a recibir la primera embestida.
Pero ésta tardó en llegar, porque ni Mubarrak ni Gacel eran ya guerreros de espada y lanza, sino hombres de arma de fuego, y las largas «takubas» habían ido quedando reducidas, con el paso de los años, a mero objeto de adorno y ceremonia, utilizadas, en los días de fiestas, para exhibiciones incruentas en las que se buscaba más el efecto del golpe contra el escudo de cuero o la finta hábilmente esquivada, que la intención de herir.
Pero ahora no estaban ya presentes los escudos, ni los espectadores dispuestos a admirar saltos y cabriolas mientras el acero lanzaba destellos, evitando, más que persiguiendo, dañar al contrario, sino que ese contrario esgrimía su arma decidido a matar para no ser muerto.
¿Cómo parar el golpe sin escudo?
¿Cómo recuperarse de un salto atrás o un tropiezo, si el rival no se sentía predispuesto a dar tiempo a tal recuperación?
Se miraron tratando de descubrirse mutuamente las intenciones, girando lentamente el uno en torno al otro, mientras de las «jaimas» comenzaban a surgir hombres, mujeres y niños que les observaban en silencio, consternados, sin querer aceptar que se enfrentaban en una lucha real y no un simulacro.
Por fin Mubarrak amagó el primer golpe que era casi una tímida pregunta: un deseo de constatar si se trataba en verdad de una lucha a muerte.
La respuesta, que le hizo dar un salto atrás, evitando por centímetros la furiosa hoja de su enemigo, le heló la sangre en las venas. Gacel Sayah, «inmouchar» del temible pueblo del Kel-Talgimus, quería matarlo, no cabía duda. Había tanto odio y tanto deseo de venganza en el mandoble que acababa de enviarle, como si aquellos desconocidos a los que ofreciera un día asilo fueran en verdad sus hijos predilectos, y él, Mubarrak-ben-Sad, los hubiese asesinado personalmente.
Pero Gacel no sentía auténtico odio. Gacel estaba tratando únicamente de hacer justicia, y no le hubiera parecido noble odiar al targuí por haberse limitado a cumplir con su trabajo, por más que éste fuera un trabajo equivocado e indigno de respeto. Gacel sabía además, que el odio, como la ansiedad, el miedo, el amor, o cualquier otro sentimiento profundo, no era buen compañero para el hombre del desierto. Para sobrevivir en la tierra en que le había tocado nacer, se hacía necesaria una gran calma; una sangre fría y un dominio de sí mismo que estuvieran siempre por encima de cualquier sentimiento que consiguiera arrastrarle a cometer unos errores que, allí, raramente alcanzaban a enmendarse.
Ahora Gacel sabía que estaba actuando como juez, y quizá también como verdugo, y ni uno ni otro tenían por qué odiar a su víctima. La fuerza de su mandoble la ira que llevaba dentro, no había sido en realidad más que un aviso; la clara respuesta a la clara pregunta que su contrincante le había hecho.
Atacó de nuevo y comprendió de improviso lo inapropiado de sus largos ropajes, su amplio turbante y su ancho velo. Los «jaiques» se enredaban en sus piernas y brazos, las «nails» de gruesa suela y delgadas tiras de cuero de antílope resbalaban sobre las piedras puntiagudas y el «litham» le impedía ver con claridad y lograr que llegara a sus pulmones todo el oxígeno que necesitaban en un momento como aquél.
Pero Mubarrak vestía de modo semejante, por lo que sus movimientos se volvían igualmente inseguros.
Los aceros abanicaron el aire, zumbando furiosos en la quietud de la mañana, y una vieja desdentada lanzó un chillido de terror, y suplicó para que alguien matara de un tiro al sucio chacal que trataba de asesinar a su hijo.
Mubarrak extendió la mano con gesto autoritario y nadie se movió. El código de honor de los «Hijos del Viento» tan distinto del mundo, hecho de traiciones y bajezas, de los beduinos «hijos de las nubes», exigía que el enfrentamiento entre dos guerreros fuera limpio y noble aunque en ello le fuera la vida.
Le habían desafiado de frente y mataría de frente. Buscó suelo firme bajo sus pies, tomó aire, lanzó un grito y se precipitó hacia delante, hacia el pecho de su enemigo, que apartó la punta de su espada con un golpe seco y duro.
Quietos nuevamente se miraron una vez más. Gacel blandió su «takuba» como si de una maza se tratase y lanzó un mandoble en forma de molinete, de arriba abajo. Cualquier aprendiz de esgrima hubiera aprovechado su fallo para ensartarle de una estocada, pero Mubarrak se dio por contento con apartarse y aguardar, confiando más en su fuerza que en su habilidad. Empuñó el arma con las dos manos y tiró un tajo capaz de cortar por la cintura a un hombre mucho más grueso que Gacel, pero Gacel no se encontraba ya allí para ser cortado. El sol comenzaba a calentar con fuerza y el sudor corría sobre sus cuerpos, empapando las palmas de sus manos y haciendo inseguras las metálicas empuñaduras de las espadas, que se elevaron de nuevo. Se estudiaron, se lanzaron el uno sobre el otro al unísono, pero en el último instante, Gacel se echó atrás, permitiendo que la punta del arma de Mubarrak desgarrase la tela de su «jaique» arañándole el pecho, y ensartó a su enemigo por el vientre, atravesándole de parte a parte.
Mubarrak se mantuvo en pie unos instantes, sujeto más por la espada y los brazos de Gacel que por sus propias piernas, y cuando el otro sacó el arma desgarrando su paquete intestinal, quedó tendido sobre la arena, doblado sobre sí mismo, decidido a soportar en silencio, sin una queja, la larga agonía que el destino le deparaba.
Instantes después, mientras su verdugo se encaminaba, despacio, ni feliz ni orgulloso, hacia la montura que le esperaba, la anciana desdentada entró en la mayor de las «jaimas», tomó un fusil, lo cargó, llegó hasta donde su hijo se retorcía de dolor sin un lamento, y le apuntó a la cabeza.
Mubarrak abrió los ojos y ella pudo leer en su mirada el infinito agradecimiento de un ser al que iba a librar de largas horas de sufrimientos sin esperanzas.
Gacel oyó el disparo en el instante en que su camello reiniciaba la marcha, pero no volvió el rostro.
Presintió, más que ver, en la distancia una manada de antílopes, y eso le hizo caer en la cuenta de la magnitud de su hambre.
Los dos días anteriores los había pasado a base de unos puñados de harina de mijo y dátiles, preocupado por su enfrentamiento con Mubarrak, pero ahora, la sola idea de un buen pedazo de carne asándose lentamente sobre un fuego de brasas le arañó las tripas.
Se aproximó despacio al borde de la «grara» llevando del ronzal a su camello, atento a que el viento no arrastrara su olor hasta las bestias que pastaban la vegetación corta y dispersa de la depresión que debió constituir en tiempos remotos una laguna o el ensanchamiento de un riachuelo, y que aún conservaba en sus entrañas restos de humedad.
Tímidos tamariscos y media docena de acacias enanas se alzaban aquí y allá, y le agradó comprender que su instinto de cazador le había sido fiel una vez más, porque al fondo, ramoneando o durmiendo al sol de la media tarde, una familia de bellos animales de largos cuernos, y piel rojiza parecían invitarle a disparar.
Montó el rifle metiendo en la recámara una sola bala, pues de ese modo evitaba la tentación, si fallaba el primer disparo, de intentar un segundo a la desesperada cuando las ágiles bestias hubieran emprendido la huida a grandes saltos. Gacel sabía por experiencia que ese segundo tiro, casi al azar, raramente daba en el blanco y significaba un desperdicio, cuando las municiones, en el desierto, eran tan raras y necesarias como el agua misma.
Dejó libre al mehari, que comenzó a pastar de inmediato desentendiéndose de cuanto no fuera su alimento, revitalizado y apetitoso ahora por la lluvia caída, y avanzó en silencio, casi arrastrándose, de una roca al retorcido tronco de un arbusto; de una pequeña duna a un matojo, hasta alcanzar al fin el lugar idóneo, un montículo de piedra desde el que dominaba, a menos de trescientos metros de distancia, la esbelta silueta del gran macho de la manada.
«Cuando abates a un macho otro más joven viene pronto a ocupar su puesto y cubrir a las hembras –le había dicho su padre–. Cuando matas a una hembra, estás matando también a sus hijos y a los hijos de sus hijos, que habrán de alimentar a sus hijos y a los hijos de tu hijos».
Aprestó su arma y apuntó con cuidado a la paletilla delantera, a la altura del corazón. A aquella distancia, un tiro en la cabeza era sin duda