TJ Klune

Heartsong. La canción del corazón


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él con una sonrisa tensa.

      Me palmeó la rodilla por encima de la ropa de cama.

      –Si estás seguro –no parecía convencido.

      –Lo estoy. Lamento haberte despertado.

      –El sueño se escapa de mí últimamente –se rio de nuevo–. Sucede cuando te haces mayor. Lo entenderás algún día. Es tarde o, según como lo mires, temprano. Trata de descansar un poco, querido. Te hace falta.

      Se incorporó gruñendo; las rodillas le crujieron. Las mangas de su pijama se levantaron y dejaron ver viejos tatuajes, apagados y desvanecidos.

      Cuando llegó a la puerta, se detuvo y me miró por encima del hombro.

      –Sabes que puedes contarme cualquier cosa, ¿verdad? Sea lo que sea, es entre nosotros.

      –Lo sé.

      Asintió. Me pareció que iba a agregar algo, pero no lo hizo. Cerró la puerta; el suelo crujía a medida que avanzaba por el pasillo de nuestro pequeño hogar rumbo a su dormitorio.

      Busqué el latido de su corazón. Sonaba lento y fuerte.

      Me acosté de lado, los brazos debajo de la almohada, la barbilla sobre la muñeca. La única ventana de mi habitación daba a un sector solitario del bosque.

      El sueño se desvanecía. Me había parecido vibrante y vivo, pero ahora era translúcido, en gran parte. Apenas podía recordar el sabor de la savia en la lengua.

      Escuchando el latido del corazón de Ezra, cerré los ojos.

      Esa noche, no volví a soñar.

      ERA SUFICIENTE/ SILENCIOSO COMO UN RATÓN

      Cerca de la frontera canadiense y al borde de la Reserva Nacional de Vida Silvestre Aroostook –una mezcla de bosque antiguo y nuevo que nunca se secaba del todo–, había un pueblo olvidado por los humanos.

      Y era mejor que así fuera.

      Desde afuera, Caswell, Maine, era nada. No había ninguna autopista importante en kilómetros. La única manera de saber que Caswell tenía un nombre era un cartel viejo junto a una carretera de dos carriles, sostenido por dos postes negros con la pintura saltada. En letras doradas decía “BIENVENIDOS A” y en blanco sobre negro, “CASWELL”. Debajo, se leía “FUND. 1879”. Abajo de todo, había un dibujo pequeño de un árbol con una granja y un silo de fondo, a lo lejos.

      Cualquier persona que llegara a Caswell (generalmente, de casualidad), se encontraría con viejas granjas y calles sin una sola señal de tránsito. Había un almacén, un restaurante con un centelleante letrero de neón que decía “BIENVENIDOS”, una gasolinera y un vetusto cine que pasaba películas de otros tiempos, más que nada largometrajes de monstruos en blanco y negro granuloso.

      Eso era todo.

      Pero era mentira.

      Nadie vivía en las granjas. Había personas que trabajaban en el almacén, en el restaurante y en la gasolinera, e incluso en el cine.

      Pero nadie se quedaba en Caswell.

      Porque justo a las afueras del insignificante pueblo se encontraba el lago Butterfield.

      Lo rodeaban muros altos por todos los costados; la piedra tenía al menos metro y medio de ancho y estaba reforzada con acero.

      Detrás de esos muros había un complejo.

      Y allí residía la manada más poderosa de Norteamérica, y quizás del mundo.

      Yo no vivía en el complejo. Me hacía sentir electricidad en la piel. No me gustaba.

      Junto al lago Butterfield estaba Woodman Road, una calle de tierra y grava. Al final de Woodman Road había un portón metálico. Y, cruzando el portón, en lo profundo del bosque, había una casita.

      No era gran cosa. En otro tiempo, había sido ocupada por los leñadores que cortaban los árboles hasta mediados del siglo veinte. Tenía dos dormitorios. Un baño pequeño. Un porche con dos sillas. La cocina servía para dos hombres, y eso era todo. No más que eso.

      Era suficiente.

      La mayor parte del tiempo.

      Había días en los que necesitaba la tranquilidad. Estar lejos de todo el mundo.

      Días en los que me transformaba y corría por la reserva de vida silvestre, sintiendo la tierra húmeda debajo de las patas y las hojas golpeándome la cara. Seguía hasta que no daba más, hasta que los pulmones me ardían en el pecho y la lengua me colgaba de la boca.

      Me perdía en lo profundo de la reserva, lejos de los colores y sonidos del complejo. Lejos de los otros lobos. Lejos de los brujos. Incluido Ezra. Él entendía.

      Me desplomaba a los pies de un árbol antiguo, de costado, el pecho agitado. El instinto me llevaba a ese lugar, y me revolcaba en el pasto, de espalda, dejando que el sol me calentara la panza. Los pájaros cantaban. Las ardillas correteaban y aunque podía perseguirlas y comerlas, solía dejarlas en paz.

      Tenía una relación extraña con los árboles.

      Mi madre me había dejado en uno, instantes antes de que mi padre la asesinara.

      Tenía seis años.

      Los recuerdos son extraños.

      Si me preguntaran lo que hice hace solo un año, es probable que no me acordara, salvo que alguien me ayudase.

      Pero recuerdo tener seis con una claridad sorprendente.

      Algunos de esos días, al menos.

      Destellos brillantes, instantes que me hacían hormiguear la piel.

      Recuerdo una manada. Éramos seis. Había una Alfa, fuerte y amable. Me ponía la nariz contra el pelo y me olfateaba.

      Estaba su compañera, una mujer mayor que, cuando se reía, echaba la cabeza hacia atrás y se la tomaba entre las manos.

      Otra mujer se llamaba Denise. Era bella y silenciosa. Cuando se movía, apenas parecía tocar el suelo. Una vez, le pregunté si era un ángel. Me alzó y me hizo cosquillas. Su compañera era una mujer negra con dientes blancos y centelleantes y una sonrisa pícara. Tenía una huerta. Me dio tomates y los comimos como si fueran manzanas, con el jugo y las semillas chorreando de las barbillas.

      La otra era mi madre. Se llamaba Beatrice. Y era la persona más poderosa de mi mundo. Dormíamos en la misma habitación. Me susurraba a la noche y me decía que estábamos a salvo, que no tendríamos que volver a escapar. Que podíamos tener un hogar. Que nunca dejaría que nada malo me sucediera. Le creí. Era mi madre.

      No entendía por qué nos escapábamos o desde hacía cuánto tiempo. Había noches en las que dormíamos en un auto viejo en el que ella rezaba antes de encenderlo: “Vamos, por favor, Dios, dame solo esto”.

      Giraba la llave y el motor petardeaba y petardeaba y luego se encendía, y ella chillaba de placer, golpeando las manos contra el volante, y me sonreía de oreja a oreja mientras me decía: “¿Ves? Estamos bien. ¡Estamos bien!”.

      Denise nos encontró durmiendo en el auto junto a un camino de tierra, escondidos en un bosquecillo.

      Mi madre me despertó al apretarme contra su pecho. A través del parabrisas vi a una mujer extraña sentada en el piso, frente al auto.

      Nos saludó con la mano.

      –Loba –susurró madre.

      El