Julio Pinto Vallejos

Caudillos y Plebeyos


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la hostilidad apenas disimulada, manifestada esta última bajo la forma de turbulencia social, actividad delictual o rebelión abierta29. Así, cuando la apertura relativa experimentada bajo la presidencia de Manuel Bulnes (1841-1851) permitió una expresión política más transparente de los sectores plebeyos, ésta se canalizó de preferencia en un registro contestatario, ya sea dentro de cauces pacíficos como ocurrió con la Sociedad de la Igualdad, o de forma violenta en las guerras civiles de 1851 y 185930. El mundo popular chileno, a juzgar por tales manifestaciones, nunca tuvo mucha afinidad con el orden «pelucón» ni fue objeto preferente de sus cuidados, salvo en un sentido represivo.

      En la vertiente rioplatense de nuestro estudio, si bien el régimen de Rosas se asemejaba al de Portales en su preocupación por el orden y su lectura más bien autoritaria del republicanismo31, se distinguía de éste por presentar un rostro bastante más empático, y hasta podría decirse incluyente, respecto del sujeto popular. Ya en su propio tiempo, tanto su discurso oficial como las impugnaciones de sus enemigos caracterizaron al gobierno de Juan Manuel de Rosas como más cercano al mundo plebeyo del campo y la ciudad, habiendo éste retribuido dicha atención, según se sostenía, con un apoyo que no flaqueó a lo largo de su prolongada permanencia en el poder, e incluso después de su caída. Esa visión fue recuperada, con tono altamente laudatorio, por la historiografía «revisionista» de comienzos y mediados del siglo XX, que hizo de Rosas una encarnación supuestamente mucho más auténtica, y por tanto más representativa del verdadero sentir popular, que las propuestas elitistas y extranjerizantes de sus adversarios y sucesores32.

      Estudios posteriores, que por cierto no comparten la lectura hagiográfica de Rosas como encarnación de algun «alma nacional» primigenia, igualmente reconocen, y procuran explicar, sus evidentes nexos políticos y sociales con la plebe urbana y rural. Así, Eduardo Artesano33 identifica explícitamente al rosismo como expresión de una revolución popular dirigida en contra de la aristocracia unitaria. Por su parte, Tulio Halperín Donghi34 postula el sesgo «democrático» de la gestión rosista como un mecanismo tendiente a la recomposición hegemónica de la élite; en tanto que John Lynch35 lo interpreta bajo la luz de una relación clientelar propia de una sociedad que caía rápidamente bajo la égida de una oligarquía estanciera cuyo máximo parangón era precisamente Rosas. En un registro parecido al de Lynch, Waldo Ansaldi36 da cuenta del respaldo popular a Rosas como fruto de una estrategia deliberada de instrumentalización, destinada a consolidar la hegemonía estanciera. Ninguno de ellos, sin embargo, pone en duda la existencia misma de esa relación.

      El rostro «plebeyo» del régimen de Rosas ha sido revisitado últimamente desde una perspectiva cercana a la corriente de los Estudios Subalternos, al menos en su visión crítica del papel pasivo que los estudios anteriores (con la parcial excepción de Halperín Donghi) habían atribuido al sujeto popular en sus tratos con el gobierno. Particularmente representativo de este enfoque es Ricardo Salvatore37, quien subraya el aspecto «proactivo» y «negociador» de la interacción entre los sectores más pobres de la plebe rural (peones, migrantes, vagabundos y soldados) y el orden rosista, haciendo además una oportuna diferenciación entre ese estrato y el campesinado más «sedentario» y «establecido» que habría constituido la verdadera base popular del rosismo agrario. A partir de esta distinción, Salvatore postula una relación más bien tensa, por mutuamente demandante, entre Rosas y ese segmento de la subalternidad. Sobrepasando el marco específico de ese gobierno, la antología compilada por Noemí Goldman y el propio Salvatore38 aplica el mismo juicio crítico a la visión generalizada del caudillismo como expresión de mero paternalismo oligárquico, rescatando nuevamente el protagonismo popular en una relación que termina siendo mucho más horizontal y política de lo que tradicionalmente se pensó. En igual dirección apunta el estudio monográfico de Raúl Fradkin sobre una montonera rural39, que aunque situado en un momento anterior a la instauración del régimen rosista, refuerza la noción de esa forma de rebeldía como un fenómeno fuertemente político y autónomo, así como la sintonía entre dicha expresión plebeya y el liderazgo de Rosas, visión finamente discernida y profundizada en la reciente biografía que ha escrito Fradkin en conjunto con Jorge Gelman40. Por último, Sol Lanteri41 se adentra en la construcción del orden rosista en una localidad fronteriza de la Provincia de Buenos Aires, enfatizando el papel desempeñado en ese proceso por los indígenas y los pequeños y medianos productores, como lo hace también Juan Carlos Garavaglia en su conocido estudio sobre las elecciones en el partido de San Antonio de Areco42.

      En lo que respecta a la plebe urbana de Buenos Aires, los estudios de Gabriel Di Meglio43 conectan explícitamente el ascendiente rosista con el arraigo que entre esos sectores había adquirido el bando federal desde mucho antes de 1829, fruto a su vez de una movilización política que se remontaba a los primeros días de la Revolución de Mayo (y antes incluso, a las invasiones inglesas de 1806 y 1807), y que refuerza la visión de un protagonismo popular que Rosas no habría hecho otra cosa que reconocer y capitalizar, tratando de encauzarlo en provecho propio. Aunque más tributaria de los enfoques vinculados al estudio de las formas de sociabilidad y del espacio público que a la «historia desde abajo», Pilar González Bernaldo44 también se hace partícipe de ese diagnóstico en lo que respecta a la población bonaerense de origen africano, cuya cercanía con el régimen rosista ha sido resaltada una y otra vez, especialmente en el estudio monográfico de George Reid Andrews45. En suma, tanto en la urbe como en el campo las simpatías populares, activas o pasivas, aparecen nítidamente alineadas con el bando liderado por Juan Manuel de Rosas.

      Las radiografías más recientes de este proceso se han beneficiado adicionalmente de una renovación radical en los estudios sobre la estructura agraria bonaerense y las relaciones y jerarquías sociales que de ella se desprendían, lo que ha redundado en una reevaluación del papel ocupado en los procesos políticos por los diferentes actores, tanto patricios como plebeyos. Han aportado a este «giro», entre otros, los estudios de Carlos Mayo46, Jorge Gelman47, Juan Carlos Garavaglia48, Jorge Gelman y Daniel Santilli49, y Julio Djenderedjian50, todos los cuales demuestran que, contrariamente a lo que durante mucho tiempo se pensó, el agro pampeano no habría operado bajo la tutela rígida de los grandes propietarios a quienes la tesis de John Lynch identificaba como la principal base de apoyo de Rosas. Muy por el contrario, la comparecencia en ese marco espacial de una abigarrada y en buena medida autónoma «multitud», conformada por pequeños y medianos propietarios, peones y jornaleros libres, arrendatarios, indígenas de frontera y otros, confería a las dinámicas de interacción política y social una fluidez e imprevisibilidad muy alejadas de la placidez latifundiaria, y por lo mismo muy refractarias a cualquier iniciativa de ordenamiento como la propiciada por Rosas. Así las cosas, lo que debe esclarecerse es cómo se las ingenió el «Restaurador de las Leyes» para ganarse el apoyo, o al menos la legitimidad social, que hasta aquí muy pocos le desconocen.

      La literatura ha propuesto frente a esta interrogante variadas alternativas. Desde un ángulo «estrictamente» político, estudios como el de Marcela Ternavasio51 llaman la atención sobre la función legitimadora que la cuasi universalidad del sufragio masculino, establecida en la provincia desde 1821, desempeñó antes y durante el régimen rosista. Bajo este último, si bien el control de las elecciones y la proscripción de las voces disidentes confirió a dicha expresión un tinte más «plebiscitario» que propiamente deliberante, ella siguió constituyendo un cimiento político insustituible. Por otra parte, y siguiendo los análisis de Halperín, Di Meglio, Fradkin y Salvatore, tampoco resultaba fácil desactivar un protagonismo que se había venido consolidando a lo largo de toda la coyuntura revolucionaria. El bajo pueblo, en otras palabras, no era un actor político del cual se pudiese tranquilamente prescindir, como lo ha demostrado Gelman en su estudio sobre la coyuntura crítica de 1838-1840, la que Rosas pudo remontar exitosamente en buena medida gracias a los apoyos plebeyos que supo concitar y mantener 52.

      Esta condición, que podría calificarse como de «dependencia estratégica», puede hacerse extensiva a otros planos del quehacer social. En ese registro, Salvatore y Gelman-Santilli hacen especial hincapié en la apremiante demanda de mano de obra de una economía provincial en proceso de expansión exportadora, la que, al estrellarse