hasta el momento en que llegara el turno de que palearan arena sobre su propio cuerpo.
En su barraca, el capitán Kalebel-Fasi roncaba también suavemente, soñando tal vez con la perdida caravana y sus riquezas, y tan profundo era su sueño que no se percató de que una alta sombra se recortaba un instante en el vano de la puerta para deslizarse luego, sin un susurro, hasta el catre, dejar a su lado, apoyado en la pared un viejo y pesado fusil recuerdo de la época en que los «senussi» se rebelaron contra franceses e italianos, y extraer una larga y afilada gumía cuya punta apoyó muy despacio, bajo su barbilla.
Gacel Sayah tomó asiento en el borde del jergón y presionó levemente el arma mientras su mano se apoyaba con fuerza en la boca del durmiente.
La diestra del capitán se lanzó automáticamente hacia el revólver que dejaba siempre en el suelo, junto a la cabecera, pero el targuí lo apartó suavemente con el pie al tiempo que se inclinaba aún más sobre él.
Susurró roncamente:
–Un grito y te degüello. ¿Has entendido?
Aguardó a que los ojos del otro le confirmaran que sí, que había entendido, y luego muy despacio le permitió tomar aire sin aflojar en nada la presión de la gumía. Un hilillo de sangre comenzó a correr por el cuello del aterrorizado capitán, y pronto fue a mezclarse con el sudor que empapaba su pecho.
–¿Sabes quién soy?
Asintió con un gesto.
–¿Por qué mataste a mi huésped?
Tragó saliva. Al fin, con un esfuerzo y apenas sin voz, musitó:
–Eran órdenes. Órdenes muy estrictas. El joven debía morir. El otro no.
–¿Por qué?
–No lo sé.
La punta de la gumía se clavó con más fuerza.
–¿Por qué? –insistió el targuí. –No lo sé, te lo juro –casi sollozó–. Me dan una orden y tengo que obedecer. No puedo negarme.
–¿Quién te dio esa orden?
–El gobernador de la provincia.
–¿Cómo se llama?
–Hassán-ben-Koufra.
–¿Dónde vive?
–En El-Akab.
–¿Y el otro... el anciano? ¿Dónde está?
–¿Cómo quieres que lo sepa? Se lo llevaron, eso es todo.
–¿Por qué?
El capitán Kaleb-el-Fasi no respondió. Tal vez comprendió que ya había dicho demasiado; tal vez se cansó del juego; tal vez, en verdad, no sabía la respuesta exacta. Desesperadamente buscó una forma de librarse del intruso en cuyos ojos leía una profunda firmeza, y se preguntó qué diablos estarían haciendo sus hombres, que no acudían en su ayuda.
El targuí se impacientó. Clavó más profundamente la gumía, y con la mano izquierda le atenazó el cuello, ahogando un grito de dolor que pugnaba por escapar.
–¿Quién es ese anciano? –insistió–. ¿Por qué se lo llevaron?
–Es Abdul-el-Kebir.
Lo dijo en el tono de quien lo ha explicado todo, pero comprendió que el nombre no significaba nada para el intruso, que permaneció a la expectativa, aguardando una aclaración:
–¿No sabes quién es Abdul-el-Kebir?
–Nunca oí hablar de él.
–Es un asesino. Un sucio asesino, y estás arriesgando la vida por él.
–Era mi huésped.
–Por eso no deja de ser un asesino.
–Ni por ser asesino deja de ser mi huésped. Solo yo tenía derecho a juzgar.
Hizo un gesto con la muñeca y le cortó la yugular de un solo tajo.
Contempló su corta agonía, se limpió las manos en la sucia sábana, recogió el revólver y el fusil, y se aproximó a la puerta desde la que atisbó hacia fuera.
El centinela continuaba tan dormido como cuando llegó y ni un soplo de viento ni un hálito de vida agitaba el palmeral. Se deslizó, de tronco en tronco, hasta alcanzar las dunas por las que trepó ágilmente.
Cinco minutos después, había desaparecido como tragado por la arena.
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