Carlos Seco Serrano

Alfonso XIII y la crisis de la Restauración


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al jornalero del campo, y más en esta desgraciada coyuntura histórica en que la acción directa convencía más que cualquier otro procedimiento subversivo al impaciente, al resentido, al místico de la violencia, al que, frente a la quiebra del Estado y de la política en juego, no veía otro recurso que la fuerza, magnicidio inclusive, cuando no teóricamente la negación de cualesquiera instituciones... Los socialistas no dejaban pasar la ocasión de la guerra y el desastre para intensificar sus propagandas contra la monarquía, y ninguna otra campaña de más efecto, por su simplismo, pudo desarrollar que la cifrada en este dilema: O todos o ninguno, aludiendo a la movilización militar de pobres y ricos, sin redención a metálico ni sustitutos, o en el reconocimiento de la independencia de Cuba como única manera de llegar a la paz... Luego vino la campaña en contra de las despiadadas condiciones en que era repatriado el combatiente en Cuba y Filipinas, enfermo, hambriento, deprimido, pendiente de cobrar los haberes que tarde, mal o nunca le abonarían. Esta campaña que trascendió del Partido Socialista e hicieron suya los grupos anarquistas y los republicanos de todos los matices, logró extraordinaria difusión popular[7].

      Queda, en fin, la reacción de los intelectuales, que aunque en muchos aspectos tenga contactos o se apoye en Costa —y de aquí que más de una vez se haya incluido a este en la «generación del 98»—, es más profunda y más extensa, por cuanto se proyecta en una crítica universal, pero de momento menos operante porque no desciende al campo de la política práctica —en contraste sustancial con la posterior «generación de 1914»—. Se ha denostado con frecuencia la posición «negativa» de la crítica noventaiochista —tan negativa, que en sus posiciones más juveniles algunos de estos escritores se inclinan hacia el anarquismo—. Pero el reverso de tan discutible postura es una especie de «mea culpa», surgiendo del análisis crudo de las razones profundas que llevaron al Desastre; y el repudio de la «España vigente», denominador común de este preclaro grupo de escritores, implica una afirmación de la «España posible». Diríamos que los noventaiochistas crean un espíritu de inconformismo, de inquietud, que envuelve una esperanza: la apelación a la «España real», oculta y oprimida tías los velos de la «España oficial». Y de tal modo pesará esa dicotomía en la segunda fase de la Restauración —la que corresponde al reinado personal de Alfonso XIII—, que toda la trayectoria política del primer tercio de nuestro siglo podría resumirse, a través de los distintos intentos de regeneración interna que lo van jalonando, en el empeño de identificar esas dos Españas.