Alexandre Dumas

El conde de montecristo


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href="#ucae4be3a-8af5-534b-a73f-5cd2240b1743">Capítulo 3 El telégrafo y el jardín

       Capítulo 4 Los fantasmas

       Capítulo 5 El gabinete del procurador del Rey

       Capítulo 6 El baile

       Capítulo 7 La promesa

       Capítulo 8 Las actas del club

       Capítulo 9 Los progresos del señor Cavalcanti hijo

       Parte 5 La mano de Dios

       Capítulo 1 La acusación

       Capítulo 2 La fractura

       Capítulo 3 El viaje

       Capítulo 4 El juicio

       Capítulo 5 El insulto

       Capítulo 6 El desafío

       Capítulo 7 La madre y el hijo

       Capítulo 8 Valentina

       Capítulo 9 El padre y la hija

       Capítulo 10 La fonda de La Campana y La Botella

       Capítulo 11 La firma de Danglars

       Capítulo 12 El cementerio del padre Lachaise

       Capítulo 13 La partición

       Capítulo 14 El foso de los leones

       Capítulo 15 El juez

       Capítulo 16 La partida

       Capítulo 17 Lo pasado

       Capítulo 18 Pepino

       Capítulo 19 El 5 de octubre

      El conde de montecristo

      Alexandre Dumas

       Publicado: 1845 Categoría(s): Ficción, Acción y Aventura

Parte 1 El castillo de If

      Capítulo 1 Marsella. La llegada

      El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.

      Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.

      En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto.

      Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.

      Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros desde su infancia.

      -¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó el del bote- ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?

      -Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel -respondió Edmundo-. Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc…

      -¿Y el cargamento? -preguntó con ansia el naviero.

      -Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc…

      -¿Qué le ha sucedido? -preguntó el naviero, ya más tranquilo-. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?

      -Murió.

      -¿Cayó al mar?

      -No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horribles padecimientos.

      Volviéndose luego hacia la tripulación:

      -¡Hola! -dijo- Cada uno a su puesto, vamos a anclar.

      La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.

      Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.

      -Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? -continuó el naviero.

      -¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del