y la catástrofe; pero una persona cuya alma es pura, generosa y noble gravita con igual precisión hacia la felicidad y la prosperidad.
Cada alma atrae lo suyo y nada que no le pertenezca vendrá hacia ella. Darse cuenta de esto es reconocer la universalidad de la Ley Divina.
Los incidentes que construyen y destruyen cada vida humana son atraídos por la calidad y el poder de los pensamientos interiores de esa vida. Cada alma es una combinación compleja de experiencias y pensamientos acumulados, mientras que el cuerpo es solo un improvisado vehículo para su manifestación.
Por tanto, eres lo que piensas; y el mundo que te rodea, tanto animado como inanimado, se verá tal como tus pensamientos lo visten.
“Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado. Está fundado en nuestros pensamientos; está hecho de nuestros pensamientos”. Así dijo Buda y, por consiguiente, se entiende que, si un hombre es feliz, es porque tiene pensamientos felices; y si es miserable, es por que insiste en tener pensamientos de derrota y debilidad.
Ya sea que se trate de un miedoso o un valiente, de un torpe o un sabio, de alguien impaciente o sereno, dentro de cada alma yace la causa de ese estado o estados; nunca por fuera. Ahora, me parece oír un coro de voces que exclaman: “¿Pero realmente quieres decir que las circunstancias externas no afectan nuestra mente?” No digo eso, lo que digo es —y sé que es una verdad infalible— que las circunstancias solo pueden afectarte hasta donde tú lo permitas.
Tú eres gobernado por las circunstancias porque no tienes una comprensión correcta de la naturaleza, el uso y el poder del pensamiento.
Crees (y de esta pequeña palabra “creencia” dependen todas nuestras penas y alegrías) que las circunstancias externas tienen el poder de construir o deshacer tu vida; y al creerlo te haces súbdito de ellas, confiesas que eres su esclavo y que ellas son tus amos incondicionales; con esa forma de pensar las dotas de un poder que no tienen por sí mismas y sucumbes, no a las meras circunstancias, sino también a la tristeza, a la alegría, al miedo o a la esperanza, a la fuerza o a la debilidad que ellas generan sobre tus pensamientos y emociones.
Conocí a dos hombres que, en su juventud, perdieron sus ahorros de años de esfuerzo. Uno estaba bastante preocupado y abatido, y le dio el paso al disgusto, a la preocupación y al desaliento; el otro, al leer en el periódico matutino que el banco en el que tenía depositado su dinero se había ido a la quiebra, y al darse cuenta de que jamás volvería a ver sus ahorros, tranquila y firmemente dijo: “He perdido todo mi dinero, pero lamentarme o preocuparme no me sirve de nada, ni me lo devolverá; lo único que puedo hacer para recuperarlo es volver a trabajar duramente hasta volverlo a conseguir”.
Habiendo dicho esto, se dedicó a trabajar con vigor renovado hasta recuperar en el menor tiempo posible la prosperidad que había perdido; en cambio el otro, dedicado a continuar lamentándose por la pérdida de su dinero y a quejarse por su “mala suerte”, permaneció siendo juguete de circunstancias adversas, preso de sus pensamientos débiles y esclavizantes.
La pérdida del dinero fue una maldición para el que vistió el evento con pensamientos oscuros y tristes; fue una bendición para aquel que sembró a su alrededor pensamientos de optimismo, esperanza y esfuerzo renovado.
Si las circunstancias tuvieran el poder de bendecir o dañar, nos afectarían a todos por igual, pero el hecho de que las mismas circunstancias sean buenas o malas para personas diferentes comprueba que lo bueno o malo no está en ellas, sino en la interpretación de la mente de quien las experimenta.
Cuando empieces a entender este concepto, comenzarás a controlar tus pensamientos, a regular y disciplinar tu mente, y a reconstruir el templo interior de tu alma, eliminando todo el material inútil y superfluo e incorporando en tu ser solo sentimientos de alegría y serenidad, de fuerza y vida, de compasión y amor, de belleza e inmortalidad; y a medida que hagas esto te volverás alegre y sereno, fuerte y saludable, compasivo y amoroso. Y llegará a tu vida la belleza de la inmortalidad.
Y así como vestimos los eventos con las telas de nuestros pensamientos, del mismo modo vestimos los objetos del mundo visible a nuestro alrededor; y donde uno ve armonía y belleza, otro ve caos y una fealdad repugnante.
En una ocasión, un entusiasmado naturalista estaba dando un paseo por senderos campestres y encontró un charco de agua estancada cerca de una granja. Al tiempo que llenaba una pequeña botella con el agua para luego examinarla bajo su microscopio, con emoción y detalle le describió todas las innumerables maravillas contenidas en el charco al humilde hijo del granjero, quien estaba sentado en una cerca y no dejaba de observarlo; luego, terminó diciéndole:
“Así es, mi joven amigo, dentro de este charco hay miles, ¡no!, un millón de universos; si tan solo tuviéramos la capacidad o los instrumentos avanzados para verlos, ¡imagínate todo lo que aprenderíamos!” Y el ignorante joven contestó sin mayor importancia: “Yo solo sé que el agua está llena de renacuajos, pero es fácil pescarlos”.
Mientras que el naturalista, con su mente llena de conocimiento de hechos naturales, vio belleza, armonía y gloria oculta, la mente no versada sobre esas cosas apenas sí vio un sucio charco lodoso.
La flor silvestre que el caminante casual pisa sin fijarse es un mensajero celestial de lo invisible para la mirada espiritual de un poeta.
Para muchos, el océano es una aburrida masa de agua donde los barcos navegan y a veces naufragan; para el alma del músico es un elemento viviente del que percibe divinas armonías en todos sus matices, a través de sus sentidos.
Donde la mente ordinaria ve desastre y confusión, la mente del filósofo ve la más perfecta secuencia de causa y efecto; y donde el materialista no ve sino muerte infinita, el místico ve vida eterna y palpitante.
De la misma forma como vestimos eventos y objetos con nuestros pensamientos, de ese mismo modo vestimos las almas de los demás con las ropas de nuestros pensamientos.
El desconfiado cree que todos son desconfiados; el mentiroso se siente seguro pensando que no es tan tonto como para creer que exista una persona sincera de verdad; el envidioso ve envidia en cada ser; el codicioso piensa que todos están ansiosos de quitarle su dinero; el que ha acallado su conciencia para hacerse rico duerme con un revólver bajo su almohada, envuelto en el engaño de que el mundo está lleno de gente sin conciencia, ansiosa por robarle; y el promiscuo que se ha abandonado a los placeres sensuales considera al santo un hipócrita.
Por otra parte, aquellos que tienen pensamientos amorosos, les manifiestan su amor y simpatía a los demás; los confiados y honestos no se ven preocupados por sospechas; los que son buenos y generosos, y que se alegran con la buena fortuna de otros, rara vez saben lo que significa la envidia; y el que ha percibido lo divino en sí mismo, lo reconoce en todos los seres, inclusive en los animales y en la naturaleza.
Hombres y mujeres han comprobado que, debido a la Ley de Causa y Efecto, sus pensamientos atraen aquello que buscan y de esta manera entran en contacto con gente similar a ellos.
El viejo proverbio que afirma que “Dios los hace y ellos se juntan” tiene un significado más profundo que el generalmente reconocido porque tanto en el mundo del pensamiento como en el mundo material, cada uno se apega a su similar.
"li"'
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Di la verdad
Lo que das de ti mismo, lo recibirás;
Tu mundo es tu propio reflejo.
Si eres de los que rezan y esperan un mundo más feliz más allá de la tumba, he aquí un feliz mensaje para ti: puedes entrar en ese mundo feliz aquí y ahora, ¡en este mismo instante! Este mundo feliz llena el universo entero y se encuentra en tu interior. Solo tienes que encontrarlo, reconocerlo y hacerlo tuyo. Alguien que conocía las leyes internas del ser afirmó:
“Cuando los hombres digan tal o cual cosa, no les hagas caso; el reino de Dios está dentro de ti”.
Lo que tienes que hacer es creerlo, simplemente créelo con una mente