tener que desaprovecharlo, y prefería correr el riesgo de que escapara herido porque sabía también que, con una bala en los pulmones, no llegaría muy lejos.
El animal alzó de improviso el morro, aventó el viento y se inquietó levemente. Luego, tras lo que pareció una eternidad, pero no fueron probablemente más que un par de minutos, recorrió con la vista a su manada cerciorándose de que no corría peligro y se dispuso a reiniciar su tarea de mordisquear un tamarisco.
Cuando estuvo por completo seguro de que no podía fallar y la pieza no iba a dar un salto de improviso o iniciar, un movimiento extraño, Gacel apretó suavemente el gatillo, la bala partió con un chillido rasgando el viento, y el antílope cayó de rodillas como si le hubieran sesgado las cuatro patas, o el suelo hubiera ascendido bruscamente hacia él por arte de magia.
Sus hembras le miraron sin interés ni miedo, porque aunque el estampido había atronado el ambiente no estaba ligado en ellas a la idea de peligro y muerte, y tan solo cuando vieron venir corriendo al hombre con sus vestiduras al aire y esgrimiendo un cuchillo, echaron a correr para perderse de vista en la llanura.
Gacel llegó hasta la pieza herida que hizo un último esfuerzo por levantarse y seguir a su familia, pero algo se había roto en su interior y nada obedecía al mandato de su mente.
Tan solo sus ojos, enormes e inocentes, reflejaron la magnitud de su angustia cuando el targuí le tomó por la cornamenta, le volvió el rostro hacia La Meca y lo degolló con un fuerte tajo de su afilada gumía.
La sangre manó a borbotones salpicándole las sandalias y el borde del «jaique», pero Gacel no reparó en ello, satisfecho al comprobar que su puntería había sido, una vez más, excelente, y había alcanzado a la pieza en el punto exacto.
El anochecer le sorprendió aún comiendo, y no habían hecho su aparición las primeras constelaciones cuando ya dormía, protegido del viento por un matojo y calentado por los rescoldos de la hoguera.
Le despertó la risa de las hienas que acudían al reclamo del antílope muerto, y también rondaban los chacales, por lo que avivó el fuego que los alejó hasta el límite de las sombras, y permaneció luego tumbado cara al cielo, escuchando el viento que llegaba, y meditando en el hecho de que aquel mismo día había matado a un hombre: el primer ser humano que mataba en su vida, lo que quería decir que esa vida no podría ser ya la misma en adelante.
No se sentía culpable, porque consideraba que su causa era justa, pero le preocupaba la posibilidad de convertirse en el desencadenante de una de aquellas guerras tribales de las que tanto había oído hablar a sus mayores, y en las que llegaba un momento en el que nadie sabía ya la causa de esas muertes, ni el nombre de quien las había iniciado. Y los tuareg, los pocos «imohag» que aún vagaban por los confines del desierto, fieles a sus tradiciones y sus leyes, no estaban en condiciones de aniquilarse los unos a los otros, pues bastante tenían con defenderse como podían de los avances de la civilización.
Evocó la extraña sensación que recorrió su cuerpo cuando su espada penetró blandamente, casi sin esfuerzo, en el vientre de Mubarrak, y le pareció estar escuchando aún el ronco estertor que escapó de su garganta en ese instante. Al retirar el brazo fue como si se llevara prendida en la punta de su «takuba» la vida de su enemigo, y tuvo miedo de la posibilidad de tener que emplear alguna otra vez la espada contra alguien. Pero recordó después el seco restallar del estampido que mató a su huésped dormido, y le consoló la idea de que no podía existir perdón para los culpables de semejante crimen.
Acababa de descubrir que, si amarga resultaba la injusticia, igualmente amargo resultaba tratar de corregirla, porque matar a Mubarrak no le había proporcionado placer alguno, y sí una profunda y desalentadora sensación de vacío. Como el viejo Suílem aseguraba, la venganza no devolvía los muertos a la vida.
Se preguntó luego por qué había sido siempre tan importante para los tuareg aquella ley no escrita de la hospitalidad, que se anteponía a todas las otras leyes, incluso las coránicas, y trató de hacerse una idea de cómo sería el desierto si el viajero no tuviera la absoluta seguridad de que, allí adonde llegara sería bien recibido, ayudado y respetado.
Contaban las leyendas que en cierta ocasión dos hombres se odiaban de tal modo, que uno de ellos, el más débil, se presentó de improviso en la «jaima» de su enemigo solicitando hospitalidad. Celoso de la tradición, el targuí aceptó a su huésped, le brindó su protección y al cabo de los meses, cansado de soportarlo y darle de comer, le aseguró que podía marcharse en paz porque jamás atentaría contra su vida. Desde entonces, y de eso hacía al parecer muchísimos años, aquélla se había convertido en una práctica habitual entre los tuareg que solventaban de ese modo sus diferencias y ponían así fin a sus rencillas.
¿Cómo hubiera reaccionado él mismo, si Mubarrak hubiera acudido a su campamento a pedir hospitalidad tratando de hacerse perdonar la falta cometida?
No podía saberlo, pero, probablemente, hubiera reaccionado como el targuí de la leyenda, pues hubiera resultado ilógico cometer un delito por castigar a alguien que había cometido exactamente ese mismo delito.
Cuando los aviones a reacción surcaban los altísimos cielos del desierto, y los camiones transitaban por las pistas más conocidas empujando a su raza a los más recónditos rincones de la llanura, no resultaba fácil augurar cuánto tiempo subsistiría aún esa raza en esa llanura, pero para Gacel resultaba claro que, mientras uno solo de ellos sobreviviese sobre las arenas, las infinitas planicies sin vida, o los pedregales sin horizontes de la «hamada», la ley de la hospitalidad debería continuar siendo sagrada, pues, de lo contrario, ningún viajero se arriesgaría jamás a cruzar el desierto.
El delito de Mubarrak no admitía disculpa y él, Gacel Sayah, se encargaría de hacer comprender a aquellos otros que no eran tuareg, que, en el Sáhara, las leyes y las costumbres de su raza debían continuar respetándose, porque eran leyes y costumbres adaptadas al medio, sin las cuales no existía posibilidad alguna de supervivencia.
Llegó el viento y con él llegó el día. Hienas y chacales comprendieron que perdían sus escasas posibilidades de hacerse con algún trozo de antílope y se alejaron gruñendo y lamentándose hacia sus oscuras madrigueras, a las que regresaban ya todos los habitantes de la noche: el «fenec» de largas orejas, la rata del desierto, la serpiente, la liebre y el zorro. Cuando el sol comenzara a calentar estarían durmiendo, conservando sus fuerzas hasta que las sombras de la noche hicieran nuevamente soportable la vida en la más desolada región del planeta, porque allí, al contrario del resto del mundo, la actividad tenía lugar de noche y el descanso de día.
Únicamente el hombre, pese a los siglos, no había logrado adaptarse por completo a la noche, y fue por ello por lo que, con la primera claridad, Gacel buscó a su camello que ramoneaba a poco más de un kilómetro de distancia, lo tomó del ronzal, y reinició, sin prisas, su marcha hacia el oeste.
El puesto militar de Adoras ocupaba un oasis en forma de triángulo –poco más de un centenar de palmeras y cuatro pozos–, en el corazón mismo de un extensísimo río de dunas, por lo que podía considerarse un auténtico milagro de supervivencia amenazado constantemente por la arena que lo cercaba protegiéndolo del viento, pero convirtiéndolo, por ello mismo, en una especie de horno que en los mediodías alcanzaba a menudo los sesenta grados centígrados.
Las tres docenas de soldados que componían la guarnición, pasaban la mitad de su vida maldiciendo su suerte a la sombra de las palmeras, y la otra mitad paleando arena en un desesperado esfuerzo por hacerla retroceder y mantener libre la estrecha pista de tierra que les permitía comunicarse con el mundo exterior, recibiendo provisiones y correspondencia una vez cada dos meses.
Desde que treinta años atrás, a un coronel enloquecido se le ocurrió la absurda idea de que el ejército debía controlar aquellos cuatro pozos, que eran, por otra parte, los únicos existentes en casi cien kilómetros a la redonda, Adoras se había convertido en el «destino maldito», tanto para las tropas coloniales primero, como para las nativas en la actualidad, y de las tumbas que se alzaban al extremo del palmeral, nueve se debían «a muerte natural» y seis al suicidio de quienes no habían soportado la idea de sobrevivir en semejante