Joseph Ratzinger

Cooperadores de la verdad


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es el verdadero camino de la cruz de nuestra vida, con frecuencia difícil de soportar, puesto que nos dejamos conducir hacia donde no queremos y hacia donde, en principio, no vemos sentido alguno. Mas, de ese modo, el Señor nos saca de nuestro camino y de nuestros pensamientos y nos lleva a los suyos, introduciéndonos así en la verdad, en la plenitud real.

      10.1.

      La alta estima por la dignidad del hombre y el respeto a los derechos humanos del individuo son frutos de la fe en que Dios se ha hecho hombre. De ahí que la fe en Jesucristo sea el fundamento de todo verdadero progreso. Quien rechaza la fe en Jesucristo por un progreso supuestamente más alto renuncia al fundamento de la dignidad humana. Lo peculiar de la cultura cristiana se ha desarrollado a partir del humanismo cristiano, del humanismo del Dios hecho hombre. Todos los rasgos específicos de la cultura referida se pueden reducir, en el fondo, a la creencia en que Dios se hace hombre. Por eso, cuando se abandona esta creencia se disuelve (...). La cultura cristiana no puede ser nunca una cultura exclusivamente del tener. No puedo poner nunca el valor supremo del hombre en la posesión y el gozo materiales. Ello no significa que desprecie lo material. El propio Hijo de Dios se ha hecho hombre: ha vivido en un cuerpo, ha resucitado con el cuerpo y se lo ha llevado consigo a la gloria celestial. Todo ello supone la más alta promesa para la materia que quepa pensar. Por eso, la cultura cristiana cuida de que el hombre pueda vivir con dignidad y de que obtenga la justa participación en los bienes materiales de la tierra. Mas el bien supremo del hombre no es la posesión material. En Occidente podemos apreciar cómo la adoración del consumo convierte al hombre en un ser privado de dignidad. El hombre sucumbe al egoísmo. Ahora bien, el desprecio de los demás hombres sigue casi necesariamente al desprecio de sí mismo. Cuando el hombre no espera nada más elevado que las cosas materiales, el mundo entero se vuelve para él tedioso y vacío. De ahí que en la cultura cristiana los valores morales tengan primacía sobre los materiales. Por lo mismo, dar gloria a Dios es para ella un valor público. Las grandes iglesias y las soberbias catedrales expresan el convencimiento de que la gloria a Dios es un bien público y común del hombre. De hecho, el hombre se honra a sí mismo precisamente dando gloria a Dios.

      11.1.

      La discreción es el sentido interno que permite distinguir entre lo que requiere publicidad y lo que no es propio de ella. El fundamento radical sobre el que puede crecer se llama amor: al hombre, a la sociedad en que vivimos, a la comunidad de la Iglesia, a la comunidad de los hombres, a Dios creador y salvador. El amor no tiene nada que ver con el optimismo. Hay ocasiones en que puede ser incluso difícil. Ahora bien, el amor proporciona a la verdad el fin que le es propio, a saber, obrar constructivamente. A mi juicio, debemos aprender de nuevo con toda sencillez lo que significa amar y respetar al hombre. Considero que debemos aprender de nuevo las virtudes de la libertad, entre las que se encuentran el amor a la verdad, el respeto a la intimidad personal y a la tradición y la veneración de Dios. Por lo demás, estimo que el valor tiene que ser siempre fecundo y descubrir las peculiares exigencias del momento. Necesitamos valor, desde luego, para denunciar abiertamente las situaciones penosas y para exigir que mejoren. Ahora bien, en nuestros días necesitamos más urgentemente valor para hacer que el bien se manifieste en el hombre y en el mundo. La palabra mansedumbre se podría adoptar abiertamente como motivo principal, siguiendo con ello al propio Jesucristo, que se llama a sí mismo manso y humilde de corazón (Mt 11,29). La violencia se ha convertido en el signo de nuestro tiempo. La mansedumbre y la dulzura no se cotizan demasiado. Apenas se pueden mencionar sin provocar, incluso entre los cristianos, gestos de rechazo y movimientos negativos de cabeza. De ello son responsables, entre otras circunstancias, ciertas caricaturas de la mansedumbre, que han olvidado su valor y el valor de la verdad que reside en el amor. A pesar de todo, no podremos superar el clima de violencia que nos amenaza a todos, si no nos atrevemos a oponerte resueltamente una cultura de humanidad y mansedumbre.

      12.1.

      ¿Qué período de la historia de la humanidad ha sentido más miedo por su futuro que la nuestra? El hombre de hoy se aferra tan firmemente al presente, acaso porque no soporta contemplar el futuro ni mirarle a los ojos. El mero hecho de pensar en él le produce pesadillas. Digámoslo de nuevo: ya no tenemos miedo de que el sol pueda ser vencido por las tinieblas y no salga nunca más. Sin embargo, tememos a la oscuridad que procede del hombre. Con ella hemos descubierto por vez primera la verdadera oscuridad, más temible en este siglo de crueldades de lo que las generaciones anteriores a nosotros pudieran imaginar. Tenemos miedo de que el bien se tome impotente en el mundo, de que paulatinamente deje de tener sentido perseguirlo con verdad, limpieza, justicia y amor. Nos inquieta que en el mundo se abra nuevamente paso la ley del más fuerte, que la marcha del mundo dé la razón a los desenfrenados y a los brutales, no a los santos. Vemos que a nuestro alrededor domina el dinero, la bomba atómica, el cinismo de aquellos para quienes no hay nada sagrado. Con cuánta frecuencia nos asalta el temor de que, a la postre carezca por completo de sentido la marcha confusa del mundo, de que, en última instancia, la historia universal distinga únicamente entre los necios y los fuertes. Domina la impresión de que crecen los poderes oscuros, de que el bien es impotente. Ante el espectáculo del mundo nos invade un sentimiento semejante al que debieron experimentar los hombres en el pasado, cuando, en otoño e invierno, el sol parecía combatir contra su agonía. ¿Podrá el astro rey aguantar el combate? ¿Podrá el bien conservar su sentido y su fuerza en el mundo? En el establo de Belén ha sido puesta la señal que nos manda que respondamos «sí» llenos de alegría, pues el Niño que hay en él —el Hijo Unigénito de Dios— es presentado como signo y garantía de que, a la postre, Dios tiene la última palabra en la historia universal: Él, que existe y que es la verdad y la vida.

      13.1.

      ¿Qué es realmente un nombre? ¿Qué sentido tiene hablar de un nombre de Dios? Ante todo hemos de decir que existe una diferencia fundamental entre la intención que persigue un concepto y la que tiene el nombre. El concepto quiere conocer la esencia de la cosa tal como es en sí misma. El nombre, en cambio, no pregunta por la esencia de las cosas, ni quiere saber cómo es independientemente de mí, sino que se ocupa de nombrarlas, es decir, de hacer que puedan ser llamadas, de establecer una relación con ellas. Aclarémoslo con un ejemplo: saber que alguien cae bajo el concepto «hombre» no basta para entrar en relación con él. Únicamente el nombre me permite nombrarlo. Gracias al nombre el otro ingresa, por así decir, en el ámbito de la naturaleza humana que comparto con él. Merced al nombre puedo llamarlo. Quien sólo es contemplado como número es expulsado de la estructura de la naturaleza humana comúnmente compartida. A partir de aquí debería resultar evidente lo que quiere decir la fe veterotestamentaria cuando habla de un nombre de Dios. Con ello se persigue algo distinto de lo que persigue el filósofo cuando busca el concepto del ser supremo. El concepto es un resultado del pensar que quiere saber cómo es el ser supremo en sí mismo. No ocurre lo mismo con el nombre. Cuando Dios se da nombre a sí mismo, no expresa su íntima esencia, sino que está haciendo que sea posible llamarlo, está revelándose a los hombres de modo tal que éstos puedan invocarlo. Al hacerlo así, Dios entra a compartir la existencia con ellos, se toma accesible y está presente entre ellos. Mas también se halla ahí el principio que debería hacernos percibir de modo evidente lo que quiere decir San Juan cuando presenta a nuestro Señor Jesucristo como el verdadero nombre del Dios vivo.

      14.1.

      En los Hechos de los Apóstoles (11,26) se nos informa de que los discípulos de Jesucristo adoptaron el nombre de cristianos por vez primera en Antio­ quía, alrededor del año 44. A partir de ciertas peculiaridades lingüísticas podemos inferir con bastante seguridad que·este nombre fue dado a los creyentes por las autoridades romanas. Es una palabra latina y pertenece al lenguaje propio del derecho romano. Con ese nombre los discípulos de Jesús fueron caracterizados como grupo de Cristo, como partido de Cristo. En la administración romana se sabía, naturalmente, que este tal Cristo había sido ejecutado como criminal. Así pues, los cristianos son considerados como la banda de un criminal. Dado que, además, se adhieren a la opción que Él representa, también ellos son considerados como reos de muerte, es decir, como miembros de una organización criminal. De ese modo, el nombre «cristiano» se convirtió en un calificativo del derecho penal: a quien lo llevase no era preciso probarle ninguna otra culpa; era declarado sin más reo de muerte. Ello es tanto más memorable cuanto que los propios cristianos adoptaban ese nombre que los entregaba a la muerte.