En la Escuela de la Vida busco una excusa para seguir vivo y cualquiera me sirve. Lo más increíble es que este I que habla por mí, sabe más de mí que yo mismo. Sobrecogido al oír lo que yo pienso, pero nunca me atrevo a decirme, trago saliva para no escupir sobre esta vida que estrangula por compasión. Nosotros, personajes insulsos, escenificamos el paso del tiempo. El mundo de las palabras que guarda el mundo pertenece a la Escuela de la Vida.

      El estruendo producido al golpear al unísono el respaldo de las sillas aumenta. Algunos alumnos prefieren golpear con los pies el suelo de madera. El abucheo contra lo que se considera una violación de la privacidad y una total falta de respeto crece. Se oyen gritos de «¡Manipulación!». Pero no todos los gritos arrastran palabras de desengaño. M se ha subido a una silla y pide silencio alegando que no es tan grave lo que ha sucedido. Desde el fondo de la sala algunos lo silban. Q, una antigua directora de un importante instituto de enseñanza secundaria —me pregunto por qué habrá escogido esta letra— y que ha venido para aprender nuevas técnicas de participación escolar, está enfadada con los que promueven el escándalo porque, según ella, están poniendo en riesgo la continuidad del curso. Pero A no se amilana y con vehemencia grita que de él no se burlará nadie más y que se resistirá a toda forma de manipulación. Poco a poco, como consecuencia de un acontecimiento inesperado, aunque no crucial, han surgido dos bandos. Yo no quiero intervenir y me limito a observar. Después de lo ocurrido, todos sabemos mejor quién es quién y —puedo afirmarlo con cierta seguridad— empezamos a conocernos mejor.

      La Escuela de la Vida no ha conseguido impedir que la palabra hable y que por ella respire un cierto malestar. Lo único claro es que ha estallado un conato de rebelión contra el equipo multidisciplinar. Resulta, sin embargo, sorprendente, puesto que todos sabíamos perfectamente a lo que veníamos. El contrato de vinculación firmado el primer día, ya nos advertía de que el equipo multidisciplinar separaría con su bisturí lo bueno y lo malo de cada vida. ¿A qué viene, pues, esta protesta? Todo ha sucedido tan deprisa, me refiero a la formación de los dos bandos, que tengo una vaga sospecha, pero ni me atrevo a pensar en ello. ¿Y si la Escuela de la Vida hubiese realizado estas proyecciones en las paredes con el objetivo de analizar cómo reaccionábamos? Una voz femenina que no sé de dónde viene nos conmina a abandonar el salón de actos y a retirarnos a los dormitorios. Todo parece indicar que la dirección de la escuela está enojada con nosotros y quiere castigarnos. Creo que esta hipótesis confirma mi intuición. Un conflicto que no explota es peligroso porque no se puede controlar. Un conflicto que sale a la luz visibiliza al enemigo y puede empezar a ser reconducido. Quizá todo lo que hemos vivido ha sido premeditado para… ¡Qué absurda es esta idea! Si el equipo multidisciplinar se enterara un día de que he llegado a pensar algo así, me expulsaría inmediatamente. De hecho, merezco ser expulsado, ya que no me perdono haber concebido un pensamiento como este. En ocasiones, me asusto de mis propios pensamientos. Es inverosímil y, sobre todo, injusto, dudar de la importante función social de la Escuela de la Vida. Pero yo sé que la vida que se vive de verdad, se endurece y lentamente se convierte en madera. Entonces, puede arder y el fuego grita su soledad.

      Acabo de recibir en mi hyperphone un mensaje que dice: «Escribir para mañana un ensayo comentando la frase “La vida es la vida”».

      Un encuentro inesperado

      Hoy me ha sucedido algo que, seguramente, cambiará mi estancia aquí. Caminaba en silencio por un pasillo de la escuela con la vista clavada en el suelo, cuando de pronto me he tropezado con A. Yo juraría que ha sido A el que ha favorecido este encuentro. Con ello quiero decir que no ha sido en absoluto casual. Ciertamente, a mí me intrigaba su personalidad rebelde y siempre a punto de estallar, pero no sé si hubiese iniciado este acercamiento. Me gustaba observar su extraño comportamiento, un poco como el entomólogo observa el movimiento de los insectos. A es realmente un personaje curioso. Con los brazos llenos de tatuajes y algún que otro piercing en el rostro, su mirada provoca un intenso desasosiego. Pero sus ojos vivaces proyectan también una mirada rápida que se desplaza sobre las cosas sin acariciarlas, como temerosa de que sea secuestrada. Agresividad y recelo se conjugan perfectamente en él.

      —Yo a ti te conozco —me ha espetado con una voz que no era amenazante, aunque tampoco muy afable.

      Me he quedado sorprendido porque no recordaba haberlo visto nunca y, casi sin darme cuenta, me he puesto a la defensiva. A ha percibido mi reacción y enseguida me ha aclarado amablemente que un día estuve en su casa. Yo he seguido sin entender nada. Ha sido entonces cuando me ha explicado que su hermano había trabajado en la misma fábrica de vidrio que yo y que un día, acompañado por él, visité su casa para escoger una televisión en color. El estupor que sus palabras me han causado, poco a poco se ha esfumado y ha dado paso a una complicidad imprevista.

      Efectivamente, A tiene razón. Conocí y fui amigo de su hermano. El hermano de A se hizo muy conocido en su barrio porque con tan solo diez años robaba coches y, sentado sobre un cojín, era capaz de escapar de la policía. Después de pasar por diversos centros correccionales, recaló en la fábrica de vidrio en la que yo también trabajaba. La tarea que tenía encomendada consistía simplemente en coger la copa o el vaso salido del molde y llevarlo a un horno de templado. Tenía que realizar esta actividad durante ocho horas. Otros jóvenes también desempeñaban el mismo trabajo, pero él, siempre que podía, se escaqueaba. Yo, como ingeniero, no me tenía que ocupar de la disciplina, por lo que más bien admiraba su desfachatez y franqueza cuando me decía abiertamente que no le gustaba trabajar. Un día, cuando mi padre se jubiló, pensé en regalarle un televisor en color. Le pedí al hermano de A si podía conseguirme uno bien de precio y él, ni corto ni perezoso, me condujo a su casa. Era un piso situado en la periferia de la ciudad, donde no se aventuran las personas razonables y donde la noche brama buscando su dosis. En aquel piso minúsculo había más de una docena de televisores. Encima de las camas, sobre los armarios y por el suelo. Me llevé el más grande y tuve que decir a mi padre que había perdido la garantía. El hermano de A vivía al borde del abismo. Sabía muy bien que no tenía futuro, y lo aceptaba. Para él, la vida tenía que ser un juego peligroso. Le aterraba llegar a viejo sin haber tenido tiempo de vivir. No me extrañó nada que, cuando después de una larga huelga recuperamos la fábrica y la convertimos en cooperativa, no quisiera continuar trabajando más en ella. Con una sonrisa burlona me preguntó si, ahora que la fábrica pertenecía a los trabajadores, podría bajarse la temperatura de los hornos. Lo abracé y no lo he vuelto a ver nunca más.

      Y, sin embargo, no olvido lo mucho que aprendí de él. Ahora A está frente a mí y no puedo más que recordar la extraña amistad que trabé con su hermano.

      —Yo no soy como él —se apresura a decirme—. Mi hermano vivió llevándose la noche por delante. Yo he aprendido que ese camino conduce a la muerte y, sencillamente, no quiero morir. Bastantes años