Alberto Vazquez-Figueroa

Tuareg


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aunque sus cabellos eran blancos y ralos, y su rostro aparecía surcado de profundas arrugas–. ¿Quién es? –inquirió.

      El otro dudó unos instantes. Cerró los ojos y musitó quedamente:

      –Un sabio. Investiga la historia de nuestros antepasados más remotos. Nos dirigíamos a Dajbadel cuando nuestro camión se averió.

      –Dajbadel está muy lejos... –le hizo notar Gacel, pero se había sumido en un sueño profundo–. Muy, muy lejos hacia el Sur... Nunca llegué hasta allí.

      Salió sin hacer ruido, y ya al aire libre experimentó una sensación de vacío en el estómago; como un presentimiento que nunca antes le había asaltado. Algo en aquellos dos hombres aparentemente inofensivos, le inquietaba. No iban armados ni su aspecto hacía temer peligro alguno, pero un hálito de miedo flotaba en torno suyo, y era miedo el que él percibía.

      –...»Investiga la historia de nuestros antepasados...» –había dicho el joven, pero el rostro del otro aparecía marcado por huellas de un sufrimiento tan profundo, que no podían haberse dibujado tan solo en una semana de hambre y sed en el desierto.

      Miró a la noche que llegaba y trató de buscar en ella respuesta a sus preguntas. Su espíritu de targuí y las milenarias tradiciones del desierto, le gritaban que había obrado correctamente al acoger bajo su techo a los viajeros, pues el sentido de la hospitalidad constituía el primer mandamiento de la ley no escrita en los «imohag», pero su instinto de hombre acostumbrado a guiarse por los presentimientos, y el sexto sentido que le había librado tantas veces de la muerte, le susurraban que estaba corriendo un gran riesgo, y los recién llegados ponían en peligro la paz que tanto esfuerzo le había costado conseguir.

      Laila surgió a su lado, y sus ojos se alegraron ante la dulce presencia y la portentosa belleza adolescente de la mujer, niña de piel oscura a la que había convertido en su esposa aun en contra de la opinión de los ancianos, que no veían correcto que un «inmouchar» de tan noble alcurnia se uniese legalmente a un miembro de la despreciable casta de los esclavos «akli».

      Ella tomó asiento a su lado le miró de frente con sus inmensos ojos negros, siempre llenos de vida y de reflejos escondidos, e inquirió suavemente:

      –Te preocupan esos hombres, ¿no es cierto?

      –No ellos... –replicó pensativo–. Sino algo que los acompaña como una sombra o un olor.

      –Vienen de lejos. Y todo lo que viene de lejos te perturba, porque mi abuela predijo que no morirías en el desierto. –Extendió la mano tímidamente hasta rozar la suya–. Mi abuela se equivocaba con frecuencia –añadió–.Cuando nací, me auguró un tétrico futuro, y, sin embargo, me casé con un noble, casi un príncipe.

      Sonrió con ternura:

      –Recuerdo cuando naciste –dijo–. No puede hacer mucho más de quince años... Tu futuro aún no ha comenzado...

      Le apenó haberla entristecido, porque la amaba, y aunque un «imohag» no debía mostrarse demasiado tierno con las mujeres, era la madre del último de sus hijos, por lo que abrió a su vez la mano para tomar la de ella.

      –Tal vez tengas razón y la vieja Khaltoum se equivocara –señaló–. Nadie puede obligarme a abandonar el desierto y morir lejos.

      Permanecieron largo rato contemplando en silencio la noche, y advirtió que la sensación de paz le invadía nuevamente.

      Cierto era que la negra Khaltoum predijo con un año de anticipación la enfermedad que llevaría a su padre a la tumba, y predijo también la gran sequía que agotó los pozos, dejó sin una brizna de hierba el desierto y mató de sed a cientos de animales acostumbrados desde siempre a la sed y la sequía, pero cierto era, también, que, con frecuencia, la vieja esclava hablaba por hablar, y sus visiones parecían más fruto de su mente senil, que auténticas premoniciones.

      –¿Qué existe al otro lado del desierto? –inquirió Laila al cabo de ese largo silencio–. Nunca fui más allá de las montañas de Huaila.

      –Gente –fue la respuesta–. Mucha gente. –Gacel meditó recordando su experiencia en El-Akab y los oasis del Norte, y movió la cabeza negativamente–. Les gusta amontonarse en espacios diminutos o en casas estrechas y malolientes, gritando y alborotando sin razón, robándose y engañándose como bestias que no saben vivir más que en manada.

      –¿Por qué...?

      Hubiera querido dar una respuesta porque le enorgullecía la admiración que Laila sentía por él, pero no conocía esa respuesta. El era un «imohag» nacido y criado en la soledad de los grandes espacios vacíos, y en su mente, por más que lo intentara, no cabía la idea del hacinamiento, y el voluntario gregarismo al que parecían tan aficionados los hombres y mujeres de otras tribus.

      Gacel acogía con gusto a los visitantes y amaba reunirse en torno a la hoguera, a contar viejas historias y comentar las pequeñas incidencias de la vida cotidiana, pero luego, cuando las brasas se consumían y el negro camello que transportaba a lomos el sueño, cruzaba silencioso e invisible el campamento, cada cual se apartaba a su distante tienda, a vivir su vida a solas, a respirar profundo, a gozar del silencio.

      En el Sáhara cada hombre tenía el tiempo, la paz, y la atmósfera necesarios para encontrarse a sí mismo, mirar hacia la lejanía o hacia su interior, estudiar la naturaleza que le rodeaba, y meditar sobre cuanto no conocía más que a través de los libros sagrados. Pero allá, en las ciudades, en los pueblos, e incluso en los minúsculos villorrios beréberes, no había paz, ni tiempo, ni espacio, y todo era un aturdirse con ruidos y problemas ajenos; con voces y riñas de extraños, y se tenía la impresión de que resultaba mucho más importante lo que le ocurriera a los demás, que lo que pudiera ocurrirle a uno mismo.

      –No lo sé... –admitió al fin de mala gana–. Nunca pude descubrir por qué les gusta actuar de ese modo, amontonarse, y vivir pendientes los unos de los otros. No lo sé... –repitió. Y tampoco encontré a nadie que lo supiera con exactitud.

      La muchacha le observó largo rato, quizás asombrada de que el hombre que constituía su vida y del que había aprendido cuanto valía la pena saberse, no tuviera respuesta a una de sus preguntas. Desde que tenía uso de razón, Gacel lo había sido todo para ella: primero el dueño al que una niña de la raza esclava de los «akli» contemplaba como a un ser casi divino, amo absoluto de su vida y sus pertenencias; amo también de la vida de sus padres, sus hermanos, sus animales y cuanto existía sobre la faz de su universo.

      Luego fue el hombre que algún día, cuando llegara a la pubertad y tuviera su primera regla, la convertiría en mujer, la llamaría a su tienda, y la poseería haciéndola gemir de placer como oía por las noches, cuando soplaba el viento del oeste, que gemían sus otras esclavas, y por fin fue el amante que la transportó en volandas al paraíso, su auténtico dueño, más dueño aún que cuando fue amo, pues ahora poseía también su alma, sus pensamientos, sus deseos y hasta el más escondido y olvidado de sus instintos.

      Tardó en hablar, y cuando quiso hacerlo, se vio interrumpido por la presencia del mayor de los hijos de su esposo, que acudía corriendo desde la más alejada de las «sheribas».

      –La camella va a parir, padre –dijo–. Y los chacales rondan...

      Comprendió que los fantasmas de sus temores cobraban cuerpo cuando distinguió en el horizonte la columna de polvo que se alzaba, quedando largo rato suspendida en el cielo, inmóvil, pues ni un soplo de viento se deslizaba sobre el mediodía de la llanura.

      Los vehículos, pues vehículos mecánicos tenían que ser por la velocidad a que avanzaban, dejaban tras sí una sucia huella de humo y tierra en el límpido aire del desierto.

      Luego fue el tenue zumbido de sus motores, que rugieron más tarde, espantando a las torcaces, los fenec y las culebras, para acabar con un chirriar de frenos, voces destempladas y órdenes violentas cuando se detuvieron arrastrando consigo el polvo y la suciedad, a no más de quince metros del campamento.

      Toda muestra de vida y movimiento se había detenido al verlos.