Omraam Mikhaël Aïvanhov

¿Qué es ser un hijo de Dios?


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sangre representa la vida que circula en el universo. Si se sabe cómo considerarla, se llega a sentir que dentro de nosotros está lo que más se acerca a la luz. Porque la sangre es la vida, “Y la vida es la luz de los hombres”, dice san Juan al principio de su Evangelio. Esta luz, que es la materia misma de la creación,8 puesto que Dios creó el mundo invocando a la luz, es ella la que está condensada en nuestra sangre. Por lo tanto, debemos estar muy atentos y considerar con inmenso respeto esta sangre que es luz condensada, la vida divina condensada. Y al igual que la sangre siempre regresa al corazón, nuestra vida debe regresar al corazón del universo: al Creador.

      En la actualidad, muchos tienden a ver en la circuncisión una práctica de otros tiempos. Sencillamente es porque no comprenden lo que es la vida y el papel que los humanos deben desempeñar para su conservación y espiritualización. Si poseyeran esta luz, no se sorprenderían ni les extrañaría tanto esta práctica. Yo por mi parte, no estoy ni a favor ni en contra. Únicamente lo explico. En el contexto donde apareció tuvo su razón de ser; ahora la podemos conservar o abandonar, todo depende de la comprensión que de ella tengan los humanos.

      5 “Sois dioses”, Parte V, cap. 3: “El mal es comparable a unos inquilinos...”.

      6 “Buscad el Reino de Dios y su Justicia”, Parte VIII, cap., 2-II: “El hombre y la mujer, reflejos de los dos principios masculino y femenino”.

      7 Ibid., Parte VI, cap. 3: “La magia divina”.

      8 Ibid., Parte II, cap. 1-II: “¡Que se haga la luz!”.

      III

      “AQUÉL QUE QUIERA SALVAR SU VIDA LA PERDERÁ”

      En todas las religiones se encuentra la creencia de que las divinidades exigen que los hombres les hagan sacrificios. A lo largo de la historia, estos sacrificios han adoptado formas diferentes: sacrificios humanos, sacrificios de animales, de vegetales, de alimentos, de objetos, y Jesús mismo se ofreció en sacrificio. Entonces nosotros los cristianos, ¿qué debemos hacer?...

      Al joven adinerado que acababa de preguntar a Jesús qué prácticas debía observar para tener la vida eterna, le respondió: “Vende lo que posees, dáselo a los pobres, y después sígueme...” Pero el joven se marchó muy triste porque lo que Jesús le pedía estaba por encima de sus fuerzas. ¿Es necesario llegar a la conclusión de que para poder seguir a Jesús debamos realmente deshacernos de todo lo que poseemos para dárselo a los pobres? Algunos lo hicieron así, pero no por ello siguieron mejor a Jesús. De nada sirve renunciar a los bienes materiales cuya posesión nos entorpece y oscurece nuestra mirada, si no nos libramos también de los pensamientos, sentimientos y deseos que nos entorpecen y oscurecen aún más nuestra mirada interior.

      Tiene mucho mérito hacer renuncias y sacrificios, pero ¿renunciar a qué y sacrificar qué? Esto es lo que los humanos no llegan a comprender. Porque de entrada, bien sea en el plano material o en el plano psíquico, la palabra “renuncia” les da miedo. Tienen miedo de la renuncia como tienen miedo de la muerte. Y efectivamente, renunciar es dejar morir algo en nosotros mismos privándole de alimento y, ante esta amenaza de muerte, una parte de nosotros se rebela. Pero lo queramos o no, he ahí un dilema del cual no podemos escapar: la vida y la muerte están tan estrechamente unidas que siempre hay en la existencia y en el hombre algo que debe morir para que otra cosa pueda vivir.

      Debemos escoger la forma de vida que queremos fomentar, porque no se puede vivir todo a la vez. Aquél que, con la excusa de vivir más intensamente o más agradablemente, no respeta las leyes de la vida física, enferma y muere. Y lo que es cierto en el plano físico, lo es igualmente en el plano psíquico. Pero los términos “vida” y “muerte” sólo evocan espontáneamente en los seres humanos la vida y la muerte físicas, mientras que en realidad no son más que aspectos muy limitados de estos dos procesos. Y si saben lo que son la vida y la muerte en el plano físico, no lo tienen nada claro con respecto al plano psíquico y espiritual: no saben cuándo están muertos y cuando están vivos.

      Es la renuncia que hacemos a las formas inferiores de vida lo que nos vuelve cada vez más vivos. Si no, lo que llamamos la vida es en realidad la muerte. Bien o mal, se haga lo que se haga, se puede decir que siempre es durante la vida. Pero también se puede decir que no se cesa de morir: si no se muere en la estupidez, se muere en la sabiduría; si no se muere en el odio, se muere en el amor. Se puede llamar a eso como se quiera. La vida y la muerte van juntas: toda nuestra existencia debemos elegir entre la vida y la muerte, entre una forma de vida y una forma de muerte. Y lo que unos llaman vida, otros lo llaman muerte.

      Cada problema que debemos resolver durante nuestra existencia afecta de una manera u otra a esta cuestión: ¿a qué debemos renunciar (morir) para vivir? Y Jesús dio una respuesta formidable a esta pregunta: “Aquél que quiera salvar su vida la perderá, y aquél que quiera perder su vida la salvará...” Para vivir, debemos por tanto hacer el sacrificio de nuestra vida. Pero si hay una palabra que los seres humanos no quieren o no pueden aceptar, es ciertamente la palabra “sacrificio”. Entonces, ¿qué hacer, Dios mío, para que comprendan que es con el sacrificio, y únicamente con el sacrificio, que encontrarán su salvación, la verdadera vida?

      Estaba escrito en el Antiguo Testamento que las víctimas inmoladas por el fuego sobre los altares desprendían al ser quemadas un perfume agradable a las narices del Señor. Si comprendemos estas palabras literalmente, es monstruoso. ¿Qué clase de Dios es ese que se deleita con el olor de las grasas al quemarse? Pero también hay otros pasajes que revelan una mejor comprensión del sacrificio. Como en los Proverbios: “La práctica de la justicia y de la equidad, esto es lo que el Eterno prefiere a los sacrificios...” Y en Isaías, es el mismo Dios quien se irrita contra los sacrificios: “Estoy harto de los holocaustos de carneros y de la grasa de los becerros; no me causa ningún placer la sangre de los toros, de las ovejas y de los machos cabríos... Lavaos, purificaos, quitad de mi vista la maldad de vuestros actos...”

      En la actualidad, las religiones judeo-cristianas han prohibido los sacrificios de animales, ya no se queman bueyes ni ovejas en los altares. Sin embargo, en las iglesias y los templos, siempre está presente el fuego, puesto que todavía se quema incienso y se encienden velas, cirios y lamparitas. El incienso es una materia que se echa al fuego para ser transformada y que, al quemarse, desprende un perfume. Sólo que, quemar incienso, no tiene ningún significado si el creyente no comprende que este acto es el reflejo de otros procesos que puede desencadenar en sí mismo: vencer sus dificultades, sus pesadeces, purificar su propia materia, transformarla con el fuego divino con el fin de que de su alma emanen los perfumes más deliciosos. Sino, ¿qué sentido tiene? Está muy bien esparcir perfumes agradables entre los asistentes, pero no basta. Y la prueba está en el pasaje de Isaías que os he citado; Dios dijo también: “Dejad de traer ofrendas vanas; siento horror por el incienso...”

      Y ¿cuál es la función de las velas, de los cirios y de las lamparitas? Diréis que sirven para iluminar las iglesias. No, si se tratara solamente de iluminar las iglesias, bastaría con la electricidad. Pero sin embargo se sigue iluminando con velas y cirios. Aquí también sólo tiene sentido este rito si el creyente comprende que, a imagen de esta cera que se consume para mantener la llama, debe también quemar una materia en sí mismo con el fin de mantener la luz interior y hacer que la Divinidad oiga su plegaria