Carlos Seco Serrano

Alfonso XIII y la crisis de la Restauración


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industrias extractivas y fabriles. Aunque destronado por la naranja del primer puesto en las partidas de exportación, el hierro —que había alcanzado sus cifras máximas de producción en los primeros tiempos del reinado— logra, a partir de la dictadura, tras el sensible descenso de los años 20-21 —en el que le acompañó otro mineral clave en la balanza comercial, el plomo—, una recuperación notable que solo se verá frenada por la crisis mundial de 1929. En cuanto a la industria siderúrgica, alcanza su coyuntura áurea durante la Primera Guerra Mundial: todavía hoy, una visita a la ría de Bilbao pone de manifiesto ante nuestros ojos lo que fueron para el País Vasco —para la fuerte burguesía industrial y financiera del País Vasco— los años del reinado de Alfonso XIII[3]. De la misma circunstancia favorable se beneficiarían las cuencas hulleras inmediatas[4]; presionadas estas últimas por un extraordinario aumento en el consumo de energía eléctrica —entre 1900 y 1920 se sextuplica la potencia instalada; el consumo de electricidad se quintuplica—.

      La crisis de 1921 —pérdida de los mercados nuevos, e incluso de algunos antiguos—, seria lógica consecuencia de la recuperación de las potencias combatientes tras el advenimiento de la paz. Pero el bache pudo salvarse: la dictadura de Primo de Rivera, que acentuó el proteccionismo y desplegó un amplio programa de obras públicas, abriendo paso resueltamente a las inversiones extranjeras —y que contaba desde 1922 con un nuevo arancel a gusto de los empresarios españoles—, permitió asegurar, acentuándolo, el ritmo del progreso hasta el comienzo de la crisis mundial.

      Hemos hablado, en fin, de una tercera constante de desarrollo: la que en el mundo del espíritu abraza las creaciones literarias y artísticas. Más de una vez se ha dicho de esta etapa que supone una «edad de plata de las letras españolas». ¿Por qué no una segunda edad de oro? En el campo de la literatura conviven, en la primera mitad del reinado, dos generaciones preclaras: la que encabezan Galdós, la Pardo Bazán, Clarín, Menéndez Pelayo, de una parte; de otra, la que al despuntar el siglo se divide en un doble cauce —el que llena la comente modernista; el que prestigia la llamada generación del 98, a que ya nos hemos referido—. En el máximo estilista del grupo, Ramón del Valle-Inclán, se percibe claramente el impacto del «modernismo» rubeniano; modernista es, en sus comienzos, el benjamín de aquella generación, Juan Ramón Jiménez; y en la misma corriente se encuadra, en cierto modo, el gran renovador de la escena, Jacinto Benavente. En cambio, están muy distantes de ella la despeinada y robusta expresión literaria de Baraja, el temblor humano de Machado, la «agonía» de Unamuno o la delicada sobriedad de Azorín. Claramente diferenciada de ambas facetas literarias, destaca en Cataluña la figura del gran poeta y prosista bilingüe Maragall, en cuya obra extraordinaria culmina la onda de la Renaixenga.

      En torno a 1914 vendrá a sumarse a estos espléndidos equipos intelectuales una nueva promoción literaria, volcada fundamentalmente a la labor universitaria o al ensayismo filosófico —Ortega, D’Ors, Marañón, Madariaga, Riba, Asín, Azaña...—. Muy próximo a Clarín, y compartiendo con Baraja el cetro de la novelística española posterior a Galdós, despliega su labor Pérez de Ayala. Y todavía en plena dictadura, aflorará el prodigioso brote de poetas de la «generación de 1927»: Lorca, Alberti, Guillen, Dámaso Alonso, Diego, Cernuda...

      Idéntico auge en el campo de las artes plásticas. En arquitectura, el despertar del siglo lleva el sello del modernismo catalán —en el que descuella el genio extraordinario de Gaudí—. Coinciden, en la escultura, la corriente clasicista de Ciará, el espumoso impresionismo de Benlliure, la sobria plástica de Julio Antonio. Y en pintura, el estallido luminoso y colorista de Sorolla, la preocupación intelectual de Zuloaga, van a dar paso, a través de la interesante figura «puente» de Nonell, a los nuevos caminos abiertos, de cara a Europa, por Gutiérrez Solana, Picasso, Miró, Juan Gris...

      En fin, la música alcanza cumbres insospechadas en la obra de Granados, de Albéniz, de Falla sobre todo, cuyas creaciones, perfectamente situadas dentro de las corrientes universales del momento, se matizan con inconfundible acento español, elevándose a gran altura sobre la banalidad, brillante pero poco profunda, de las partituras de zarzuela, en apogeo también durante la fase transicional entre ambos siglos (Caballero, Bretón, Chueca, Chapí, Vives, Usandizaga...).