la tensión entre judíos y samaritanos era igualmente dolorosa y tenaz. Él experimentó este conflicto cuando pasó por Samaria en su camino de Judea a Galilea.
En el pozo de Jacob, en la base del monte Gerizim, Jesús encontró a una mujer samaritana. En la Escritura, ella aparece como una mujer sin nombre, quien, por una rápida sucesión de divorcios, era conocida como la de los cinco esposos. Ahora vivía en unión libre con un hombre en un pueblo de Samaria llamado Sicar. Como resultado de su vida inmoral, sus conciudadanos la miraban mal. Además, los judíos odiaban a los samaritanos con quienes no querían tener trato.
Usualmente, las mujeres iban juntas todos los días temprano en la mañana a llenar sus cántaros de agua en el pozo y en el camino de ida y vuelta, aprovechaban para enterarse de las últimas noticias. Pero a esta mujer la habían enviado sola al pozo en la tarde. Ella era rechazada social y espiritualmente y por ende, llevaba una vida solitaria.
Cansado de viajar todo el día, Jesús se sentó junto al pozo de Jacob bien tarde. Hacía casi 2000 años el Patriarca Jacob había cavado ese pozo a una profundidad de más de treinta metros para asegurar que nunca se secaría. Jesús decidió permanecer allí, mientras que sus discípulos fueron a Sicar a comprar algunos suministros para la cena. Él tenía sed y deseaba beber, pero no tenía un recipiente con el cual sacar agua del pozo. Entonces vio a aquella mujer solitaria cargando un cántaro de agua. Por su apariencia, Jesús sabía que era una samaritana y por su soledad camino al pozo a esa hora del día, Él supo que no era querida por sus compañeras.
Cuando la mujer se acercó al pozo a llenar su cántaro, Jesús sabía que podía esperar alguna hostilidad de parte de ella, debido a la gran enemistad entre judíos y samaritanos. Así que, tomando la iniciativa, Él le dijo, “dame un poco de agua” (Juan 4:8). De esta manera, Jesús llegó a tener un punto de contacto con ella.
La respuesta de la mujer a la petición de Jesús fue increíble: “¿Cómo se te ocurre pedirme agua, si tú eres judío y yo soy samaritana?” (Juan 4:9). Los judíos se referían a los samaritanos como los de raza intermedia, que no eran judíos ni gentiles y cuyas restricciones dietéticas no estaban a la altura de los estándares judíos.
Por la apariencia de Jesús, la mujer supo que Él era un judío y cuando Él le pidió que le diera un poco de agua, ella detectó su acento. Aún manteniendo su guardia en alto, ella tuvo que admitir que este judío parecía amistoso y nada presuntuoso. Quizás su tono de voz traicionó su grado de aversión, cuando ella mencionó la palabra judío.
Jesús la trató amablemente. Asumiendo su papel de maestro, Él le dijo, “Si supieras lo que Dios puede dar, y conocieras al que te está pidiendo agua, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua que da vida” (Juan 4:10).
Al utilizar los términos regalo de Dios, y, agua que da vida, Jesús habló un lenguaje religioso. La mujer probablemente no entendió la primera expresión, la cual se refería al precioso regalo de Dios de su Hijo. Y ella indudablemente pensó que el segundo término se refería al agua corriente que salía del pozo de Jacob, contraria al agua almacenada en una cisterna.
También debió haber creído de manera supersticiosa que el agua del pozo de Jacob poseía algún poder misterioso, enorgulleciéndose al pensar que era superior a la de cualquier otro pozo de la región.
Esta mujer samaritana se dio cuenta de que Jesús no era un judío común y corriente, por lo que se comenzó a dirigir a Él de una manera respetuosa, con el título de “Señor.” Ella notó que Él no tenía un recipiente y que el pozo era profundo. ¿Cómo podría Él, quienquiera que fuera, sacar agua de aquel pozo? Con la sospecha de que este extranjero podía ser un fraude y queriendo saber quién era Él, le dijo, “Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua, y el pozo es muy hondo” (Juan 4:11).
Sabiendo que los judíos y los samaritanos compartían una herencia común en el Patriarca Jacob, ella le preguntó a Jesús, “¿Acaso eres tú superior a nuestro padre Jacob, que nos dejó este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y su ganado?” (Juan 4:12). El tono de su pregunta era de nerviosismo y apuntaba a que Jesús se identificara a sí mismo. Ella quería que Él le dijera si era más grande que Jacob.
Su sospecha de que Jesús era un maestro fue confirmada cuando Él le respondió, diciendo:
“Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed” (Juan 4:13). Esta verdad de vida no necesita discusión.
“Pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás” (Juan 4:14). ¿Era Él un mago que podía producir agua que satisficiera a una persona para siempre? Su curiosidad fue alimentada y ella quiso conocer más sobre Él.
“Dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna” (Juan 4:14). ¡Esa era la noticia que ella necesitaba escuchar desde hacía mucho!
Con su interés en aumento, ella a duras penas pudo contenerse y le pidió a Jesús que le diera a beber de esa agua viva. Los roles se habían reversado, porque ahora quien pedía el agua no era Jesús, sino ella. Incluso, la mujer no tenía conocimiento alguno del mensaje espiritual de Jesús.
Ella desnudó su espíritu revelándole a Jesús su diaria vergüenza de tener que ir sola al pozo. Diariamente ella debía ir a través de las puertas de la ciudad, donde los ancianos estaban sentados. Ella se daba cuenta de las miradas de desdén y algunas veces escuchaba sus susurros. Si era para liberarla de este camino diario hacia el pozo, ella podría aceptar el ofrecimiento de esa agua que podía calmar su sed para siempre. Si hubo alguna vez un momento de pedir ayuda era ahora.
Jesús se Descubre a Sí Mismo
Esta era la apertura que Jesús necesitaba para llegar a su alma. Hablar acerca de su vida inmoral y refrescar su espíritu con una fuente de agua que podía permanentemente estar dentro de ella. Jesús cambió las tácticas y le dijo que regresara con su esposo; sus palabras debieron tocar su alma, pues ella le contestó: “No tengo esposo” (Juan 4:17). Y Jesús, probablemente sonriendo amablemente, replicó: “Bien has dicho que no tienes esposo” (Juan 4:17). Es decir, ella no estaba legalmente casada.
Jesús continuó, “Bien has dicho que no tienes esposo. Es cierto que has tenido cinco, y el que ahora tienes no es tu esposo. En esto has dicho la verdad” (Juan 4:18). Jesús no llamó a la mujer al arrepentimiento, pero al exponer su pecado, Él la forzó a llegar a términos con su propia vida y a reconocer sus pecados.
Observando y escuchando, Jesús leyó muy bien el estatus de la mujer. Revelando su sentido sobrenatural, Jesús hizo que la mujer replicara: “Señor, me doy cuenta de que tú eres profeta” (v.19). Observe la progresión de la mujer en la evaluación de Jesús. Ella primero, sentida, clasificó a Jesús como un judío; después, cuando ella lo escuchó pronunciar palabras religiosas, educadamente se dirigió a Él como Señor; y ahora, después de que Jesús reveló los detalles de su vida, ella preguntó si Él era un profeta.
Ella se dio cuenta que este profeta era capaz de mirar a través de ella y conocer todos los secretos de su vida. No se enojó ni se sintió resentida, como se habría sentido cuando la gente de su ciudad la había llamado inmoral. Este judío no la había regañado o reprendido, Él sólo mencionó su estatus marital, o en vez de eso, la falta de él. En una palabra, Él había removido su cubierta externa y ahora ella se sentía apenada. Pero ¿podría este profeta ayudarla espiritualmente a cambiar su vida para bien?
Ella probablemente tuvo la idea de que Jesús era más que un Rabí o un profeta y quizás Él fuese el Mesías prometido. Conociendo las diferencias religiosas entre samaritanos y judíos, la mujer empezó a hablar en términos religiosos: “Nuestros antepasados adoraron en este monte, pero ustedes los judíos dicen que el lugar donde debemos adorar está en Jerusalén” (Juan 4:20). La respuesta de Jesús a la mujer samaritana mantuvo lejos todos los sentimientos de desacuerdo y resentimiento. Él dijo que había llegado el tiempo en que samaritanos y judíos no tendrían necesidad de ir a lugares diferentes de adoración, sino que podrían adorar a Dios Padre en cualquier lugar. Él le dijo a ella que sus palabras eran creíbles y verdaderas.