era similar en simios y humanos y no había cambiado demasiado en la historia de nuestro linaje.
El referente para esta idea es un artículo publicado en 1995 por Leslie Aiello y Peter Wheeler.20 Para este estudio, Aiello y Wheeler recabaron mediciones del tamaño de los órganos de humanos y otros simios obtenidos en estudios previos y notaron que los humanos tienen cerebros más grandes, pero hígados, estómagos e intestinos más pequeños que otros simios. No todos los órganos gastan energía del mismo modo. Los cerebros y los sistemas digestivos son energéticamente más costosos; cada gramo de tejido quema una tonelada de calorías, porque las células de estos órganos son increíblemente activas, como discutiremos a profundidad en el capítulo 3. Aiello y Wheeler hicieron los cálculos y encontraron que en los humanos la energía que ahorramos al tener sistemas digestivos más pequeños compensa el costo energético de nuestro enorme cerebro. Con base en esta importante observación, y la de que las TMB de humanos y simios son parecidas a las de otros mamíferos, Aiello y Wheeler sostuvieron que los cambios metabólicos críticos en la evolución humana fueron cambios de distribución, que aumentaron las calorías destinadas al cerebro y redujeron las que corresponden al aparato digestivo. En este supuesto, el gasto diario permanece sin cambio: los humanos no gastan más energía que los simios, sólo la usan de forma distinta.
Los equilibrios evolutivos, como el trueque entre sistema digestivo y cerebro que descubrieron Aiello y Wheeler, son una de las piedras angulares de la biología moderna. Como observó el mismo Charles Darwin, con base en los escritos de Thomas Malthus, entre los habitantes del mundo natural se libra una batalla permanente por los recursos. Nunca hay suficientes para todos. Así, todas las especies evolucionan en condiciones de escasez. No puedes ganar todo: si la evolución favorece la expansión de ciertos rasgos —digamos patas traseras potentes y una gran cabeza llena de dientes feroces— deberás ceder, por ejemplo en las patas anteriores… y voilà, tienes un Tyrannosaurus rex. O, como lo expresó Darwin en El origen de las especies (citando a Goethe), “la naturaleza, para gastar en un lado, está obligada a economizar en otro”.21
La idea de que los cerebros y las vísceras compiten entre sí ya había sido sugerida en la década de 1890 por Arthur Keith, en un estudio sobre primates del sureste de Asia.22 Keith trató de demostrar que esta lógica podía explicar la diferencia en el tamaño de los cerebros de humanos y orangutanes, pero estaba adelantado a su tiempo y rebasado por las matemáticas; sólo entendía en forma rudimentaria cómo cambia el tamaño de los órganos en relación con el tamaño corporal general de los mamíferos, y no pudo demostrar los esperados trueques entre cerebros y vísceras. La idea vuelve a aparecer una y otra vez durante el siglo XX. Pensemos en Katharine Milton, por ejemplo, una antropóloga con una extensa experiencia en nutrición que ha trabajado durante décadas con personas y otros primates en América Central y América del Sur (y que hizo el primer estudio de agua doblemente marcada en un primate salvaje23 —los monos aulladores— en 1978). Milton demostró que los primates folívoros, con grandes intestinos para digerir su dieta fibrosa, tenían cerebros más pequeños que las especies frugívoras24 de los mismos bosques. Carel van Schaik y Karen Isler, de la Universidad de Zúrich, publicaron en las décadas de 2000 y 2010 extensos estudios en los que sostenían que el costo de los cerebros más grandes25 podía explicar la evolución de las distintas historias de vida entre los primates.
Pero, por más importantes que sean estos trueques, había razones para pensar que no eran suficientes para explicar todo el conjunto de rasgos energéticamente caros que hacen únicos a los humanos. Como discutiremos en el capítulo 4, los humanos crecemos más lentamente y vivimos más que cualquier otro simio y, sin embargo, de algún modo obtenemos suficiente energía para reproducirnos más rápido que cualquiera de ellos. También tenemos cerebros enormes y hambrientos, y estilos de vida físicamente activos (al menos en las poblaciones que no están malcriadas por la tecnología moderna). Los humanos también invierten más en el mantenimiento corporal y tienen vidas más largas que otros simios. De algún modo, en franca violación del orden natural que insiste en hacer intercambios, los humanos evolucionamos para tenerlo todo.
Pensábamos que el conjunto de adaptaciones energéticamente caras de los humanos podría ser producto de una maquinaria metabólica acelerada que evolucionó para quemar más calorías al día. Teníamos muchos datos humanos a nuestra disposición, pero necesitábamos mediciones de una gran cantidad de simios para comparar adecuadamente. Steve Ross y yo diseñamos un plan para involucrar a zoológicos de todo Estados Unidos. A unos meses de empezar ya estábamos trabajando con zoológicos de todo el país y haciendo citas para reunir datos. Contratamos a Mary Brown, becaria del Zoológico de Lincoln Park, una colaboradora alegre e imparable, tanto como el mismo Steve, para que fuera de zoológico en zoológico, catorce en total, a coordinar y recolectar datos conductuales sobre los simios con los que trabajamos. Muy pronto comenzó a fluir la orina… oro líquido.
Los resultados fueron aún más emocionantes de lo que esperábamos. Descubrimos que los cuatro géneros de grandes simios (chimpancés y bonobos, gorilas, orangutanes y humanos) hemos evolucionado con gastos energéticos diarios característicos.26 El de los humanos es el mayor; quemamos cerca de 20 por ciento más que los chimpancés y los bonobos, aproximadamente 40 por ciento más que los gorilas y cerca de 60 por ciento más que los orangutanes, una vez que se toman en cuenta las diferencias en el tamaño corporal. La TMB también es distinta, en las mismas proporciones. Igual de sorprendentes son las diferencias en grasa corporal. Los humanos de nuestra muestra tenían el doble de grasa (entre 23 y 41 por ciento, aproximadamente) que los otros simios (entre 9 y 23 por ciento). Los orangutanes se encontraban del lado de la obesidad, mientras que los chimpancés y los bonobos eran particularmente magros. Como discutiremos en el capítulo 4, es probable que nuestro alto índice de grasa corporal haya evolucionado de la mano de nuestra elevada tasa metabólica para proporcionarnos una mayor reserva de combustibles que nos proteja de la inanición.
Estas diferencias en metabolismo y grasa corporal, por cierto, no respondían al estilo de vida humano: habíamos tenido el cuidado de seleccionar humanos sedentarios para compararlos con los simios de zoológico de nuestro estudio. Las diferencias eran más profundas; se encontraban en el núcleo mismo de cada especie. A lo largo de la historia evolutiva de cada género, la tasa metabólica se ha intensificado o atenuado, como el quemador de una estufa, respondiendo a cambios en la disponibilidad de comida o la depredación o... ¿qué? En el caso de los orangutanes, estamos razonablemente seguros de que sus bajas tasas metabólicas y su capacidad para almacenar grasa evolucionaron como respuesta a la escasez de comida, al mantener bajas sus demandas energéticas diarias y una importante reserva de combustible en forma de grasa. La variación metabólica entre los simios africanos —chimpancés, bonobos y gorilas— es una historia que aún trabajamos para dilucidar.
En el caso del linaje humano, nuestras células evolucionaron para trabajar más, hacer más y quemar más energía. Estas adaptaciones metabólicas produjeron otros cambios importantes en la forma en la que funcionan nuestros cuerpos y en nuestra conducta, temas a los que volveremos más adelante. El gasto de energía evolucionó junto con enormes cambios alimenticios y en cómo obtenemos, preparamos y compartimos nuestra comida. Un metabolismo más rápido favoreció una mayor capacidad de almacenar grasa. Hoy, nuestro metabolismo establece los límites de todo lo que hacemos, desde el deporte y la exploración hasta el embarazo y el crecimiento. Por supuesto, estos cambios fundamentales en el modo en el que nuestros cuerpos queman energía fueron cruciales en la evolución de nuestro enorme cerebro y nuestra historia de vida única. Sí, los trueques fueron importantes, pero es nuestro metabolismo lo que nos hace humanos.
DARWIN Y EL DIETISTA
La emoción de estos descubrimientos y los prospectos de nuevas aventuras científicas fueron lo que me condujo al campamento hazda, escondido en las lejanas montañas Tli’ika del norte de Tanzania, a escuchar coros de leones y medir gastos energéticos. Nuestro trabajo con simios y otros primates trastocó décadas de consenso científico y reveló dramáticamente que la evolución ha transformado las estrategias metabólicas de los humanos y otros simios. ¿Qué descubriríamos si nos concentrábamos en nuestra propia especie e investigábamos cómo queman energía personas de diversas culturas, con estilos de vida enormemente distintos?