«el pueblo todo sólo se ha ocupado en celebrar el porvenir venturoso, que nuestra Carta le ha afianzado para siempre»247.
No sería difícil descartar estas descripciones como mera propaganda oficial, destinada al autoconvencimiento de una élite que, con o sin ese apoyo plebeyo, no tenía intención alguna de renunciar a lo que hacía mejor: el ejercicio fáctico del poder. Como es de suponer, el «entusiasmo» popular seguramente no se originaba en reconocimiento alguno, sino simplemente en el reparto de monedas y la perspectiva de tres días de festejos autorizados y gratuitos. En perspectiva de largo plazo, sin embargo, la necesidad de reconvertir la dominación en hegemonía requería de mecanismos un poco más consensuales o sutiles de validación política, aunque sólo fuese para distender las disidencias oligárquicas que, pese al transcurso de los años, se resistían a desaparecer, y que siempre podían apoyarse, como ya lo habían hecho durante los años veinte, en potenciales adhesiones plebeyas. En ese contexto, y como lo han hecho notar numerosos autores, la desaparición física del ministro Portales y el triunfo contra la Confederación Perú-Boliviana propiciaron un clima de reconciliación política que podía conducir a una verdadera estabilización institucional, sin los sobresaltos y conspiraciones que habían jalonado el primer decenio portaliano248. Así lo comprendió el gobierno de Prieto cuando resolvió poner término a la prolongada vigencia (noviembre de 1836 hasta mayo de 1839) de las facultades extraordinarias y el estado de sitio, anunciando unas próximas elecciones parlamentarias y presidenciales bastante más libres y competitivas que las verificadas durante todo el período anterior, y donde, por lo mismo, una movilización plebeya, activa o manipulada, como electores o como guardias cívicos, adquiría nuevamente ribetes estratégicos.
El primer capítulo de esta nueva coyuntura de politización plebeya se escribió hacia comienzos de 1840, en torno a las elecciones parlamentarias que tuvieron lugar los días 29 y 30 de marzo. Estimulada por la apertura política en curso, la emergente oposición liberal creó por esos meses una «Sociedad Patriótica» integrada, entre otros, por antiguos pipiolos como José Miguel Infante o Joaquín Campino. Según el relato de Barros Arana, esa organización se propuso «distribuir impresos entre las clases trabajadoras, para ilustrarlas contra el gobierno y ganar en ellas auxiliares para la próxima batalla electoral». Colaboraba en el mismo sentido una renaciente prensa opositora, encabezada por El Diablo Político del tribuno Juan Nicolás Álvarez, donde se llamaba a «derrocar la tiranía y establecer sin estragos ni desgracias un gobierno que mereciese el encantador epíteto de republicano». Aunque el historiador citado calificó los temores que estos hechos suscitaron en el gobierno como «infundados», por cuanto «el pueblo», posiblemente «levantisco en una asonada», no estaba preparado «para dejarse arrastrar a una verdadera contienda política», lo cierto es que las autoridades acusaron a Álvarez por delitos de injuria y sedición, y terminaron declarando nuevamente el estado de sitio. Oficiaba al respecto a los intendentes regionales el ministro del Interior, Ramón Luis Irarrázaval, que «los díscolos, los que no se conformarán jamás con el imperio del orden y de las leyes», procuraban «alucinar a las gentes sencillas y menos advertidas» con el objeto de «arrebatarnos los bienes que diez años de tranquilidad y progresos han hecho saborear a cada habitante de la República». Por su parte, el propio Presidente de la República justificaba la nueva suspensión del régimen constitucional aludiendo a «la seducción con que se pretendía apartar de sus deberes a las guardias cívicas», y a la organización en Santiago de «reuniones tumultuosas que en la plaza pública prorrumpiesen a presencia del mismo Gobierno en gritos sediciosos»249. De hecho, el juicio público seguido al editor de El Diablo Político fue acompañado, citando nuevamente a Barros Arana, por los bulliciosos vítores de «grupos de gente del pueblo», y por nuevos tumultos plebeyos que motivaron «la intervención enérgica y resuelta de la policía»250.
En ese clima, y bajo las restricciones propias del estado de sitio, tuvieron lugar las elecciones, en las que pese a todas las dificultades la oposición liberal logró llevar a nueve de sus candidatos a la Cámara de Diputados, rompiendo así con el monopolio pelucón imperante desde 1830. Según el siempre parsimonioso Barros Arana, estos resultados nunca estuvieron en riesgo, sobre todo considerando que la Guardia Nacional, «regularizada por el ministro Portales para moralizar al pueblo y para el mantenimiento del orden y de la tranquilidad, era en esas luchas un auxiliar poderoso del gobierno»251. Así y todo, varios testimonios de la época proyectan una impresión bastante menos flemática de tales comicios, sobre todo de sus ribetes más plebeyos. El Mercurio de Valparaíso, por ejemplo, denunciaba la compra de votos «a varios infelices que no saben lo que hacen»; acusaba a «inconsecuentes demagogos» de «proclamar la igualdad de derechos, sentar que no deben existir ni existen clases en la sociedad, y que el pueblo lo componen las masas no pensadoras»; y ridiculizaba, a través de un imaginario diálogo entre un patrón y su sirviente, la injerencia extemporánea del vulgo en cuestiones políticas que superaban su capacidad de comprensión252. Por su parte, una vez verificadas las elecciones, el intendente de Coquimbo deploraba «los muchos desórdenes y excesos cometidos por la multitud» durante dicho acto, exponiendo la ciudad de La Serena «a un desastre», lo que llevó al Ministerio del Interior a exigir «la formación de un proceso indagatorio a fin de proceder criminalmente contra los que resultaren culpables, y que se les aplique el condigno castigo»253.
La agitación política volvió a encenderse al aproximarse las elecciones presidenciales, programadas para el 25 y 26 de junio de 1841. Emergieron de cara a ellas tres candidaturas: una oficialista, encarnada en el general Manuel Bulnes; una liberal, a cargo del expresidente pipiolo Francisco Antonio Pinto; y una «ultra-conservadora», del antiguo ministro Joaquín Tocornal, movilizada por el bloque portaliano más intransigente, descontento con la apertura que venía articulando el presidente Prieto. Se trataba, como es evidente, de una coyuntura nuevamente propicia para la seducción y la activación política plebeya, como de hecho aconteció. En su minucioso estudio sobre el «republicanismo popular» santiaguino, James Wood da cuenta de los esfuerzos de todas las candidaturas por convocar y movilizar al mundo artesanal y a los guardias nacionales (también denominados a estas alturas «cívicos»), fundando sendos periódicos dirigidos expresamente a dicho público (dos de ellos se denominaban El Artesano y El Hombre del Pueblo, un tercero se titulaba El Miliciano, en referencia precisamente a los guardias nacionales, en tanto que el cuarto, El Infante de la Patria, evocaba con su nombre el antiguo batallón independentista conformado por sujetos populares, en su mayoría de origen afro-americano)254. Un quinto periódico, titulado La Guerra a la Tiranía e impulsado, irónicamente, por el grupo más conservador, fue clausurado por el gobierno por amenazar «el edificio social en sus cimientos, acostumbrando a la multitud, poco educada, a mirar en menos la moralidad y la decencia, y a perder toda idea de consideración y respeto a los primeros magistrados»255. Ya casi en vísperas de los comicios, el periódico oficial exhortaba a las personas «más eminentes y respetables» (y por tanto, «que tenían algo que aventurar»), a «dar el primer ejemplo a las clases inferiores, o a los que poco reflexionan acerca de los inminentes riesgos que correría el país, si se desbordase el espíritu de agitación y con él todas las malas pasiones que lo acompañan de ordinario»256.
A la postre, y como era de esperarse, la candidatura Bulnes se impuso holgadamente, esta vez sin estado de sitio y con el beneplácito de la oposición liberal (no así de la intransigencia portaliana, la gran derrotada en esta coyuntura). Según el juicio de Barros Arana, era incuestionable que ella había contado con el apoyo de la intervención oficial, encarnada concretamente en la Guardia Nacional, y en las autoridades regionales y locales, todas designadas por el Ejecutivo (lo que de paso ilustraba la creciente eficacia del estado en construcción). Sin embargo, agregaba, «el hecho de no haber ocurrido a violencias para alcanzar el triunfo, y la entidad de éste, su extraordinaria magnitud, revelaban a no caber duda, que esa candidatura tenía un gran prestigio, y fuerzas propias fundadas sobre todo en la gloria militar»257. La agitación plebeya, por lo visto, no había jugado un papel tan determinante ni había alcanzado a pasar a mayores, lo que de alguna manera refrenda la interpretación de Sergio Grez de ser ésta una instancia más de lo que ha denominado una «convocatoria política instrumental», que hacía del pueblo llano no más que «un elemento secundario de la lucha