el contrario, a ver las unilateralidades de la época moderna, de una civilización orientada solo a la cantidad; nos ofrece criterios de discernimiento, de los que tenemos urgente necesidad.
Me parece que no se puede negar que hasta ahora se ha trabajado por la unificación de Europa de un modo unilateral, siguiendo lo económico, la cantidad, la no atención a la historia. Proceder en esta orientación sin intervenciones correctivas, no ofrecería a Europa una verdadera esperanza.
La homologación de la vida en todos sus ámbitos, desde el alimento a los edificios y a la lengua, lleva consigo una debilitación de los espíritus, en la que el continuo cambio de las formas exteriores se experimentaría como aburrimiento total. La persona humana llega a estar sin alma, se convierte en un alienado, en el verdadero sentido de la palabra. Allí donde la moral y la religión son arrojadas al ámbito exclusivamente privado faltan las fuerzas que pueden formar una comunidad y mantenerla unida.
Nos encontramos ante un problema muy serio: la antítesis entre tolerancia y verdad, que es cada vez más el dilema de nuestro tiempo. Falta todavía respecto a este problema, decisivo para la supervivencia de Europa y de las democracias surgidas de la cultura europea, una discusión filosófica ampliamente fundada, aunque el dilema es de dominio público, gracias a la formulación radical del concepto positivista de Estado en la obra de Kelsen. Es verdad que el Estado como tal no es una fuente de verdad, y, por tanto, no puede imponer ninguna visión determinada del mundo ni ninguna religión; debe garantizar la libertad de religión y de pensamiento.
Pero si de ello se deduce la total neutralidad moral y religiosa del Estado, entonces se canoniza el derecho del más fuerte: la mayoría se convierte en la única fuente del derecho, la estadística se erige en legislador. Esto equivaldría a la autoeliminación de Europa, porque consecuentemente se deberían poner en discusión los derechos del hombre, como se ha puesto de manifiesto en la discusión sobre el aborto. Se constata así lo que Adorno y Horkheimer han dicho sobre la dialéctica de la Ilustración y su incesante autodestrucción.
Se trata de un problema de supervivencia de la libertad, y, precisamente para defenderla, tenemos que encontrar el camino para volver a la intuición aristotélica de algunas verdades y valores de fondo de la existencia humana por sí evidentes, intocables.
La libertad sin fundamentos morales se hace anárquica, y la anarquía conduce al totalitarismo, es más, es ya una manifestación del espíritu totalitario. De hecho, la autoevidencia de lo que es moral y santo se ha perdido en el escepticismo general y en el rechazo de cualquier certeza no demostrable en el laboratorio. Pero también hoy el hombre puede saber que es buena la fidelidad y no la infidelidad, que es bueno el respeto de los valores y no el cinismo, que la atención al otro corresponde más con la persona humana que la violencia; que estamos ante el misterio divino, y de él recibimos nuestra dignidad.
Quisiera expresar esto de un modo aún más concreto. Aristóteles no es suficiente. Europa ha encontrado en la fe cristiana los valores que la sostienen, y que, más allá de la historia europea concreta, dan el fundamento a la dignidad humana de todos los hombres.
Europa intenta hoy desvestirse de su propia historia y declararse neutral respecto a la fe cristiana, es más, respecto a la fe en Dios, para llegar finalmente a una tolerancia sin fronteras. Un pensamiento y un comportamiento semejantes, contrarios al acontecer histórico, son autodestructivos.
El Estado no puede imponer a nadie una religión determinada; así lo ha afirmado justamente el Vaticano II en su Decreto sobre la libertad religiosa. Pero esto no significa que deba considerar como creadora de valores solo a la mayoría y privarse de todo fundamento cultural.
El Estado no comete injusticia contra nadie, bien al contrario, pone los presupuestos del derecho cuando coloca las grandes opciones humanas de la visión cristiana del mundo como fundamento de su orientación del derecho.
PROBLEMAS COMPLEMENTARIOS
Como conclusión, quisiera aún tomar posición brevemente sobre dos cuestiones que se plantean en este contexto. El rostro concreto de Europa está caracterizado por dos grandes cismas de la época moderna: la reforma del siglo XVI y el laicismo surgido de la Ilustración. El Concilio Vaticano II con ímpetu audaz ha buscado derribar los muros de ambas divisiones o, al menos, abrir puertas y pasos entre mundos separados y, por muchos motivos, recíprocamente hostiles.
En el Decreto sobre el ecumenismo y en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, el Concilio emprendió estos dos diálogos y comenzó el camino hacia lo que es común y no desapareció completamente ni tan siquiera con las divisiones.
El camino del encuentro es evidentemente más difícil de lo que se hubiera podido pensar en un primer momento de entusiasmo; la diferencia en las posiciones de fondo es demasiado profunda. Como resultado positivo se puede mencionar el hecho de que hoy se da una colaboración de los cristianos en los problemas fundamentales de nuestro tiempo, y también que las líneas divisorias entre el llamado laicismo y la Iglesia están en movimiento: la Iglesia ha asumido con el concepto de la democracia los principios de la tolerancia y del pluralismo, y ha experimentado en los últimos decenios de modo evidente que solo hay ganancias en la instauración de la libertad religiosa, ya que de hecho tiene que actuar con frecuencia en estados y sociedades en que ella es una minoría o incluso están amenazados sus fundamentos espirituales.
Por otra parte, el viejo dogmatismo liberal se ha liberado en muchos aspectos de su rígida posición antieclesial, ha visto que es un error el encerrar a la Iglesia en lo privado y comprende mejor su exigencia de un espacio público. Este equilibrio, alcanzado por ambas partes en la posguerra a través de dolorosas experiencias, está hoy amenazado de nuevo por las radicalizaciones de la Ilustración, de las que he hablado antes. No se puede esperar de modo razonable que las tres figuras de la Europa moderna —catolicismo, protestantismo, laicismo— se unan en un tiempo no muy lejano. Pero es necesario trabajar sin cansarse por su comprensión recíproca y por su encuentro. La marginación de la fe y la radicalización de la libertad que conduce a la anarquía, serían el fin de Europa y también el fin de la gran herencia europea de la dignidad y de los derechos del hombre, que se fundan en el respeto de la semejanza del hombre con Dios y de la intocabilidad de la imagen de Dios.
En este punto surge un segundo problema que quisiera afrontar: ante las emigraciones de pueblos, a las que estamos asistiendo, ¿no caminamos hacia una sociedad multicultural? ¿Tiene sentido permanecer apegados a fundamentos cristianos cuando tanto el Islam y las religiones asiáticas como formaciones religiosas modernas poscristianas están haciendo desaparecer la Europa precedente? ¿No debemos quizá prepararnos para una coexistencia de sistemas de valores completamente diversos?
Nos enfrentamos aquí ciertamente a problemas abiertos, cuya amplitud, aun con dificultad, conseguimos abrazar con la mirada. El peligro mayor es que la desaparición de certezas religiosas y morales en Europa conduzca, por una lógica interna, a la hostilidad en las confrontaciones futuras, también allí donde la utopía de un mundo mejor es admitida con demasiada rapidez.
La disminución de la natalidad es el signo más manifiesto de este no al futuro; la droga va en la misma dirección. Pero este retirarse de la historia no tiene nada que ver con la hospitalidad respecto al extranjero. La verdadera hospitalidad y la verdadera apertura al otro consiste ante todo en el hecho de que se supere la contradicción de la riqueza en algunos países, y, a partir de aquí, se trabaje para que cualquier parte de la tierra, cualquier país, sea habitable o lo sea cada vez más, y así toda la tierra sea una casa para el hombre.
Por otra parte, debemos custodiar la hospitalidad para todos aquellos que están amenazados de persecución o están privados de las condiciones de una vida digna. Es verdad que esto, en el futuro, traerá consigo una pluralidad cultural mayor que a la que estábamos habituados hasta ahora. Pero de esto no se sigue necesariamente una multiculturalidad sin límites en la que los fundamentos cristianos de Europa deban ser conducidos a su desaparición. En ese caso, por ejemplo, habría que recuperar la poligamia como forma legal, habría que declarar legales de nuevo algunas formas de privación de los derechos de la mujer, que nosotros hemos superado y muchas otras cosas. También aquí una falsa tolerancia acabaría por contradecirse ella misma.
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