como las fórmulas de solución elaboradas por estos grupos coincidieron en varios aspectos fundamentales, pero también divergieron en otros (entre ellos precisamente el que articula este estudio: su disposición frente a las clases populares), haciéndose unos y otros más visibles justamente a partir de su puesta en paralelo. Es en ese sentido que se piensa, en este y en muchos otros casos, que el análisis comparativo, no necesariamente entre «naciones», sino más bien entre procesos, conserva tanto su utilidad como su legitimidad.
Desde la ciencia política y la sociología, disciplinas bastante menos reacias a incursionar en este tipo de enfoques8, los últimos años han sido testigos de una interesante sucesión de estudios comparativos sobre la formación de los estados latinoamericanos durante el siglo XIX, la que aporta valiosas referencias para el análisis que aquí se desarrolla. Empeñados mancomunadamente en marcar las diferencias entre estos procesos y los que han servido para sentar las bases teóricas de la literatura más influyente sobre la formación del estado moderno (inspirados, como es habitual, en la experiencia europea o norteamericana), todos procuran identificar los factores más relevantes para dar cuenta de las especificidades de los estados latinoamericanos: la relativa fragilidad de sus instituciones, su propensión al autoritarismo político o a la exclusión social, su débil penetración en los espesores del territorio o de la sociedad civil. Para dicho efecto, y con el propósito explícito de levantar teorías de alcance a lo menos intermedio o macroregional, todos incorporan diversos casos nacionales para calibrar la validez de sus propuestas, haciendo de la comparación un ingrediente ineludible de su análisis. De la misma forma, ya sea por presencia o por ausencia, todos tienen algo que decir sobre la figuración de los actores populares en las etapas formativas bajo estudio. Y aunque estas consideraciones ciertamente no agotan el abanico de factores que unos y otros abordan, en un análisis con proyecciones mucho más abarcadoras que las aquí consignadas, para los efectos de este libro no parece inapropiado focalizarse de preferencia en esas dos: el enfoque comparativo y las presencias subalternas.
En orden de aparición cronológica, el primer libro que cabe incluir en este recuento es el de Fernando López-Alves, publicado el 2000, sobre formación de estado y democracia durante el siglo XIX latinoamericano. Se correlacionan allí las modalidades de resolución de conflictos y su impacto sobre los repertorios de acción colectiva, para así dar cuenta de la emergencia en la región de regímenes con mayores o menores grados de autoritarismo. En lo que aquí más interesa, cabe destacar la importancia asignada por este autor al modo de incorporación (o no incorporación) de los actores populares rurales al sistema político, existiendo una notable diferencia según si ello se produjo por la vía militar o por la vía partidista. Tomando como uno de sus casos de estudio la Argentina rosista (el único que coincide con el libro que aquí se presenta), se privilegia precisamente el papel del ejército como vehículo de integración política popular, lo que según la hipótesis de López-Alves daría cuenta de la fortaleza comparativa de esta formación estatal, pero también de sus rasgos más coercitivos y centralistas (al menos para la Provincia de Buenos Aires). Así y todo, no se desatiende el componente de persuasión que Rosas debió desplegar para lograr tal objetivo, ineludible en un contexto de escasez laboral que hacía de la adhesión campesina una variable a la vez diferenciadora respecto de otras experiencias, y estratégica para la consolidación del naciente estado9.
Un segundo estudio que ha marcado la agenda regional en materia de formación inicial de estado es el de Miguel Ángel Centeno, publicado en 2002 bajo el título de Blood and Debt: War and the Nation-State in Latin America. Tomando explícita distancia de las teorías (representadas principalmente por Charles Tilly y sus seguidores) que ponen el acento en el factor bélico para dar cuenta del surgimiento del estado moderno, Centeno hace notar que en la América Latina decimonónica la guerra no tuvo un impacto tan relevante (al menos como enfrentamiento entre países), y por tanto no se requirió de un estado particularmente fuerte para hacer frente a amenazas que en este caso no existieron. Por tal razón, y por su incapacidad (o baja necesidad) de extraer cuotas significativas de recursos de la población, tampoco se vio en la obligación de pactar con los actores sociales, especialmente los de condición subalterna. Dicho en sus propias palabras, «el estado no tenía necesidad de la población, ni como soldados ni como futuros trabajadores, y podía en consecuencia permitirse excluirla. El estado y las élites dominantes en casi todos los países de la región parecían preferir las poblaciones pasivas». Aun más: el constante peligro de conmoción interna que significaban las clases subalternas en un contexto atravesado por fracturas de todo tipo (sociales, étnicas, regionales), muy superior a cualquier eventual amenaza de origen externo, hacía altamente peligroso promover su movilización política o militar: «el temor al enemigo interno impidió la consolidación de la autoridad, la elaboración de una mitología nacionalista de amplio alcance, y la incorporación de proporciones importantes de la población en el aparato militar». De esta forma, y aunque reconoce gradaciones dentro de la fragilidad general que atribuye a los estados latinoamericanos decimonónicos (y su consiguiente exclusión de los sectores plebeyos), la propuesta de Centeno en general no transita por las coordenadas que este estudio ha elegido priorizar10.
Otro estudio que subraya el carácter excluyente de los estados latinoamericanos emergentes, pero que sí otorga a las relaciones laborales (serviles o no-serviles) un lugar determinante en el éxito o fracaso de tales esfuerzos, es el de Marcus J. Kurtz, publicado el 2013 con el título de Latin American State Building in Comparative Perspective. La preocupación fundamental de este autor es determinar los factores que incidieron en la capacidad de construir un estado eficaz, o más directamente, «qué hace a los estados fuertes o débiles en términos de su capacidad para administrar funciones básicas, imponer políticas públicas centrales, y regular las conductas privadas». A diferencia de las dos obras mencionadas anteriormente, la de Kurtz no pretende explorar las diferencias entre América Latina y los «paradigmas» de origen europeo, sino más bien las que se perciben al interior mismo de nuestro continente. Abarca también un marco temporal más amplio, que incluye lo que él denomina los dos «momentos críticos» en nuestra construcción estatal: el período inmediatamente posterior a la independencia, en el cual se habrían establecido trayectorias diferenciadas entre países, y las décadas iniciales del siglo XX (el período de la «cuestión social»), cuando se enfrentó el dilema de incorporar masivamente a los sectores populares en la institucionalidad política. Su tesis central, para la temporalidad y los objetivos que conciernen a este libro, es que la prevalencia de relaciones laborales serviles impidió la formación de aparatos estatales fuertes, por cuanto las élites locales no se atrevían a delegar en un actor «distante» (el estado) el control de un orden social irremediablemente amagado por esa contradicción fundamental, y por lo mismo expuesto a estallidos de insurgencia popular. De esa forma, en los casos de Chile y Argentina (donde para él, supuesto algo discutible, regían formas más libres de trabajo), la formación inicial del estado habría enfrentado menores obstáculos, en tanto que en el Perú, caracterizado por la supervivencia de prácticas laborales coactivas (la esclavitud y la posterior servidumbre china en la costa, el trabajo «semi-servil» en la sierra indígena), este proceso se habría visto entrampado por una economía política que fomentaba el localismo de las élites, y su hostilidad hacia una mayor injerencia de la autoridad central11.
Un último intento de teorizar la formación de los estados latinoamericanos que vale la pena mencionar es el de Hillel David Sofer, publicado el 2015 con el título State Building in Latin America. Este autor comparte el impulso de Marcus Kurtz de correlacionar inversamente la capacidad de penetración y control estatal con la autonomía de las élites locales. Para que emergiera un estado más efectivo, plantea, se requería de una burocracia más sensible a los dictámenes del poder central y menos dependiente de las élites locales (como habría ocurrido en Chile, uno de los cuatro casos en los que profundiza). En cambio, allí donde el estado naciente optó por «delegar» sus funciones administrativas en dichas élites (el caso del Perú antes de la Guerra del Pacífico, o el de Colombia), el resultado fue una capacidad de intervención estatal (definida en términos de alcance territorial y aptitud para implementar políticas hasta el nivel local) mucho más menguada. Configurado así un campo de fuerzas en que los papeles fundamentales son desempeñados por el estado central y las élites locales, el protagonismo de los sectores populares no ocupa un lugar