Joseph Ratzinger

Cooperadores de la verdad


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un mundo extraño. Con todo, ese mundo continúa siendo una posibilidad. Ésa es la razón por la que la tarea de la educación religiosa deberá consistir en abrir puertas al ámbito de experiencia propio de la Iglesia, en animar a tomar parte en él. En la fe compartida, en la oración, la celebración, la alegría, el sufrimiento y la vida comunes la Iglesia se torna «comunidad», es decir, se transforma en un efectivo espacio de vida para el hombre que le permite experimentar la fe, tanto en la vida cotidiana cuanto en los momentos críticos de la existencia, como fuerza portadora de vida. El verdaderamente creyente, dispuesto a asumir la madurez de la fe, comienza siendo luz para los demás: es un apoyo en el que los demás encuentran ayuda. Como ejemplos perfectos de fe vivida y acrisolada, de auténtica experiencia de la trascendencia, los santos son, valga la expresión, espacios de vida en los que se pueda entrar, en los que la fe está de algún modo almacenada como experiencia, aderezada antropológicamente y próxima a nuestra vida. La experiencia específicamente cristiana en el sentido propio de la palabra —lo que el lenguaje de los Salmos y del Nuevo Testamento (Salmos 34,9; Epístola I de San Pedro 2,3; Epístola a los Hebreos 6,4) llama «gustar la verdad de Dios»— puede crecer, en última instancia, gracias a una participación cada vez más madura y profunda en la experiencia referida. Con ella el hombre llega a la realidad misma y ya no cree más «de segunda mano». Tendremos que decir, con Bernardo de Claraval y los grandes maestros místicos de todos los tiempos, que algo semejante sólo puede ser, ciertamente, «un momento fugaz, un experimento extraordinario». En esta vida sólo se da, al parecer, como anticipo, sin que esté permitido nunca convertirlo en fin último. En caso contrario, la fe se transformaría en autofruición y no en superación de sí mismo, malogrando así su esencia propia. Los referidos momentos se hallan bajo la ley de la experiencia del Tabor: no son un lugar de permanencia, sino impulso, robustecimiento para adentrarnos de nuevo en la vida cotidiana con la palabra de Jesús, para entender que el cono luminoso de la comunidad divina está allí donde la marcha se celebra con la palabra.

      26.1.

      El verdadero fin de los esfuerzos ecuménicos debe seguir siendo, naturalmente, transformar la pluralidad de iglesias confesionales separadas unas de otras en una pluralidad de iglesias locales que sea, pese a su configuración plural, una sola Iglesia. A mí me parece, no obstante, que en la situación que de hecho se da es importante proponerse fines intermedios, pues, de lo contrario, el entusiasmo ecuménico podría convertirse en resignación, e incluso, en un nuevo fanatismo, que atribuye a los demás el fracaso del fin principal. En ese caso, el remedio sería peor que la enfermedad. Los fines intermedios referidos variarán según cuál sea el progreso del diálogo sobre asuntos particulares. El testimonio del amor (obras sociales y caritativas) debería expresarse siempre solidariamente. Al menos sería preciso que sintonizaran entre sí, incluso si las organizaciones separadas pudieran parecer, por razones técnicas, más eficaces. De igual modo, habría que esforzarse en dar testimonio común sobre las grandes cuestiones morales de la época. Por último, en un mundo lleno de dudas y estremecido de miedo, sería preciso también dar testimonio común de fe. El testimonio sería tanto mejor cuanto más extendido. Mas, en cualquier caso, si sólo fuera posible hacerlo en una medida relativamente pequeña, debería hacerse en forma común todo cuanto fuera posible. Ello debería llevar, a pesar de las divisiones, a reconocer y amar cada vez más intensamente la común esencia de lo cristiano; a que la desunión deje de ser un motivo para el enfrentamiento recíproco y se transforme en un reto para la comprensión y aceptación íntimas del otro. Ello no significa simplemente tener tolerancia, sino vincularse recíprocamente en la fidelidad a Jesucristo. Un punto de vista semejante, que no pierde de vista lo último aun cuando provisionalmente haga lo más próximo, puede tal vez hacer efectiva la maduración profunda necesaria para la unidad completa. Sería una especie de ética de la unificación que, aun cuando parece evidente, obra a veces de modo engañoso.

      27.1.

      La impaciencia ante la historia de la cristiandad hasta el presente hace surgir una y otra vez esta idea: ¿no deberíamos borrar la historia completa de estos 2000 años y derribar así los muros de los dogmas y los credos? ¿No deberíamos empezar de nuevo la marcha sólo con Cristo? Sin embargo, por muy seductor que sea ese programa, si lo lleváramos a cabo convertiríamos la unidad en una obra, en un resultado, y la Iglesia en un producto fabricado por nosotros. De ninguna manera estaría justificado hacerlo así, pues de ese modo volveríamos a levantar muros contra Dios y a confiar tan sólo en lo que nosotros hacemos. Sin embargo, el muro de la ley y el que se levanta alrededor de Dios no fueron derribados por los méritos excelentes de los hombres, sino que los elevaron a mayor altura. Sólo fue capaz de abatirlos Aquel que trajo al mundo el amor de Dios y sufrió en la cruz el peso de todas las obras de este mundo. No es posible, pues, realizar el programa. Cuando hablamos de unidad, tenemos que dejar de soñar en esfuerzos denodados y en grandes hazañas llevadas a cabo por nosotros. La Carta a los Efesios nos señala una dirección distinta: nos insta a sumarnos a los hombres nuevos, a la nueva humanidad que Cristo ha creado. «La unidad no puede ser hecha por hombres. A ellos sólo les cabe descubrirla» (J. Gnilka, Der Epheserbrief, 1971, p. 142). La verdadera Iglesia no es algo hecho por nosotros, sino algo que nos precede, pues ha sido instituida por Cristo. Nuestra tarea consiste en adherirnos a ella. Si hacemos eso; si dejamos que el Señor nos talle pacientemente como sillares; si renunciamos a hacer el plan de lo que la Iglesia debe ser; si nos dejamos llevar adonde no queremos, surgirá la verdad: en medio de las divisiones los muros se tornarán permeables.

      28.1.

      Sería insensato esperar que en un tiempo no lejano tuviera lugar un acuerdo general de la cristiandad sobre el papado del que resultara un reconocimiento de la sucesión de Pedro en Roma. Una de las ataduras y de los límites de este cometido tal vez sea que no se puede cumplir nunca del todo. Otro, que provocará el enfrentamiento de fieles cristianos que, al adoptar esa actitud, no exhiben un poder vicaria!, sino un poder soberano. Sin embargo, también así puede lograrse una función de unidad que rebase la comunidad de la Iglesia católica romana. Aun cuando se mantenga el conflicto en torno a la legitimidad de su autoridad, el Papa continuará siendo el punto de referencia de la responsabilidad sobre la palabra de la fe, de una responsabilidad expresada y contrariada personalmente ante el mundo. Por consiguiente, es también un desafío universalmente percibido que concierne a todos los que buscan la mayor fidelidad a la palabra de la fe. Pero, sobre todo, es un reto para luchar por la unidad y para responder del déficit de unidad. En este sentido, el papado tiene una función promotora de unidad en medio de la división existente. Nadie podría comprender el drama histórico de la cristiandad si se hiciera abstracción de ella. Para el papado y para la Iglesia católica, la crítica al papado por parte de la cristiandad no católica es un estímulo para buscar el modo de realizar la función de Pedro de forma cada vez más ajustada a los deseos de Cristo. Por su parte, el Papa es para esa misma cristiandad el reto permanente y visible para buscar la unidad encomendada a la Iglesia. La unidad debería ser el distintivo de la Iglesia ante el mundo. ¡Ojalá que unos y otros acertáramos a aceptar sin reservas las preguntas que se nos plantean y la misión que nos ha sido encomendada! ¡Ojalá llegáramos a ser, por obediencia al Señor, el ámbito de libertad que anuncia el mundo nuevo, el reino de Dios!

      29.1.

      A la Iglesia, se dice a veces, le ha sido otorgada una función pastoral: su misión de anunciar la verdad va dirigida a los fieles, no a instruir a los teólogos. Una separación semejante entre proclamación e instrucción se halla, no obstante, en abierta oposición, con la esencia de la palabra bíblica. La Iglesia ha consumado la emancipación de los sencillos y les ha otorgado la capacidad de ser filósofos en el verdadero sentido de la palabra, es decir, de aprender igual o mejor que los doctos lo genuino del ser humano. Las palabras de Jesús acerca de la falta de juicio de los sabios y el discernimiento de los pequeños (especialmente, Mt 11,25) están destinadas a ponerlo en claro. En ellas el cristianismo queda instituido como religión popular, como fe en la que no hay un sistema de dos clases. De hecho, el anuncio de la predicación contiene una enseñanza obligatoria. En la obligatoriedad reside su esencia, pues no propone un procedimiento entre otros de ocupar el tiempo libre, ni es una especie de entretenimiento religioso, sino que quiere decir al hombre quién es y qué debe hacer para ser él mismo. Ahora bien, ¿cómo podría la Iglesia proclamar una doctrina obligatoria si no lo fuera también para los teólogos? La esencia de