la conciencia infinita del sujeto. ¿Qué se puede hacer después? Precisamente, reflexionar sobre la promesa de una más amplia conciencia de la poesía que ensanche la vida, modifique las costumbres, haga posible el encuentro del saber con lo sensible.
Viene entonces el discurso entusiasta del filósofo del grupo, que afirma la unidad de todo lo que existe. ¿Se necesita acaso algo más para probarlo que la existencia de la ciencia de la naturaleza, la física, cada una de cuyas leyes es mística sin saberlo? En ella podría asentarse una nueva mitología, que cumpliera el papel de la antigua para toda la literatura griega, o sea convertir todos los poemas individuales en uno solo, pero en tanto que obra de arte más consciente de su doble origen, como naturaleza y como historia. Se vería tal vez así que filosofía y poesía son dos accesos a la unidad de la sustancia, su costado ideal y su costado real, presentados en forma de adhesión al concepto y de amor por el significante, como pensamiento y como ritmo. En este sentido, toda la “Conversación” se presenta como una serie de fragmentos significativos, como teorías de novelas, como caracterización de sujetos insoslayables.
Tras el historiador y el filósofo, como si anunciara su unidad en un nuevo objeto de reflexión, se confiesa el crítico literario. Su carta descubre además la superación de la simple lectura. Corriendo el velo lleno de arabescos de la ficción, aparece la verdad, que es una chica que quiere formarse, una joven filósofa y una futura poeta, a quien hay que enviarle las cartas de su emancipación. Por eso en las novelas habrá que entender algo más, no solo lo que se cuenta, sino también la singularidad de un estilo, que es un modo de vida. Lo que implica que si la novela absorbe y mezcla todos los géneros precedentes, para ofrecerlos a una meditación que enseñe el problema de vivir, un arte siempre inacabado de la ingenuidad espontánea y de la elaboración de los sentimientos, a su vez tiene que convertir todo lo que toca en una esperanza novelesca. Las cartas, las charlas, las confesiones, los diarios íntimos y las autobiografías serán la novela que la vida escribe sin llegar nunca al desenlace, cuando todos los personajes se reúnen en un palacio o en un parque, las muchachas recuperan su soberanía y los jóvenes escritores vuelven a tener enfrente las posibilidades prometidas de escribirlo todo, de nuevo, de una vez y para siempre.
Incluso un nombre puede serlo todo para todos, convirtiéndose en sistema. El autor, cada autor es una literatura, con sus épocas y géneros, su mitología, su unidad invisible que se conoce por fragmentos, como la obra en tránsito por medio de los poemas singulares. Es lo que un escritor contemporáneo, a posteriori de la unidad del absoluto romántico, puede seguir llamando una lectura “trascendental”: leer todo lo que escribió un autor, luego leer sus cartas, los testimonios sobre su vida, las biografías, finalmente, o al mismo tiempo, leer todo lo que se escribió acerca de él. Goethe, como autor del presente romántico, les brindaba esa función trascendental a los lectores de Jena, era un compendio, una constelación y un manual para el arte y la vida.
Entre las cuatro exposiciones del simposio organizado por las mujeres del grupo, se dan las discusiones, donde se oculta y se revela simultáneamente la cuestión de la diferencia de género: ¿deben las mujeres dedicarse a la filosofía?; ¿es formativo leer novelas o ir al teatro?; ¿hay un punto de vista tácito en la modificación de las costumbres, en la no fijación del amor y del interés? Pero la solución de los interrogantes, que podrían además multiplicarse, solo se brinda en forma de mitos antiguos, que quizá sean temas para escribir. Así, escribir según ideas no necesariamente sería llevar la literatura al terreno filosófico, sino también elevar su condición de cuento al rango de un modelo. Una de las mujeres de la “Conversación” propone volver a la historia de Níobe, la madre orgullosa que es castigada por expresar su amor. Uno de los varones recurre a Prometeo, el que crea su propia imagen sacrificando la vida, desafiando las leyes y el instinto de autoconservación. La última palabra la tiene un representante del autor, Friedrich Schlegel, quien menciona la fábula del sátiro Marsias, desollado por el dios del arte, demasiado inspirado como para alcanzar la técnica de la sobriedad. ¿Será posible una literatura reflexiva, teórica como la novela, que no abandone el entusiasmo, el rapto rítmico? El sueño de la novela en verso, como el proyecto de incluir poemas, cartas y confesiones en el interior del marco novelesco, no abandonará la continuidad de la tendencia romántica, a veces incluso disfrazado de retorno a una epopeya popular.
Pero el sátiro Marsias indica también que escribir según ideas no implica un imperio del proyecto racional sobre la poesía. El interés de la literatura, su transformación en un objeto de verdad, no contemplado estéticamente, habrá de volverse una pulsión, un instinto (Trieb), que Nietzsche devolverá al cortejo de Dionisos. No es sencillo construir una postura de Nietzsche sobre el arte. Nuestra segunda lección desarrolla algunos sitios, que son solo momentos, dentro de una justificación artística de la existencia en ciertos libros o fragmentos de libros. La pregunta con la que suspendía su acabamiento la “Conversación”, es decir, si sería posible un retorno de la tragedia, justamente por la operación filosófica de la literatura, tiene para Nietzsche la coloración de un origen anhelado, puesto que según él no hay progresión. Lo que existe no es más que un velo de lo trágico originario, el conocimiento artístico de la verdad, tal como la novela encubre el movimiento dramático de una vida que se termina y se repite siempre igual. No se trata entonces de una búsqueda de la felicidad, que estaría prometida en el arte, sino de un reencuentro con la unidad perdida, o bien con el deseo y la intensidad. Puesto que lo bello, la apariencia bella, es promesa de felicidad. La intensidad de la tragedia no puede ser simplemente un género del pasado, sino aquello que le otorga a la vida su brillo de un eterno comienzo. Nace un nuevo heroísmo, ya no bajo el castigo inexorable de los dioses, sino contra las fuerzas de una racionalización que solo cree en las cosas útiles o en la multiplicación de los bienes. La fe en el arte de Nietzsche, sobre todo en su juventud, no deja de prolongar entonces las tendencias románticas, pero en lugar de terminar, como estas últimas, en un saber universitario, en las lecciones que darán casi todos los integrantes del grupo de Jena, arranca en cambio desde la universidad en busca de un aire más libre. La filología se había separado tal vez demasiado de la vivencia filosófica, de las cuestiones últimas, y en ese extravío también había perdido su identidad con la poesía. Una crítica de la poesía que sea ella misma poesía, o una teoría de la literatura que no se diferencie en su forma de la literatura, son modos de afirmación a la vez poética y filosófica tanto en los románticos como en Nietzsche. De tal modo, en un apéndice final, damos cuenta de este parentesco en la inversión nietzscheana de la frase romántica: no solo la idea de la poesía, la reflexión oculta en el poema como su núcleo, es la prosa, se despliega en la crítica, sino que la buena prosa, la auténtica exposición artística, nunca se aleja de la poesía, del ritmo.
La sobriedad es una manera en que el impulso de la embriaguez llega a ser arte. Sin Apolo, Dionisos no hubiese generado la tragedia. Lo contrario es aún más comprobable, ya que un arte sin entusiasmo, puramente técnico, simétrico, mesurado y delimitado, se hunde en la banalidad y la reiteración. Pero ¿dónde se verifica la conjunción de lo apolíneo y lo dionisíaco más allá del momento único de la tragedia ática? Tal vez como un vestigio o un fulgor que persiste, en la experiencia del artista, a la vez presa de un impulso irrefrenable y dueño de cierta técnica, como una voluntad animada por lo involuntario, una espontaneidad sacudida por las medidas que le dan forma. En esa unidad del obrar consciente y del acto inconsciente, que los románticos llamaban “arte”, y por antonomasia “poesía”, se anuncia la justicia que Nietzsche le aplica a la estética, o sea la proclamación de un arte para artistas, no para el juicio del espectador. No obstante, si en todos se produce, para que sean hablantes y crean en una identidad aparente dada por el lugar de la enunciación, la unión artificial y natural de la lengua, única obra de arte de la naturaleza según Schelling, entonces está en cada uno esa experiencia conscienteinconsciente, la imaginación y el deseo, el fantasma, el símbolo y la imposibilidad de la muerte, es decir, el arte. Un arte para artistas, pregonado en otro momento por Nietzsche, no sería entonces un aristocratismo, como si solo los artistas pudieran juzgar sobre arte. Porque ya no hay nada que juzgar. “La poesía debe ser hecha por todos, no por uno”,3 ocurrencia tardía de un epígono romántico, implica la misma sustracción del juicio como decisión,