riesgo para nosotros. Con seguridad, actuaríamos con mayor imprudencia y nos pondríamos más a menudo en situaciones de peligro. ¿Ves? Hay instantes en que el miedo actúa como un mecanismo de defensa que garantiza nuestra propia supervivencia.Lo mismo ocurriría si no tuviésemos temor a perder un examen en la escuela o a ser rechazados en una entrevista de trabajo. Si así fuera, lo más seguro es que no nos preocuparía demasiado estudiar lo suficiente, ni estar bien preparados y causar una buena impresión en la entrevista.Entonces, el objetivo no es deshacernos del lobo del mal. No se trata de eliminar el miedo de nuestra vida porque, como ves, este juega un papel necesario. De lo que se trata, y esto es lo que ilustra la leyenda de los dos lobos, es de asegurarnos de nutrir al lobo del bien. ¿Cómo? Enfocándonos más en nuestras fortalezas que en nuestras debilidades; alimentando nuestra mente con imágenes en las que nos proyectemos triunfando y no fracasados y vencidos; cuidando que las ideas, lecturas e información que llegan a nuestra mente a través de los sentidos nos estén ayudando a fortalecer nuestro carácter y descubrir nuestro verdadero potencial, y no que estén plantando falsas creencias que debilitan nuestra personalidad y socavan nuestra autoestima.Muy pocas historias ilustran con tanta claridad el papel que nosotros mismos jugamos en este proceso. Es evidente que cada uno de nosotros elige la información, los pensamientos y las ideas que deposita en su mente. Por lo tanto, la próxima vez que utilices la expresión “alimentar tu mente”, ten presente que de lo que se trata es de alimentar al lobo que va a fortalecerte o al lobo que te va a debilitar.El esclavo sin cadenasEsta es la historia de un hombre joven que formaba parte de una cuadrilla de esclavos condenada a trabajar en una de las minas de oro más grandes de la Nueva Granada —un territorio que por aquel entonces aún pertenecía a la Corona Española—. Era una época en la cual la esclavitud y la explotación del oro iban de la mano a tal punto que los hacendados que poseían minas en sus tierras ostentaban el título de “Señor de minas y de cuadrilla de esclavos”.En una hacienda de esta región, se hallaba uno de los depósitos de oro más ricos de toda la provincia. Su dueño poseía un gran número de esclavos que solía iniciar su faena en las minas con la salida del sol y en ocasiones no paraba hasta mucho después de caída la tarde. Eran jornadas largas y penosas bajo la vigilancia de un capataz que no tenía ninguna consideración para con este puñado de individuos. Les exigía un esfuerzo descomunal para cualquier ser humano, y no toleraba ningún tipo de indisciplina, ni admitía nada que no fuera su total sumisión. Era frecuente que muchos de ellos enfermaran y hasta murieran como resultado del trato inhumano al que eran sometidos.Los hombres hablaban poco entre sí. Su espíritu, visiblemente quebrantado, les había enseñado a no esperar mucho de la vida así que se limitaban a sobrellevar cada día evitando en lo posible los horribles castigos que les propinaba el mayoral cuando cometían un error o cuando alguien se desplomaba, víctima del cansancio y la fatiga.Un día, llegó a la mina un joven esclavo en quien se advertía algo excepcional. Exhibía una actitud firme y decidida; compartía con sus compañeros de penuria historias sobre lo que quería hacer con su vida y los alentaba a aferrarse a sus ilusiones y anhelos con todas sus fuerzas para evitar que el cruel capataz los despojara de sus ideales y sueños de libertad.Una de las primeras cosas que el joven hizo al llegar fue limpiar un pequeño terreno aledaño a la caleta donde dormía el grupo y sembrar allí algunos vegetales. Y cada noche, antes de irse a descansar, atendía sin falta las necesidades de su improvisada huerta sin importar lo duro que hubiese sido el trabajo ese día.Para el mayoral, esto era una clara muestra de rebeldía e indisciplina, una influencia negativa sobre el resto de la cuadrilla. En castigo a su osadía, para él estaban reservadas las peores tareas, las más severas e inhumanas. Las golpizas y castigos eran frecuentes y el encargado siempre se las arreglaba para que su faena se prolongara hasta mucho después de que el resto del grupo se hubiese retirado a descansar.Al final de la jornada era tal el cansancio de aquellos hombres, que apenas si tenían fuerzas para consumir su ración de comida y caer doblegados por la fatiga. Debían aprovechar las pocas horas de reposo que tenían para soportar la faena del siguiente día. Aun así, y sin importar su cansancio, ni su precario estado, ni qué tan tarde fuera, día tras día, el joven esclavo buscaba siempre el tiempo para atender su huerta.Sus compañeros no entendían la razón del empeño con que él cuidaba aquel jardín. Se burlaban de tal necedad y no lo miraban con buenos ojos temiendo que, por su culpa, el capataz la emprendiera contra todos. No comprendían el propósito de tan frívola tarea ya que el pequeño sembradío no producía mayor cosa. Incluso algunos lo veían como una señal de arrogancia. Suponían que su único fin era dejarles ver que él era distinto a todos.Una noche, luego de trabajar más de doce horas seguidas en la mina, llegó el joven a la barraca con su cuerpo cubierto de lodo de pies a cabeza. Las llagas en sus manos exponían las carnes rojas y pulsantes. El agotamiento era tal que dos de sus compañeros debieron ayudarlo a llegar hasta el catre en el que dormía. Su estado era tan lamentable que algunos llegaron a pensar que esa sería su última noche; ya había sucedido con otros. Sin embargo, para sorpresa de todos, en lugar de dejarse caer sobre la estera, como el resto del grupo, el hombre tomó su azadón y se dispuso a atender su huerto, como era su costumbre.Cerrándole el paso, el más viejo de todos los esclavos le reprochó con severidad frente a los demás:“¿Qué haces? ¿Acaso quieres acabar con tu vida? Nosotros aquí, hechos trizas, tratando de reponernos para lo que nos espera mañana y tú, que has trabajado mucho más, en lo único que piensas es en coger tu maldito azadón para atender ese rastrojo... ¿Qué buscas con ello?”Sin exaltarse ni perder la compostura, el joven le respondió:“Hoy he trabajado más de medio día para otra persona, construyendo con mi sudor su beneficio, no el mío; rompiéndome el lomo bajo las órdenes de alguien a quien no le importa si vivo o muero… Y qué triste sería irme a dormir sin haber trabajado tan siquiera unos instantes para mí mismo”.Habiendo dicho esto, se dirigió a atender su jardín.
Esta historia es parte de una novela que escribí hace algunos años, titulada Un regalo inesperado. Se desarrolla a mediados del siglo XIX, cuando la esclavitud era parte de la cotidianidad en muchos lugares de nuestra América. Este contexto podría hacernos pensar que es un relato con el que un empresario o profesional del siglo XXI no lograría identificarse, que lo hallaría anacrónico y fuera de lugar. Pese a ello, lo que he encontrado cuando lo comparto es que toca una fibra muy sensible ya que muchas personas consideran que hoy son víctimas de otro tipo de esclavitud. Sienten que son esclavas de su trabajo, de la velocidad aparatosa a la que el mundo se mueve o de la cantidad de tareas, reuniones, compromisos y actividades laborales que deben atender y que les dejan poco o ningún tiempo para ellas mismas.Con frecuencia, hablo con emprendedores que quisieran poder empezar un negocio en su tiempo libre o desearían regresar a la universidad a hacer una maestría o un diplomado durante las noches, después de salir de sus trabajos, pero encuentran imposible hacerlo porque consideran que no les alcanza el tiempo, que su trabajo no les permite agregar una actividad más a su ya atiborrada agenda.No obstante, en lugar de hacer algo al respecto, prefieren ampararse tras excusas como “no tengo tiempo para nada más”, “no me queda un minuto libre”, “estoy demasiado ocupado”, “mi trabajo demanda mucho de mí” o “si solo tuviera una hora más en mi día”. Por eso, cuando escuchan una historia como la del esclavo sin cadenas, ven en ella una situación con la que les queda fácil identificarse y además descubren una posible salida a la encrucijada en la que se encuentran.La salida es sencilla: resulta absurdo tener todo el tiempo del mundo para trabajar para otra persona y, al mismo tiempo, afirmar que nos es imposible encontrar el tiempo para trabajar en nuestros propios proyectos. Esta es la lección que esta historia nos enseña de manera magistral.Ahora bien, al escucharla es claro que, comparadas con las implacables jornadas que debía soportar el joven esclavo, parecería como si la mayoría de nosotros estuviera trabajando medio tiempo. Él sí tenía no una, sino cientos de razones para justificar no hacer nada más. Y aun así, en lugar de utilizar cualquier excusa, se rehusaba a irse a dormir sin antes haber trabajado, por lo menos, unos minutos para sí mismo.El hecho de trabajar tan siquiera unos instantes en su huerta, sin importar lo cansado que se sintiera, era su mejor proclama de que, aunque su cuerpo y esfuerzo estuvieran siendo explotados y abusados por otro, había algo que aún era suyo, que todavía le pertenecía. Su trabajo en su pequeño jardín era su manera de mantener cierto control sobre su vida y sus decisiones, y conservar viva su esperanza de libertad.Sin duda, esta historia nos obliga a cuestionarnos, a autoconfrontarnos ante la idea de estar dispuestos a trabajar 40 o 50 horas semanales en un empleo, pero no creer posible encontrar una