es sólo este mendigo que pretende las sobras de la comida antes de que se sirva la cena... Le he dicho que se retire, pero insiste en su reclamo.
—Pues que se retire inmediatamente... Mira cómo está ensuciando la entrada... Qué horror... Justo hoy. Llama a la guardia y si no se va... ¡que suelten los perros!
A empellones y patadas echaron al pobre sacerdote a la calle, amenazado por una decena de perros que ladraban mostrando sus afilados dientes.
Como pudo, el hombre se trepó al carruaje y regresó al monasterio.
Una vez en su cuarto, después de secarse las manos y la cara, se dirigió a su armario y sacó de allí una lujosa capa de oro y plata, que le había regalado un año atrás justamente el dueño de la casa de la que había sido echado.
Enfundado en la prenda, volvió a subirse al carruaje y esta vez llegó sin contratiempos a su destino.
Volvió a golpear y esta vez el mismo mayordomo lo hizo pasar con una reverencia.
El dueño de casa se acercó y le saludó inclinando la cabeza.
—Excelencia —le dijo—, ya estaba pensando que no vendría... ¿Podemos pasar? Los demás nos esperan...
Todos se pusieron de pie al verlos entrar y no se sentaron hasta que el hombre de la imponente capa tomó asiento, a la derecha del anfitrión.
El primer plato fue servido. Una especie de cocido en caldo que, a primera vista, parecía muy apetitoso.
Se hizo una pausa y todas las miradas se posaron en el sacerdote, que en lugar de decir una oración o empezar a comer, estiró la mano por debajo de la mesa y tomando la punta de su lujosa capa entre los dedos, comenzó a hundirla en el caldo.
En un silencio inquietante, el sacerdote le hablaba a su capa diciéndole:
—Prueba la comida, mi amor... mira qué lindo caldito... mira esta papita... ¿y esta carne?... Come mi amor...
El dueño de casa, después de mirar a todos lados buscando una respuesta al comportamiento de su huésped, se animó a preguntar:
—¿Pasa algo, excelencia?
—¿Pasar?... —dijo el sacerdote—. No. No pasa nada. Pero esta cena nunca fue para mí. Es claro que la invitada es esta capa... Cuando llegué sin ella hace un rato, me echaron a patadas...
Cuando no podemos desprendernos de nuestras capas ni por un momento, la imagen que tenemos de nosotros mismos se nos ha vuelto una prisión. Y si esto sucede estaremos dejando afuera una infinidad de alternativas y anularemos grandes potenciales sólo porque contradicen la idea que tenemos de “lo que somos”.
Nuestra personalidad es de alguna manera un lugar protegido, un espacio donde hemos crecido hasta llegar a ser quienes somos, un lugar que aun con conciencia de que nos queda pequeño, nos ofrece el refugio y la seguridad de lo conocido. Dejarlo nos asusta porque implica, por fuerza, la disolución de algunas fronteras seguras o históricas del yo.
Una persona se da cuenta de que ha dejado de pelearse con el mundo cuando realmente se desprende de su necesidad de controlarlo todo y esto sólo sucede si el ego está dispuesto a revisar sus verdades y abandonar el escenario.
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