sucesivamente.
Ciertamente se dan casos de niños maltratados, abandonados por sus padres, y casos de adultos ricos y privilegiados que pasan su vida feliz, tranquilamente. Pero tan sólo se trata de excepciones.
El niño tiene que aceptar la autoridad y los consejos de los adultos, porque tiene necesidad de protección y no posee todavía la energía y las facultades necesarias para bastarse a sí mismo y comportarse en la vida. Más tarde, cuando se siente fuerte, capaz, inteligente, se responsabiliza, quiere trabajar, imponerse, demostrar sus aptitudes; y entonces empiezan para él las preocupaciones: simplemente porque cuenta consigo mismo, con sus facultades, con su fuerza, con su propia percepción de las cosas.
Ser adulto o ser niño es, en realidad, menos una cuestión de edad que de actitud. Entre los adultos, algunos se comportan como tales, y otros actúan como niños. Se puede, desde luego, considerar la cuestión bajo diferentes aspectos, pero dejo eso a los psicólogos y a los moralistas. A mí, lo que me interesa, es saber cómo hay que comportarse en la vida espiritual. Considerad el caso de los discípulos y, sobre todo, el de los Iniciados. En vez de disponer de su vida para sí mismos y de organizarla a su antojo, la abandonan a la voluntad de Dios. Quieren seguir siendo niños, es decir, quieren obedecer a sus padres celestiales y hacer todas las cosas de acuerdo con sus consejos y, precisamente porque adoptan esta actitud, el Cielo se ocupa de ellos, les alimenta, vela por ellos y les protege.
Imaginándose que ya son adultos, muchos se sienten fuertes, libres, dueños de su destino, creen que ya no tienen necesidad del Padre Celestial ni de la Madre Divina y rompen sus relaciones con ellos. Pero, a partir de entonces, les ocurren todo tipo de desgracias: el Cielo ya no se ocupa de ellos, porque ya son adultos, ¡naturalmente! Si continuaran siendo niños, es decir, si en vez de mostrarse independientes respecto al Cielo, experimentasen el deseo de dejarse guiar por él, de seguir sus consejos, de confiar en él y de caminar de la mano de sus padres divinos, éstos seguirían ocupándose de ellos y les protegerían.
Vais a decirme que no se puede seguir siendo niño toda la vida. Desde luego, pero ahí también es preciso dar una explicación: no se trata de conservar una mentalidad infantil sino de seguir teniendo, incluso en la edad adulta, una actitud de niño respecto al Cielo, de mostrarse dócil, sumiso, lleno de amor. Se trata, sencillamente, de una cuestión de actitud con respecto al Cielo. Y el Cielo, que observa a este ser, no le abandona, le envía su ayuda y su luz. El Cielo sólo acudirá en vuestra ayuda si sois niños. Diréis: “¿Aunque sea una anciano de noventa y nueve años?” Esto no importa; las entidades sublimes no miran vuestras arrugas, ni vuestras canas, ni tampoco el calendario oficial: ven que sois un niño adorable, que vuestra actitud es la de un hijo de Dios, la de una hija de Dios, y os hacen entrar en el Paraíso.
Ya veis que las palabras de Jesús no siempre han sido bien comprendidas ni bien explicadas. La gente dirá: “Pero, ¿cómo? ¿Quiere que seamos débiles e ignorantes como los niños?” No, naturalmente que no son los defectos de los niños los que hay que imitar sino sus cualidades: su obediencia, su confianza en escuchar y en seguir a los padres, en aprender y obrar según sus consejos.
Muchas veces me encuentro con chicos y chicas que tienen una confianza tan grande en sus puntos de vista personales que no aceptan consejos de nadie. Aunque se trate de un Maestro, no le escucharán. Y yo, sólo con ver esta mentalidad, ya sé que les esperan grandes problemas y que no están preparados para afrontarlos y para resolverlos correctamente. Pura y simplemente porque tienen mentalidad de adultos: en vez de ser como los niños que, conscientes de su ignorancia y de sus debilidad, confían en sus padres, buscan sus consejos y los siguen atentamente, sólo cuentan para ellos sus opiniones, de una manera absoluta. Pues bien, estos muchachos son demasiado viejos: se encontrarán con grandes problemas y grandes tristezas.
Diréis: “Pero, ¿hasta cuándo tenemos que mantener esta actitud de niños?” Hasta que os hayáis vuelto tan puros y luminosos que el Espíritu Santo pueda venir a instalarse en vosotros. Sí, cuando el Espíritu Santo se instala en un hombre, entonces éste puede considerarse como un verdadero adulto. Dios no ha hecho las cosas de tal forma que el ser humano tenga que seguir siendo niño durante toda la eternidad. Ambos períodos, la infancia y la edad adulta, han sido previstos por la Inteligencia cósmica: hay que ser niños durante un cierto tiempo, hasta llegar a la madurez. Lo que sucede, simplemente, es que esta madurez no está donde la gente la coloca: han fijado la mayoría de edad a los veintiuno o a las dieciocho años; son mayores civilmente, pero no tienen todavía la madurez de la que os hablo. La mayoría de las personas no tienen la madurez espiritual ni siquiera a los noventa y nueve años.
Cuando uno ha recibido el Espíritu Santo es cuando llega a ser verdaderamente adulto, y entonces camina en medio de la luz, tiene un guía, ve las cosas claras. Únicamente este tipo de adulto es reconocido como tal por el Cielo. Los demás no son, todavía, sino niños recalcitrantes. Sí, todos los que no han alcanzado esta madurez espiritual son considerados arriba como bebés. La cosa está clara, por tanto: el hombre no tiene que seguir siendo un niño eternamente, pero mientras no haya recibido la luz, el Espíritu Santo, que trae consigo todas las riquezas, tiene que mantener una actitud de niño, es decir, tiene que seguir siendo obediente, humilde, atento para con el Cielo. Por otra parte, cuando veis personas que se enfrentan con dificultades insuperables, podéis deducir que se trata de individuos que aún se comportan como niños desobedientes, porque los verdaderos adultos ya no sufren: están continuamente en la luz. Sin embargo, aquellos que no han querido conservar esta actitud de niños hasta llegar a su madurez, y que se han vuelto prematuramente adultos, evidentemente, sufren.
Qué hay que hacer, ¿pues? Es muy sencillo: hasta que no hayáis llegado a ser adultos, debéis pedir a vuestros padres celestiales que os instruyan y os guíen. Cuando vean que sois cada vez más fuertes, más resplandecientes, más luminosos y que estáis llenos de amor, decidirán daros vuestra mayoría de edad: el Espíritu de la luz no cesará de iluminaron y de inspiraros. Ya no tendréis las mismas dificultades que tienen estos supuestos adultos que creen poder llevar una vida independiente. Mientras no hayáis sido reconocidos como adultos por el Cielo, tenéis que actuar como niños humildes y obedientes para poder entrar en el Reino de Dios. Ahora, comprendedme bien. Cuando digo que hay que ser humildes y obedientes, quiero decir que hay que serlo con respecto al Señor... no con respecto a los hombres. Porque, con frecuencia, se ha comprendido que había que obedecer y someterse a cualquiera, y así, ¡cuántos obedecen a los tiranos, a los ricos, a los poderosos, y a los verdugos! No: se trata de ser fiel, abnegado, sumiso y obediente únicamente con el Principio divino.
En realidad, en las iglesias, incluso entre los miembros del clero, no se ven muchos adultos; hablan siguiendo su propia inspiración, sus propios puntos de vista, y no es esto lo que hay que hacer. Antes de que un hombre pueda predicar, es necesario que el Espíritu tome posesión de él, porque es el Espíritu quien debe manifestarse a través suyo, a fin de que sus palabras no sean la expresión de sí mismo, sino de la sabiduría y de la luz celestiales, la expresión de la Inteligencia cósmica. El hombre es adulto cuando ya no habla en su propio nombre. Existen Maestros que tienen autoridad y que se imponen formidablemente, pero no son ellos los que se imponen, sino el Espíritu que está en ellos y que tiene el derecho de imponerse. Antes de haber recibido el Espíritu, no tenemos el derecho de imponernos; es muy peligroso. Antes de ser mayores de edad, no tenemos el derecho de ordenar, de mandar, porque sería volvernos adultos antes de tiempo.
La vida espiritual comporta períodos de transformación que marcan el paso de una etapa a otra, de la misma forma que en la vida fisiológica se produce, por ejemplo, la pubertad o la menopausia. Estas transiciones no se manifiestan de manera tan aparente en el plano espiritual, pero son muy significativas, porque producen grandes cambios en la vida interior. Así pues, de la misma forma que en la vida física se produce el paso de la infancia a la adolescencia y después a la edad adulta, en nuestra evolución espiritual también está previsto este paso. Tenemos que seguir siendo niños hasta que no hayamos alcanzado la madurez de adultos. Pero después, una vez que ya seamos adultos, ya no tenemos que seguir comportándonos corno niños.
Ahora, bajo este enfoque, las palabras de Jesús son más fáciles de comprender: “Si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios...” Sí, a partir del día